"El Bautista no construye un movimiento, no busca adeptos" "No se trata de ser buenos, sino de estar vivos, ser fecundos, generar fruto"

Bautista
Bautista Cerezo

Una voz llena la escena que se abre. Solo una voz, ninguna imagen. Una voz que grita. No en los palacios, ni en las plazas, ni en los patios del poder, sino en el desierto. Allí donde no hay nada. Es un grito allí donde el mundo termina y solo queda el vacío. Mateo (3, 1-12) abre el relato con esta presencia cortante, que es todo sonido: Juan el Bautista.

Y he aquí que el sonido se convierte en imagen de una presencia: viste pelo de camello, se ciñe los lomos con un cinturón áspero, se alimenta de langostas y miel silvestre. Es una figura que parece salida de un cuadro de Grünewald: visionaria, inquietante, inasimilable. Un hombre que habita en el extremo del ser humano y lo grita.

Cuadro de Grunewald

Y el grito ahora se articula en palabras: «¡Convertíos, porque el reino de los cielos está cerca!». Una violenta fricción contra la inercia. Su grito es una fisura en el bullicio del mundo.

Y el mundo lo escucha. Desde Judea y Jerusalén, la gente acude en masa. Es un movimiento extraño: las multitudes abandonan las ciudades, centro simbólico de la civilización, y se dirigen hacia el desierto, el no lugar. Es una marcha hacia atrás, como en una tragedia de Beckett, hacia el origen, hacia el margen. Buscan algo. Quizás el fin de la ficción. Quizás un lenguaje que no sea plastificado. Quizás el fuego.

Juan no los recibe con benevolencia. ¡Al contrario! Los mira a los ojos y los traspasa: «¡Raza de víboras! ¿Quién os ha enseñado a escapar de la ira inminente?». Es un insulto, pero también una revelación. Las palabras queman. El Bautista no construye un movimiento, no busca adeptos. Quiere que suceda algo: «Dad frutos dignos de la conversión».

¿Y sus orígenes, los méritos de sangre, la pertenencia a una historia sagrada y a un pueblo elegido? ¿No son ya suficientes? No, para Juan todo esto no sirve. De hecho, grita: «Dios puede hacer surgir hijos de Abraham de estas piedras».

Y aquí aparece una imagen amenazadora: un hacha colocada en la raíz de un árbol. Aún no ha caído, aunque está ahí, lista para cortar. El árbol que no da fruto debe ser cortado. No porque sea malo, sino porque es inútil. El tiempo que queda es breve. No se trata de ser buenos, sino de estar vivos, ser fecundos, generar fruto. El juicio no es futuro: es inminente. Es más, ya está en el presente. No aniquila: selecciona.

Luego viene la promesa —o la amenaza— final. Él, Juan, bautiza con agua, pero hay Otro que viene, que está por venir. ¿Quién es? Es más fuerte, más profundo. ¿Quién es? Uno que bautizará con fuego. No purificará, incendiará. No lavará, quemará. El fuego ya no es un símbolo moral, sino un agente narrativo. Es la gran espera. ¿De quién? Llega una presencia radical, que separa, que juzga, que pasa como una espada por la realidad. Es una figura que recuerda las apariciones apocalípticas de William Blake, donde la infancia y la destrucción se confunden, donde el cordero es también un tigre. ¿Quién es? No lo sabemos, no vemos quién es.

Pero vemos su mano: sostiene firmemente «la pala y limpiará su era y recogerá su trigo en el granero, pero quemará la paja con un fuego inextinguible». Después de la imagen del hacha, ahora la de la pala que separa el grano de la paja. O se es sustancia, o se es desecho.

Todo esto ocurre antes de que Jesús entre en escena: él es el hombre con el hacha y la pala. Juan lo anuncia sin ver su rostro: solo la mano. Y así, la voz del profeta salvaje es un grito que rompe el silencio. Después de él vendrá el rostro. Pero por ahora solo queda este grito seco en el desierto. Un grito que atraviesa el tiempo y nos alcanza: ¿estamos dispuestos a reconocer algo que nos quema por dentro?

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