"Es la poesía de la pertenencia que nada tiene que ver con el mérito" "Quien venga no será rechazado. Es la utopía de la acogida universal"
"Jesús, en el relato de Juan, responde categóricamente que existe una mirada que no pierde nada ni a nadie"
"Quien venga no será rechazado. Es la utopía de la acogida universal. Es la poesía de la pertenencia que nada tiene que ver con el mérito"
"Si supiéramos que nada se perderá de la belleza de la vida, y de la experiencia contradictoria y complicada que hacemos de ella, tal vez podríamos encontrar, por fin, la paz"
"Si supiéramos que nada se perderá de la belleza de la vida, y de la experiencia contradictoria y complicada que hacemos de ella, tal vez podríamos encontrar, por fin, la paz"
Jesús habla a la multitud: uno frente a una multitud. Para hablar así es necesario montar un espectáculo, captar la atención. O, en el caso de Jesús, un milagro estaría bien: una multiplicación de panes y peces, la resurrección de un muerto, la curación de un ciego. En cambio, solo hay su palabra sobre el deseo humano más radical: el de no estar perdidos. ¿No nos sentimos perdidos a veces? En el fondo de cada historia de amor terminada, de cada guerra, de cada despedida, hay una pregunta: ¿todo está perdido?
Jesús, en el relato de Juan, responde categóricamente que existe una mirada que no pierde nada ni a nadie. No por habilidad o fuerza, sino porque recoge en el tiempo lo que el tiempo mismo parece desmoronar. Es una promesa que no necesita dogmas, sino una escucha profunda, una confianza total.
Todo comienza con una afirmación clara: «Todo lo que el Padre me da vendrá a mí; y al que viene a mí, no lo rechazaré». Hay un sentido de irrevocabilidad en estas palabras, una promesa que sabe a acogida absoluta, que arde de hospitalidad sin condiciones. Es la certeza de «no ser echado fuera» lo que más nos impacta, porque es nuestro miedo ancestral: ser excluidos, abandonados, rechazados.
Es el arquetipo de ser dejado al margen, de la voz que llama y no encuentra respuesta. ¿Cuántos viven en este umbral? El «hombre que duerme» de Georges Perec se disuelve lentamente en los pliegues de su habitación, para no tener que enfrentarse más al exterior. Gregor Samsa, de Kafka, vive su Metamorfosis en insecto, excluido de la vida doméstica precisamente porque ya no es reconocible.
En los escritos de Juan, por el contrario, la figura que habla —Jesús, por supuesto, pero también parece sentirse en él una voz narradora más profunda— garantiza que no existe inhumanidad, transformación o abismo que pueda justificar la expulsión final. Quien venga no será rechazado. Es la utopía de la acogida universal. Es la poesía de la pertenencia que nada tiene que ver con el mérito.
Las palabras de Jesús, pocas y densas, elevan aún más el listón: «He descendido del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de aquel que me ha enviado». Aparece un vértigo: el movimiento no es solo horizontal, sino vertical. «Bajé» implica un descenso, un movimiento contrario a la lógica del poder. Pero este descenso no es trágico, como en las caídas del héroe de las tragedias griegas. Es voluntario, y es como si estuviera orientado hacia el otro, casi como en ciertos lienzos de Marc Chagall, donde las figuras flotan ligeras, en contraposición a la gravedad.
¿Y cuál es la voluntad del «Padre», de esta figura que es «origen», «fuente» de todo? Que nada, nadie se pierda. Que lo que se da sea custodiado y, al final, resucitado. «Y esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite en el último día».
Juan, aquí, escribe como un poeta metafísico: hay que seguir su ritmo dejándose llevar por las imágenes. No nos ofrece explicaciones, sino vértigos. Pero el sentido es sencillo: nada se perderá. Sin embargo, esta sencillez es una de las más difíciles de creer, sobre todo en una época como la nuestra, que ha aprendido a convivir con la idea de que todo está destinado a desmoronarse. Parece que la vida se nos escapa de las manos, día tras día, y por eso la perseguimos olvidándonos incluso de que la estamos viviendo. Si supiéramos que nada se perderá de la belleza de la vida, y de la experiencia contradictoria y complicada que hacemos de ella, tal vez podríamos encontrar, por fin, la paz.
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