La noche que ardió Europa en París

Notre Dame
Uno de los bastiones de la identidad europea ha sido herido en el alma. Europa se quema, con los ojos en llamas y lágrimas derramadas en la techumbre de madera —conocida como el bosque— arreciada por siglos: Notre Dame.

No es solo una catedral, sino que más allá de otras consideraciones de vital importancia, es un baluarte, un refugio en sentido amplio y una manifestación de la fe de millones de personas que, junto con las universidades, conformaron la seña de identidad en Europa: la cristiandad.

No deja de ser paradójico que Notre Dame quedara intacta en las dos guerras mundiales, además de decenas de contiendas y revoluciones que no han podido con los muros, excepto durante la Revolución Francesa en que fueron destruidas las esculturas que adornan las puertas, los relicarios y las estatuas de bronce en el interior, o que las campanas de bronce se fundieron para hacer cañones. Ha tenido que ser un cortocircuito, una chispa, casi un hálito imperceptible el que lacerara sus muros.

Notre Dame no es solo la evocación de la historia, es la mirada serena hacia un futuro proyectado que hunde sus raíces en una fe. La catedral de Nuestra Señora es una catedral de culto católico, sede de la archidiócesis de París, dedicada a la Virgen María, y que se sitúa en la pequeña isla de la Cité, rodeada por las aguas del río Sena. Es un portento, aún hoy después de la tragedia, de encuentro entre fe y ciencia, y cuya popularidad y simbolismo es indecible.

Arde

Sus torres vigilan, como ancianos pulmones, el respirar cadencioso de la ciudad. Es la expresión de una enseñanza continua que se embebe de sus bajorrelieves, sus gárgolas y su órgano que desliza la música entre sus paredes proyectadas hacia el cielo. Su campanario ha resonado en los oídos de más de treinta generaciones de reyes, de nobles y caballeros, de burgueses y plebeyos a los que ha dado vida en su vida.

El tiempo y la luz acariciaron, en la pluma de Víctor Hugo, los deslumbrantes rosetones y vitrales de Nuestra Señora de París, quien dijo que París pertenece al género humano, mientras la luminosidad de su catedral embargaba un silencio que parecía la noche eterna.

Allí, entre sus penumbras oscuras y frías el jorobado se enamoró de Esmeralda, y Napoleón se hizo coronar emperador del mundo; fue canonizada Juana de Arco, y se guardaron importantes reliquias. Sus piedras también fueron salpicadas con sangre, que fueron limpiadas por las lavanderas del Sena y las oraciones de sus conciudadanos.

Se nos recuerda, como hace la alcaldesa de París, que «Es quizá la madre de todas las iglesias, una referencia en todo el mundo, con Belén, el Santo Sepulcro y Roma, claro. Pero, más allá de esto, es un monumento y un lugar que pertenece a todos y todas los que aman París y aman esta historia».

Sin olvidar que todo eso es cierto, su fundamento teleológico es y debe ser el religioso incluyente.

Desde el siglo xii, sus muros de piedra han contemplado, apoyado y rechazado imperios y revoluciones; sus murallones recios han musitado oraciones junto a papas, reyes e indigentes, han acogido el silencio, las plegarias y las miserias y anhelos de millones de personas.

Pero Notre Dame, quizás, un día dejó de ser el tesoro del continente europeo para, al contrario, enfermar con el invierno de Europa y acompasar su respiración viejuna.

Tal vez sea una señal, un símbolo como una metáfora multicolor. Notre Dame hoy se mantiene, pero tiene que dejar de ser el templo de mercaderes, donde el turismo es una plaga maldita —13 millones de personas la visitan al año—, y donde se intercambia penumbra y belleza por unas monedas, como los mercaderes del Evangelio de Marcos.

Tunel

No caben el odio ni la xenofobia en este drama, no caben teorías conspiratorias, pero mientras arde Notre Dame, arde el corazón de Europa, y aunque por motivos ajenos a los hugonotes tenemos que seguir diciendo con Enrique IV que «París bien vale una misa»; pues a la vez que se iniciará la reconstrucción material, debe iniciarse también la reconstrucción formal de una Europa renovada, en la que sus fundamentos cristianos más evangélicos y acogedores sean su bastión.

Notre Dame —en pocos años para su longevidad—, es seguro que volverá a ser el faro de una Europa que quiere recuperarse, enriquecerse de valores eternos, desde la cultura greco-romana a los valores judeocristianos. Es un signo vivo de nuestra identidad.

Porque, no nos engañemos, los miles de parisinos y de ciudadanos de todo el mundo que  rezaban a las puertas de la tragedia el Je vous salue Marie, eran cristianos, y por mucho que la belleza y la historia puedan amalgamarse en un fin conjunto que busca a Dios, Notre Dame fue levantada por las manos encallecidas de canteros anónimos que buscaban, como Arquímedes, un punto de apoyo para mover el mundo. Un mundo sostenido por Dios.

Notre Dame representa la luz (París es la ciudad de la luz), el más inmaterial de todos los fenómenos de la naturaleza. El uso trascendente de la luz que es empleada como factor estético de primer orden mediante el uso de las vidrieras: luz y sombra para alcanzar la trascendencia.

rosetón

Los maestros góticos no buscaban crear interiores ultra luminosos, ellos buscaban otra forma de luz: una luz metafísica. Perseguían atrapar «una luz no usada», como muy bien la llamó don Miguel de Unamuno.

Han superado y están disponibles mil millones de euros para la reconstrucción. Ahora solo falta un diseño adecuado, pero sobre todo saber qué quiere Francia (Europa) decir al mundo; si quiere hablar de pasado o de futuro en la cultura, en la ciencia, pero también si quiere mantener sus raíces y una fe universal: Homo sum, humani nihil a me alienum puto.

Cabe preguntarse si no hay un mensaje encriptado en el fuego devorador, en el que sin despreciar sus raíces nos pregunte por qué se consumen nuestras democracias; por qué retrocedemos en vez de avanzar sobre aquello conseguido. Por qué despreciamos la solidaridad y los derechos humanos. Por qué se enraíza el egoísmo y el miedo en el ser humano. Notre Dame podría ser nuestra conciencia, nuestro ensueño o nuestra pesadilla.

La catedral de Notre Dame, como el Ave Fénix, resurgirá de sus cenizas.

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