Muchos cristianos habían caído en una modorra espiritual Sin la misa no podemos vivir

Sin la misa no podemos vivir
Sin la misa no podemos vivir

Algunos pastores se han incomodado profundamente ante la petición justa y respetuosa de muchos fieles cristianos, que en México y varios países del mundo han suplicado que vuelva a celebrarse en público la misa

En el año 2003 el gran pontífice Juan Pablo II escribió un hermoso documento que tituló Ecclesia de Eucharistia, en el retomaba el impresionante testimonio de los 49 mártires de Abitinia de inicios del S. IV, cuando privados, bajo pena de muerte, por el emperador romano de asistir al culto católico, continuaron acudiendo en secreto. Fueron hallados en la misa y martirizados. Y ellos dieron la razón de su desobediencia: “Sin la eucaristía no podemos vivir”. La misa valía para ellos más que la vida física, y si era preciso exponer la vida e incluso perderla, bien valía la pena, pues la eucaristía era la fuerza y razón de su vida, el alimento sin el cual no podían vivir y sin el que esta vida no valía la pena.

Bien dice el dicho que “no hay mal que por bien no venga”, y muchos cristianos que habían caído en la rutina, en una especie de modorra espiritual, al carecer ahora de la participación física de la santa misa han vuelto a valorarla, a echarla de menos y a tener verdadera hambre y sed de Dios. A sentir que realmente la eucaristía es el centro y culmen de la vida cristiana y que sin ella no pueden vivir.
Algunos pastores se han incomodado profundamente ante la petición justa y respetuosa de muchos fieles cristianos, que en México y varios países del mundo han suplicado que vuelva a celebrarse en público la misa, aceptando que se guarden las debidas disposiciones de salud que pida la autoridad. Algunos ministros que se han sentido cuestionados o retados en su autoridad han enfatizado que la misa no es la única manera de relacionarnos con el Señor, y es verdad; también la Palabra divina, la oración en familia y personal, la práctica de la caridad y otros medios espirituales nos acercan a Dios, pero cierto es también que ninguna de estas opciones tiene la grandeza, la riqueza y la profundidad de la eucaristía.
La eucaristía nos une íntimamente con Cristo, y, de un modo misterioso, nos transforma en Él; nos une íntimamente con la Santísima Trinidad y con todos los miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo.
La eucaristía borra del alma los pecados veniales; preserva de los pecados futuros, es prenda inestimable de la futura gloria. La eucaristía, dignamente recibida, santifica el cuerpo mismo del que comulga y confiere al que la recibe dignamente el derecho a la resurrección gloriosa de su cuerpo. Decía muy bien Juan Pablo II, un hombre profundamente enamorado de la eucaristía: “Su eficacia santificadora es enorme, puesto que no solamente confiere la gracia en cantidad muy superior a la de cualquier otro sacramento, sino que nos da y une íntimamente a la persona adorable de Cristo, manantial y fuente de la misma gracia. Una sola comunión bien hecha, bastaría, sin duda alguna, para elevar un alma a la más encumbrada santidad”.
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