Vísperas con el papa

El pasado día 2 de febrero estuve en Roma. Allí me informaron que, a las 17,30, se celebraban en la basílica de San Pedro unas solemnes Vísperas “presididas por el Santo Padre”. En la festividad de la Presentación del Señor en el Templo y de la Purificación de María, popularmente la fiesta de la Candelaria, se celebra “el día de la Vida Consagrada”, según el vocabulario vaticano. Gustosamente quise participar en tan solemne celebración litúrgica. Ante el Santísimo expuesto y presidido por el papa, el acto resulto fastuoso. Dos cosas me llamaron especialmente la atención. Ante todo, y dada la finalidad de la celebración, la basílica se llenó de religiosas y religiosos. Pero lo que más me llamó la atención fue la cantidad de monjas africanas, asiáticas y latinoamericanas que asistieron. Las religiosas mayores se notaba que eran europeas, en tanto que entre las jóvenes predominaba una notable mayoría de otros continentes. La otra cosa que me chocó fue el asombroso “show fotográfico” que muchos de los asistentes celebraron juntamente con las Vísperas litúrgicas, con el Santísimo expuesto y ante la solemne presencia del papa. Cámaras fotográficas de muy diversas marcas y precios, teleobjetivos de auténticos profesionales, aparatos de video, etc, etc. No era fácil saber si allí se rezaba, se cantaba al Señor, se aplaudía al papa o se preparaban reportajes que irían a parar a medio mundo.
Todo esto me dio que pensar. Después de casi tres horas en la basílica, que aparece ante el mundo como el centro de la cristiandad, uno se pregunta dónde está realmente el centro de la Iglesia: ¿está en el Señor Sacramentado? ¿está en el hombre que concentró la atención de asistentes y “fotógrafos”, el papa? ¿se está desplazando ese centro hacia continentes lejanos, donde mujeres y hombres ejemplares dan lo mejor de sus vidas para humanizar este mundo tan deshumanizado? Y conste que comprendo todos los peros y matices que me van a poner quienes lean esta nota. Confieso que quise estar en San Pedro esa tarde porque lo que allí se hacía presente es determinante en mi vida. Pero confieso igualmente que me fui de San Pedro con mi fe afianzada y cuestionada. Ambas cosas. Afianzada por la fidelidad de quienes siguen creyendo en Jesús el Señor en los más lejanos rincones del mundo. Y cuestionada por la ambigüedad de un acto tan solemne y fastuoso, que a uno le resulta demasiado complicado oír, ver, palpar la sencillez, la humildad y la cercanía de Jesús, tal como nos lo describen los evangelios. Hay preguntas que son tan apasionantes como hirientes. ¿Coincide todo esto con los orígenes que nos marcó Jesús? La verdad es que afrontar esta pregunta con toda honestidad es fuente de paz y esperanza. Pero más que eso, es un dolor.
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