Se acerca el día del Seminario. Sacerdotes según el corazón de Dios.

Llamados a la revolución de la ternura


Siempre que llega el día del Seminario nos acercamos a su figura, para analizar su tarea, su estilo para el tiempo en que vivimos y la importancia de su misión en la iglesia y para el mundo. Algo de esto ya sé, con toda humildad, después de más de cuarenta años como sacerdote, aunque en verdad uno nunca sabe nada del todo.
Para alguna persona que conozco, lo mejor de los sacerdotes es que no debiera haber ninguno. Personas traumatizadas por alguna mala experiencia o absorbidas por ciertas ideologías, ahora en puestos de mando, se manifiestan en contra del sacerdote, a veces con opiniones muy discutibles. No quiero entrar en polémica con nadie porque cuando he entrado solo he conseguido que se afiancen aún más en su anticlericalismo y siempre recurren como argumento a la pedofilia generalizándola, que es la manera más infantil de razonar. Respeto, pues, a todos; que cada uno baile con quien le parezca.
Pero en una sociedad de libertades, todavía, no quiero dejar de expresar mi opinión sobre los nuevos sacerdotes para nuestro tiempo, ahora que se acerca el día del Seminario.
En primer lugar necesitamos sacerdotes al estilo del corazón de Dios. Parece obvio. ¿Y esto qué quiere decir?
En primer lugar que sean humanos, muy humanos, tiernamente humanos como lo era Jesús. Porque nada religioso o sagrado puede construirse sin una base profundamente humana. Por algo se encarnó el mismo Dios. Si fallan lo cimentos de lo humano caerán como torres las añadiduras religiosas y espirituales. Sin humanidad se vacían de sentido las antífonas, los ritos y el incienso por muy abundante que sea. Es inútil e indeseable mear agua bendita y no saber mirar con ojos tiernos alrededor. Estamos llamados a la revolución de la ternura. Ya no queremos, por estériles, sacerdotes autoritarios y señoritos de cortijo, más nobles que vasallos, más propensos a que les sirvan que a servir. Hemos de ser sacerdotes samaritanos que sabemos arrodillarnos con la misma fuerza ante el sagrario que ante los pobres, imagen del Dios encarnado.
Y sobre todo, sacerdotes desprendidos que han descubierto que Dios es su mayor riqueza y no se afanan en tener y guardar. Un Sacerdote pobre es un sacerdote muy rico.
Añadamos también algo más: Sacerdotes que sepan sonreír, por favor. Un sacerdote que sonríe enseña de golpe todo el evangelio en un instante: El Evangelio de la alegría. Y solo puede sonreír de manera natural alguien que pasa tiempo ante el Señor en oración y se siente bendecido por tanto amor como recibe de lo alto
Y tampoco queremos sacerdotes amenazantes con el infierno o el pecado como si solo eso fuera el argumento para acercarnos a Dios. Pobres sacerdotes que viven su fe bajo el peso del infierno o del pecado. ¡Y los hay! Van mirando desde arriba y creen que solo ellos poseen la interpretación perfecta del Evangelio. No han descubierto aún la hermosura y el gozo de la gracia y la providencia. ¡Dichosa culpa que mereció tal Redentor! Aún están a tiempo de descubrirlas porque el Evangelio está abarrotado de ellas. La Pascua que llega es un tsunami de gozo y de alegría. ¡A beber a manos llenas!

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