Adviento un tiempo para no seguir igual Y el Verbo se hizo carne, carne viva...

Cielo o charca fangosa


Podemos situarnos ante la vida desde muchos ángulos y perspectivas. El ser humano tiene una capacidad ilimitada de imaginar, de soñar, de pensar…
Y no es infrecuente que algunos hombres se sitúen ante la vida como espectadores, como consumidores, sin más. Ahora nos toca vivir y vamos a vivir, pero sin hacernos muchas preguntas que al fin y al cabo no tienen respuesta fácil. Y surge así el “homo-consumidor” de la vida que vive sin preguntarse, sin apasionarse por el misterio, sin preguntarse de dónde y hacia dónde nos lleva el destino.
Lo cierto es que un día sucedió el acontecimiento más transcendente de la historia de la humanidad: “El verbo se hizo carne." Y este misterio ha conmocionado al ser humano y ha llenado de esperanza y de sentido el viejo caminar de la humanidad doliente y peregrina. Desde entonces ya nada es igual. Estábamos perdidos en las afueras del universo y ha brillado con una fuerza inusitada el sentido de la vida. Si el Verbo, Creador del principio de la vida, se ha hecho hombre, el hombre tiene la oportunidad de acercarse a Dios, de tocar con sus dedos el sentido y la gloria. “Y vimos su gloria, gloria del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad “(Jn, 1, 14) Todo el primer capítulo del evangelio de Juan está consagrado al Verbo como no podía ser de otra manera. El Verbo es el origen de todo cuanto existe, en el cielo, en la tierra, en el abismo: “Al principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios” (Jn 1, 14 )
Cuando leemos esto y lo meditamos, fácilmente caemos en la trampa de imaginarnos a un Dios prestidigitador que, siendo Dios, se muda en hombre, pero no; no es ésa la lectura que hace Juan: Él dice “Se hizo hombre” es decir que no afirma que dejó de ser Dios, lo que dice, con toda fuerza es que “Se hizo hombre” y para resaltar aún más esta condición del Verbo añade: “Y habitó entre nosotros” Estamos ante un Dios hombre real, hecho carne viva por nosotros, carne sufriente, carne doliente, carne tentada…¡carne! No es un Dios que parece hombre sino que lo es en toda su materialidad. Un Dios, que es todo y lo crea de la nada. Él que se hizo hombre, a su vez, hizo todo cuanto existe. Es la encarnación llevada a su plenitud. El que se hizo hombre es el Hacedor, porque el mundo se hizo por Él. Quien es origen se hace ahora destino; el creador se hace criatura carnal, el Dios se torna hombre, el divino se vuelve, por amor, humano, la belleza suprema se convierte en “espectáculo de muchos que al verle menean la cabeza”. Nuestra condición humana no puede entender semejante misterio pero lo decisivo no es entender ¿Qué más nos da a nosotros entender? Lo importante es creerlo y asentirlo desde el corazón. Mi Dios se hizo hombre por mí para caminar a mi lado, para que yo sienta el gozo de ser hombre como él y pueda ver que es carne de mi carne y hueso de mis huesos. No es un mago, un deslumbrante actor; es simplemente un hombre como yo, “en todo, menos en el pecado”
El pajarillo, cuando llega su hora, se lanza al vacío y abandona el nido de la seguridad, del calor de su madre y del alimento seguro para lanzarse a un vuelo de consecuencias imprevisibles. No teme a los depredadores que aguardan agazapados en las rendijas de la vida; hay en su interior, una fuerza vital, en su caso, instintiva, que le empuja más allá de su nido y le sopla para que alce el vuelo y suba alto, muy alto. El ser humano es también un pajarillo inconsciente que se lanza al vuelo de la vida, rodeado de inmensos peligros e inseguridades, movido por un deseo profundo de amor, de libertad y de conquistar el sentido de su vida. En este vuelo necesita encontrar una razón para volar, para vivir y para amar. “¿Para qué vivir si cuesta dinero?” decía un grafiti en una de las calles de mi barrio. No todos encuentran el sentido de su vuelo. Hay quienes lo sienten como una cuestión puramente material “cuesta dinero” y así no es posible la vida en su plenitud. No es extraño que muchos hombres y mujeres destruyan su propia vida al no encontrar el sentido necesario. Y no es extraño que entre los hombres y mujeres creyentes, haya muchos menos suicidios como han demostrado estudios científicos de altura. Encontrar el sentido de la vida y de los quehaceres cotidianos se ha convertido para los hombres de todos los tiempos en una tarea ineludible y apasionante. “Es una lata el trabajar –cantaba el argentino Luis Aguilé- todos los días te tienes que levantar”
En esta realidad humana sangrante aparece le encarnación del Verbo como la respuesta añorada, el horizonte luminoso que llena de aurora lo que era noche cerrada: “Nos visitará el sol que nace de lo alto” (Lc. 1)
Sentir que Dios ha abandonado su cielo para hacerse peregrino con nosotros, compañero de camino, de fatigas, de miedos, de ilusiones es un consuelo muy gratificante por estos caminos de Emaús. Encarnación es vida para el ser humano y vida plena en medio de esta vida llena en que nos movemos. De esta manera sí podemos responder con Leopoldo Panero: “Así te necesito, de carne y hueso. Te atisba el alma en el ciclón de estrellas. Tumulto y sinfonía de los cielos: y, a zaga del arcano de la vida, perfora el caos y sojuzga el tiempo, y da contigo, Padre de las causas. Motor primero… Carne soy y de carne te quiero, caridad que viniste a mi indigencia ¡qué bien sabes hablar en mi dialecto! Así, sufriente, corporal, amigo, ¡cómo te entiendo! ¡Dulce locura de misericordia: los dos de carne y hueso!”
Realmente la encarnación del Verbo se ha convertido en locura de misericordia. El gesto más transcendente de la historia de la humanidad aunque nuestros ojos estén retenidos para descubrirlo. No es problema de Dios; es nuestro problema. Abrirse desde la fe a este Verbo encarnado es abrir las puertas al sentido último y pleno de la vida; cerrarse al misterio del Verbo Encarnado es abandonarse en la charcha fangosa del sinsentido y lanzarnos a las llamas del drama: “Vino a los suyos y los suyos no le recibieron, pero a quienes le recibieron les da poder para ser hijos de Dios” (Jn 1, 11 )
Y después vendrá la iglesia y este mensaje tan sublime lo envuelve en papel de colores para regalarlo pero se olvida de que no se puede regalar nada que no se ame ni se viva en primera persona y surge así una iglesia en la que pocos creen ya.
Una iglesia llamada ser sencilla y humilde y se viste de capas rojas aterciopelas de varios metros, de puntillas y oro en sus anillos y en sus báculos
Una iglesia llamada se pura, transparente y sencilla como palomas y una parte de ella se mete en la ciénaga de la pederastia y los abusos que, además, oculta y a los que no quiere hacer frente.
Una iglesia enviada sin nada, sin alforjas ni sandalias y que se llena de oro y de riquezas, con injustas inmatriculaciones, que la justicia humana tiene que afrontar y condenar para vergüenza de todos.
Una iglesia de diálogo como la de Pedro y Pablo en el Concilio de Jerusalén, que se va volviendo clerical, legalista y autoritaria y ni aún organizando un sínodo sobre la sinodalidad, le cuesta ponerse en camino sinodal y dialogante con el mundo y consigo misma.
Una iglesia donde María y las primeras mujeres estaban en oración con los apóstoles, unánimes y perseverantes, y ha ido, poco a poco, despojando a las mujeres de sus derechos como miembros vivos del pueblo de Dios bajo la sospecha de que habita en ellas el pecado como en Eva pero no la gracia como en María.
Una iglesia a la que todos son llamados, sobre todo los pecadores como Zaqueo, Mateo el recaudador de impuestos, la Magdalena y tantos otros y la iglesia ha ido creando compartimentos estanco para que no todos se sientan bienvenidos a la mesa común, desde una actitud inquisitoria que se resiste a retirarse definitivamente: Divorciados, sacerdotes casados, gais, políticos, jóvenes y algunos otros que se han alejado por no sentirse queridos.
Pero todavía estamos a tiempo, porque el Adviento es el tiempo del ya, de la inquietud por sentirnos convocados a Él y a ninguna otra cosa más. Si estamos a tiempo no perdamos el tiempo.

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