Reflexión en primera persona. San Pedro Nolasco, un santo singular
El carisma de La Merced hoy es un barco en plena mar.
“Nuestro primer deseo, nada más pisar tierra, fue dirigirnos en procesión hasta la ermita dedicada a la Señora para depositar en sus pies, entre lágrimas y palabras contenidas, todo el agradecimiento de que éramos capaces.”
Mirar atrás es un riesgo. Puedes quedarte prendado del pasado, contemplándolo en un gesto de orgullo, que te ata las alas y te hace volver la cabeza lejos del anhelado horizonte. Pero es necesario. Hoy miro hacia atrás y contemplo, como un largo camino de pasos, como una estela espumosa que se pierde en el mar de la historia, ochocientos años de entrega mercedaria. ¡800 años!
Jamás olvidaré, a pesar de mi torpe memoria, aquella primera redención que marcó mi destino, me lanzó a la aventura de la fidelidad, a pesar de mi infidelidad, y me trazó el horizonte con rojos colores luminosos de sangre.
Después de aquella primera redención vinieron otras y otras, cada una de ellas era un nuevo estímulo para cambiar de oficio. Comprar y vender telas empezaba a perder protagonismo en mí. Comprar cautivos era mi obsesión oculta, mi pasión más acariciada aunque me costaba reconocerlo y disfrazaba mis aventuras de comerciante arriesgado.
La segunda redención no tardó en llegar.
Ocurrió todo tan deprisa, tan espontáneo, que parece un capricho del destino, ¿O una ocurrencia de Dios? Era el año del Señor de 1204. Mi sangre corría en mis venas con velocidad de vértigo y mis músculos estaban dispuestos a estrujar el presente. Me rodeaba la ambición, como una tentación intermitente, y soñaba con conquistar el mundo, al menos mi mundo, dispuesto a derrotar a todo el que se interpusiera en mis propósitos. Con el tiempo entendí que la juventud es así, altanera y presuntuosa, hasta que los golpes del realismo van esculpiendo la auténtica madurez, aquella que nunca alcanzamos del todo. No es fácil conseguir, sin la prueba del tiempo, esa madurez y belleza de las estalactitas, talladas gota a gota, aliadas al tiempo y sin la prisa de los ardores juveniles. El tiempo no es la cárcel del cuerpo, es la oportunidad de la gracia, la posibilidad de tallar con hondura y perfección este espíritu humano que se resiste a fuerza de pecado a dejar de ser del mundo para ser mas de Dios.
Llevaba unos días preparando el viaje. Tenía que ir hasta Argel. A mis oídos había llegado la noticia de que algunos afamados comerciantes árabes traían a la ciudad de Argel telas escogidas de enorme belleza y calidad. El mercado barcelonés estaba parado y apenas había nuevas mercancías que estimularan el negocio. Era necesario, además, dar salida a los depósitos de telas catalanas de lino y algodón que apenas tenían demanda en el mercado. Había que arriesgarse. Sólo el que invierte es capaz de sacar rentabilidad. Un viaje a Argel suponía una inversión cuantiosa y una aventura arriesgada. Mi madre me apoyaba en la empresa aunque yo notaba en sus ojos que no le agradaba mi separación y vivía angustiada anhelando mi vuelta.
Hablé con marinos expertos, alquilé la nave apropiada y comenzamos los preparativos de lo que sería un enorme fracaso o una oportunidad de oro. Y de todo hubo un poco. Gasté mi dinero en los primeros cautivos y fue un fracaso mi negocio y, a la vez, una oportunidad de oro porque desde entonces saboreé una felicidad desconocida para mí que buscaría una y otra vez a lo largo de toda mi vida.
Partimos de Barcelona, rumbo a Valencia, ciudad árabe, el día 18 de diciembre, fiesta de la Virgen de la Antigua, según había decretado San Ildefonso de Toledo, en el siglo VII para todo el reino visigótico. Nos encomendamos a la Señora y todos los marineros, de pie en la proa, rezamos el Ave María a voz en grito. Nuestros ecos se perdieron conducidos por los vientos hasta el regazo azul de la Señora que llenaba el cielo y lo más profundo de nuestros corazones. Tú serás, le dije en el silencio de mi corazón, nuestra capitana; conduce nuestro timón y orienta nuestras vidas. Tú que eres el lucero brillante de nuestro cielo mediterráneo encamina nuestro bajel hacia las aguas transparentes de tu hermosura. Una gaviota surcó entonces nuestro cielo, como una mensajera improvisada, y le pedí que llevara sobre sus alas nuestra oración ante la mirada tierna de la Virgen Inmaculada.
En éstas andaba cuando pude percibir que la ciudad de Barcelona se perdía envuelta en la bruma del medio día y el mar ya nos abrazaba y nos rodeaba por entero. La vida a bordo recobró la monotonía de otras veces y cada uno se afanaba en sus tareas como si aún no hubiéramos zarpado. Cada noche subía hasta la cubierta donde los marineros se afanaban para maniobrar el aparejo y aprovechar mejor el pequeño viento que nos regalaba la noche. Allí, recostado sobre la borda, contemplaba la quietud de la noche y la oscuridad del horizonte. ¡Cuántas veces pensé que nuestra vida no era más que un navío de pequeña eslora, en medio de la inseguridad amenazante del mar y rodeada de la negrura del sinsentido! ¡Cuántas veces me sorprendió una raya luminosa y diminuta en el horizonte que presagiaba el día! Y siempre me consolaba pesando que aún la más oscura noche se veía sorprendida por la inocencia de la luz y brotaban de nuevo todas las esperanzas. Pero no es fácil ser hombre, no Señor, al menos ser hombre cabal, a pesar de las rayas luminosas que rompen la oscuridad de nuestros miedos. Cuando el miedo parecía adueñarse de mí me trasladaba hacia estribor pensando que allí la visión sería distinta; pero la noche seguía reinando también allí y parecía imposible que un pequeño rayo de luz pudiera arrebatarle su señorío.
Un viento furioso, en el comienzo del día, comenzaba a levantarse y arreciaba contra el aparejo. Los marineros gritaban desde la cubierta y los que dormían en la bodega se desperezaban mientras corrían a echar una mano. Había que recoger el aparejo para evitar embestidas descontroladas que podían llevarnos en dirección equivocada. Los marineros escalaban el mástil con la agilidad de las ardillas y tensaban y aflojaban las numerosas cuerdas fijadas a las poleas y estaquillas. Se avecinaba la tormenta. Aunque todos eran hombres rudos y expertos en la mar, un sentimiento de fino temor y de preocupación demacraba las caras y esbozaba rictus de miedo. Cuando el mar se alía con la tormenta su grito es ensordecedor y sólo cabe en nosotros un sentimiento de humildad y desprotección que nos obligan a la súplica. Yo he visto cómo enhiestos y musculosos marineros, en momento de intensa tempestad, se han postrado en el suelo suplicando clemencia y misericordia al todopoderoso, como niños asustados lejos de su madre.
Pero al fin todo se calmaba y un silencio sobrecogedor parecía llenarlo todo. Poco a poco, volvían de nuevo las risas y las canciones y el olor a café caliente llenaba la cubierta. Los marineros empapados, se calentaban al fuego mientras los grumetes achicaban el agua que había invadido las bodegas.
Por fin, la voz del vigía, rompió la monotonía del trayecto y, a la voz de tierra, todos nos encaminamos a la cubierta para contemplar agradecidos el horizonte. Una pequeña raya oscura, entre el cielo y el mar, difuminada por la bruma del amanecer, era el destino de nuestros esfuerzos. La alegría generalizada de llegar a tierra estaba empañada por la preocupación de la novedad que íbamos a encontrarnos en aquellas tierras extrañas y enemigas. Era el precio de nuestra ambición y estábamos dispuestos a pagarlo generosamente.
Apenas desembarcamos en Valencia nos dirigimos en tropel a recorrer la ciudad. Nuestras miradas se quedaban clavadas en las ventanas de las mazmorras contemplando aquellos rostros demacrados de los cautivos y aquellas manos huesudas caídas entre los barrotes en actitud de súplica. Eran cristianos apresados en las innumerables batallas de frontera; hombres y mujeres inocentes, ajenos a los intereses políticos de los poderosos, que vivían, cuando no mal morían, lejos de sus familias, de sus tierras y de su fe. El espectáculo era estremecedor. Eran cristianos como nosotros sobre los que se había cernido el zarpazo de la cautividad. ¡Cristianos! Oíamos de vez en cuando en boca de aquellos cautivos, en una mezcla de alegría y de tristeza amasada por sus recuerdos. Os confieso que un estremecimiento de horror y de compasión me invadió las entrañas y hubiera deseado gritar ¡basta! Y luchar hasta el amanecer por otorgarles su libertad.
Pero yo era un comerciante, no un guerrero; era un hombre de negocios, no un fraile; era un laico que se ganaba la vida con sus negocios. Algo, sin embargo, dentro de mí, me acusaba de ser cristiano y de no tener suficiente valor para reconocerlo en la herida de la cruz, en la cautividad. El rostro del Nazareno cobraba firmeza en los rostros de aquellos cautivos pero yo me negaba a reconocerlo. Noté que los marineros me miraban preguntándose. Ellos también sentían el aguijón del horror y la misericordia que brotaba entre las rendijas del alma.
Tal vez podíamos, pensé entonces, separar algunos maravedíes de oro para comprar la libertad de algunos cautivos más necesitados, enfermos o en verdadero peligro de renegar de su fe. Tal vez, incluso, podían sernos útiles en el viaje de vuelta en caso de algún imprevisto ataque de bandoleros. Tal vez así se calmaría mi corazón inquieto y podía finalmente hacer un buen negocio económico sin que la conciencia me acusara de avaro e inhumano. No se puede ser tan visceral en los negocios. Pero las cosas son como son y así ha querido Dios que sea yo.
Así lo dispuse y nos dirigimos al bazar de la ciudad donde se compraba y se vendía todo lo inimaginable, incluidos los seres humanos.
Después de adquirir el primer cautivo, la tentación de comprar algunos más era demasiado fuerte. Contemplar sus rostros de sufrimiento y sus ojos suplicantes era para mí una auténtica tortura interior que no me dejaba en paz. Los marineros celebraban con gozo la adquisición de cada uno de los cautivos y algunos de ellos rebuscaron en sus bolsillos algunos maravedíes para sumarlos a los que estaban destinados a la adquisición de telas y así poder liberar a más cristianos de las cadenas de su esclavitud. En unas horas, que pasaron como un suspiro, una verdadera legión de cautivos liberados nos rodeaba, henchidos de gozo, y soñaban con la vuelta inmediata a Barcelona.
Pude ver en los tenderetes del bazar, telas de seda y tules finísimos, bordados de oriente y pinturas chinas. Pero entonces apenas me quedaban unos maravedíes para adquirir algunos víveres para el camino de vuelta. Nuestro viaje previsto a Argel se había frustrado. ¿Qué importaba? Habría más oportunidades, más viajes. Era sólo cuestión de tiempo. Y decidimos volvernos a Barcelona con nuestro preciado botín.
Había fracasado como negociante. Estaba arruinado para mucho tiempo. Pero en mi corazón había un concierto de voces que llenaban de paz mi interior y me devolvían el gozo de vivir y de creer. Nunca hasta entonces había sentido que mi fe fuera tan firme, tan coherente y estuviera tan cerca de Dios. Una felicidad inexplicable y silenciosa me invadió por entero y hubiera deseado que el tiempo se detuviera allí para siempre. Me vino al recuerdo la imagen de la Señora y creí que sonreía en mi imaginación y su mirada me acariciaba con una ternura infinita.
La vuelta fue una fiesta interminable. Nunca nuestra bodega había vuelto llena de mercancía tan valiosa. Nunca me he sentido tan querido como por aquellos cautivos. Todas las miradas clavadas en el horizonte soñaban con Barcelona, con sus esposas e hijos, con sus padres y madres, y con el rostro de la Señora ante cuyos pies querían postrarse, agradecidos, nada más desembarcar. Hubo llantos y canciones, oraciones y silencios, y, por fin, un grito de alegría resonó en la cubierta cuando empezamos a vislumbrar la hermosura de la tierra en una pequeña raya oscura abrazada por el mar y el cielo en la lejanía del horizonte.
Nuestro primer deseo, nada más pisar tierra, fue dirigirnos en procesión hasta la ermita dedicada a la Señora para depositar en sus pies, entre lágrimas y palabras contenidas, todo el agradecimiento de que éramos capaces.
No puedo precisar cuántos cautivos fueron los redimidos; ahí me vence el tiempo y esa capa amarilla se vuelve demasiado opaca para poder mirar más allá de los años. Pero fue un grupo numeroso. Era la segunda redención y, sobre todo, la confirmación de que yo era más feliz redimiendo cautivos que negociando con las preciosas telas de oriente.