No podemos dejar de amar La vida consagrada no es fachada.

Pasión por el fondo, no por la apariencia.

Recuerdo, cuando era muy pequeño, con cinco o seis años, y salía con un pequeño rebaño de cabras a pastar al monte, que con frecuencia perdía a mis cabras, o ellas me perdían a mí, porque yo me quedaba casi extasiado contemplando la hermosura de las telas de araña o la belleza de las peonías en medio de las pedrizas y de las jaras y retamas o, simplemente, escuchando el canto de los polluelos en tiempo de cría. Y desde entonces yo desarrollé un sentimiento muy fuerte de admiración y de amor a la naturaleza que me llevó, con la ayuda de mi madre, al descubrimiento del Dios creador. Y recuerdo cómo improvisaba mi oración, en lo alto del monte, contemplando las inmensas llanuras de La Mancha, agradeciéndole a Dios tanta maravilla en mi camino de pastor. Decía mi padre, cuando me veía contemplativo: “Éste pronto se me escapa del rebaño, le van a gustar los libros”.

Recuerdo también una fuente de agua limpísima y fresca en la ladera de un monte llamado “El Madroñal”, hacia la que siempre yo conducía a mis cabras para poder saciar la terrible sed del verano manchego. Desde media mañana yo arrastraba una profunda sed que calmaba en la fuente del Madroñal.

¿Por qué os cuento todo esto? Porque  siento que cada día la gente tiene más sed de sentido, Dios. Que hemos sido impactados por Él. Que, entre tantas ocupaciones y cosas como nos rodean, nada ha conseguido arrebatarnos esa sed de Dios y esa búsqueda apasionada de su presencia.

Yo quisiera, en estos tiempos tan lejanos ya de la niñez, tener la misma pasión  por encontrar a Dios que tenía por llegar a la fuente de El madroñal. Que no se pague nuestra sed. Aunque vivamos tiempos complejos y afloren las incertidumbres, aunque sintamos la fuerza de la noche oscura. Como dice la canción: “De noche, iremos, de noche, que para encontrar la fuente sólo la fe nos alumbra.”

Creo que aún existe la gratuidad y el amor se disfraza de mil maneras para seguir amando. No podemos dejar de amar, no podemos renunciar a ser amados, y nuestra vocación humana es una apuesta por el amor encarnado, con todas las de la ley. Sólo el amor nos redime.

Hay ya demasiados desiertos y tierras salobres en la vida para seguir sembrando sal. El ataque y la guerra sobre Ucrania nos ha roto la ingenuidad y hemos descubierto el mal en primera fila y con nombre propio. Nuestra apuesta es por el amor, por regar con nuestros afectos las amplias praderas de la calle que Dios nos ha regalado para nuestro regocijo.

Porque teniendo sed de Dios, auténtica sed, de esas que nos dejan la garganta seca y salada, seremos incapaces de beber solos el agua de la fuente. Necesitaremos compartir el agua con nuestros hermanos. Tener sed de Dios es lo mismo que tener entrañas misericordiosas. ¿Quién, si no el sediento, dará con más amor un vaso de agua  a quien se lo pida?

Encontrar a Dios es descubrir al Cristo encarnado, sufriendo por amor hasta la entrega de la cruz. Hay mucha sed en la vida; somos, sobre todo, hombres y mujeres sedientos. Sedientos de afecto, de comprensión, de escucha, de dignidad, de futuro, de hogar, de diálogo… eternamente sedientos. Y no acabamos de saciar nuestra sed porque siempre acudimos a la misma agua, a la del pozo de Jacob, al agua que iba a buscar la samaritana: proyectos, esquemas, horarios, cosas y más cosas… Apostar por Dios y sobre todo por Él es saborear el agua viva; ésa que nos hace testigos y nos lanza a la aventura de celebrar y compartir nuestra fe con gozo, sin complejos, con la valentía de quien se siente bendecido y privilegiado. Ésa agua que sí calma la sed del corazón porque nos pone en experiencia de discipulado, de búsqueda, de humildad…de hombres y mujeres que se sienten, sobre todo, humanos.

Porque los consagrados de hoy ya hemos superado la batalla de lo circunstancial. Estamos hartos de tanta cáscara y queremos insistir en lo esencial.

Hace ya algunos años,  a propósito de una entrevista en televisión, me escribía una señora de Madrid y me decía: “Cuando le vi en televisión  pensé que se trataba de un artista o de un deportista. Y me dio mucha pena saber que era religioso ya que ningún signo externo mostraba la radicalidad de su vocación.”

Le escribí a esta señora y le dije que no tengo interés de que ningún signo externo muestre la radicalidad de mi vocación. Porque ningún signo externo puede mostrarla aunque se empeñe.  Deseo que lo muestre mi coherencia, mi humanidad, mi pasión por Dios, mi compasión por los pobres y mi compromiso con la justicia,  pero no los signos externos. Los signos externos tienen, como mucho, vocación de fachada – y a mí me gustan las fachadas artísticas- pero lo que hace que una casa sea hogar es la vida que hay dentro, la alegría y el amor que se comparte y el futuro que se trabaja desde la aportación de todos los que la habitan. Los signos externos pretenden, no pocas veces destacar sobresalir sobre el conjunto de los mortales. En el fondo puede ser un signo de superioridad. Si a algunos les faltara el hábito o el traje negro clerical se sentirían unos “don nadie”.

Así quiero yo que sea mi vida: casa habitada y abierta, casa de todos, donde se enciende la hoguera de Dios y arde para dar luz y calor a todos, especialmente a los pobres.

Allí donde la vida se percibe como total gratuidad, y lo es, tenemos más dificultades para poner precio a las cosas. Y ése es el más rico patrimonio que poseemos los consagrados, que hemos recibido de nuestros fundadores: Que se han dado por entero porque se han sentido bendecidos por completo. Que se han hecho cercanos a los pobres porque ellos se han visto en el espejo de Dios absolutamente pobres, sin altavoces ni publicidades,  que se han hecho castos porque no podían excluir a nadie de su amor; que se han hecho obedientes porque han descubierto que su vida ha sido un don para darla, un regalo para regalar una oportunidad para que otros puedan tenerla.

  Ya ha pasado el tiempo de ser para nosotros, de vivir para nuestros votos, para nuestros hábitos, para nuestras constituciones y para nuestra congregación. Eso es egoísmo disimulado de virtud. Somos consagrados para consagrar el mundo, para caminar con los hombres y mujeres de hoy a su lado compartiendo sus sufrimientos y conquistas, para ser denuncia y profecía en una sociedad sometida al capital, para ir abriendo espacios de humanidad y de lucha por la justicia. Y cuando vivimos esto de verdad se llenan de sentido nuestros votos y nuestros horarios, nuestros esquemas y nuestras programaciones. Pero no al revés.

Sabemos que otro mundo es posible desde el corazón de Dios. Y yo quiero aprenderme esta lección y deciros que otra vida consagrada es posible desde el corazón de la humanidad.

 No sabemos muy bien cómo tenemos que hacerlo y vivirlo. Ignoramos el futuro inmediato y no sabemos por donde irán nuestros pasos, pero tampoco es nuestra misión adivinar el futuro. Lo nuestro es la incertidumbre, la intemperie… el abandono en manos de la providencia. Pero si, poco a poco, vamos sumando voluntades habremos conquistado en poco tiempo el espacio que Dios habita: el corazón de la humanidad.

Queremos vivir y profesar este ideal sintiéndonos todos uno, laicos, sacerdotes, consagrados y consagradas. Sólo así nos sentiremos  convocados a la fiesta de la vida cristiana, que es la fiesta de la sinodalidad.

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