El abrazo de los muertos

El paso del tiempo tiene la virtud de desapasionar la lectura de la historia. Los aniversarios pueden traer su recompensa en forma de análisis sosegado y balanceado, de reflexión con perspectiva de tiempo. En este conveniente repaso desapegado del acontecer colectivo, hemos contado entre nosotros con eminentes maestros, tanto en lo que se refiere a su mirada, como a su pluma.

En Euskadi también tuvimos nuestro particular Dionisio Ridruejo, esa suerte de privilegiada alma capaz de vibrar con los dolores de todos los bandos. Se llamaba José de Arteche y su libro “El abrazo de los muertos” marcó mi primera noche de adolescente insomnio. Arranqué con él porque entre sus cuestionadas páginas, aparecía mi tío. El hermano de mi padre ejerció de médico en el frente de Elgueta con el bando de los alzados. Después, ya adentrado en la vorágine de la contienda norteña, no pude soltar el relato. El libro más importante del escritor vasco tuvo un “parto difícil”, pues la censura no le permitió ver la luz hasta 1970.  Antes de “hacerse a la mar”, el biógrafo de nuestros más insignes marinos y navegantes sufrió por partida doble, por los que habían caído de uno y otro lado en nuestra guerra fraticida. No terminamos de ver un ideal en sumar al franquismo, sin embargo él, en la pura noche de la post-guerra dedicó su libro a “todos los que murieron luchando por un noble ideal”.

El convencido creyente, azpetiarra de nacimiento, pero donostiarra de adopción, narró con acierto el San Sebastián previo al fatal alzamiento. Entre las heroicas singladuras de los Oquendos y los Blas de Lezo, rendía su pluma a ese superior ideal de la reconciliación. Por mi parte, tras haber devorado sus tan intensas como ecuánimes páginas, tocaba poco a poco olvidarlas. Los obligados doctrinarios marxistas fueron desplazando una obra familiar, pero al fin y al cabo desbordada de “cristiana tibieza”.

La historia sigue sin embargo reclamando lecturas templadas, amén de abrazos atemporales, imprescindibles. No sé por qué curiosos caminos vuelve con tanta fuerza José de Arteche. Trato de averiguar por qué releo con tanto interés al escritor católico. Será seguramente porque después de los fuegos que prendimos, buscamos casco de bombero y letra sabia, serena que nos reconcilie con nosotros mismos, con nuestro propio y también agitado pasado. En alguna etérea estancia el discreto empleado de la Diputación guipuzcoana atiende nuestro agradecimiento. Su legado perdura más allá del momento que sacó lo mejor de su persona y oficio. Su enseñanza tenía un marco concreto, el Donosti revolucionario, la Gipuzkoa explosionada en guerra, pero su esencia de compasión y abrazo sin fronteras rompe los tiempos.

Hoy al igual que ayer, al igual que siempre, somos invitados/as a adherirnos a ese reclamo con el que ya en los setenta nos retó Arteche. Somos convidados a abrazar otros muertos aparte de nuestros propios muertos, a integrar otros dolores y sus relatos. El asesinato de Gladys del Estal marcó nuestra generación, nuestro Donosti rebelde y ecologista de los ochenta. Cambió incluso hasta la denominación de nuestro parque más familiar. Un insensato uniformado, respaldado por una dictadura ya descompuesta y en sus últimos estertores, la descabalgó de la bicicleta, la privó de aquellas alegres y coloridas marchas, la arrebató de nuestra cercanía. Bien temprano, Gladys nos enseñó que los ideales en los que seguimos creyendo de un mundo más verde y solidario, merecían toda la entrega. Han pasado cuarenta años y otras muertes políticas se fueron sumando en nuestra pequeña y hasta hace bien poco convulsa geografía, fúnebre goteo de diferentes colores, galones o bandos. ¿Se ensancharon nuestros brazos en la misma medida? ¿Fuimos capaces de hacer nuestros todos los caídos? Por más que el abuso y el atropello sólo nos puede encontrar radicalmente enfrente, quizás es llegada la hora de deshacernos de nuestro a menudo exceso de componente banderizo o tribal.

Dicen que el derecho de propiedad se extingue post-mortem. La muerte no nos igualaría, pero sí tendría la particularidad de volvernos más hermanos en nuestra enorme diversidad. Si en algo nos ha aleccionado la mal llamada muerte, es que en realidad no habría muertos nuestros y muertos de los otros. Todos serían nuestros muertos, ya vistan uniforme verde, ya pedaleen con una flor en los labios. ¿Qué uniforme vestimos ayer, en qué uniforme nos enfundaremos mañana? ¿Y si no calzáramos siempre el mismo color, la misma ideología? Quizás no haya tuyo, ni mío al expirar el último aliento. Quizás los muertos nos susurran que en el escenario de la verdadera vida no hay etiquetas, que el recuerdo es siempre invitado a repartir por igual.

Cuarenta años no son nada. Hubiera pedaleado con gusto el pasado sábado al igual que antaño en recuerdo de Gladys. Había tanto ideal en aquellos corazones, en aquellas marchas. Seguiremos defendiendo “el sol, el agua y la libertad”, seguiremos pedaleando por una nueva tierra en la que triunfe el noble anhelo de la reconciliación, en la que los muertos atiendan a la invitación de Arteche; en la que los vivos, muy por encima de todas nuestras diferencias, alcancemos también, siquiera en el arranque del estío, a abrazarnos mutua y fraternalmente.

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