#sentipensares Un Grito por la Igualdad en la Iglesia: Más Allá del Poder, Hacia la Vocación y el Perdón

"Si realmente deseas algo, haz todo lo posible por conseguirlo, incluso cuando los demás te reprenden, te humillen y te dicen que lo dejes. Si realmente lo deseas, ¡sigue gritando!" Papa León XIV
| Merche Saez

Las recientes palabras del Papa en la catequesis del miércoles: "Si realmente deseas algo, haz todo lo posible por conseguirlo, incluso cuando los demás te reprenden, te humillen y te dicen que lo dejes. Si realmente lo deseas, ¡sigue gritando!", resuenan como un poderoso himno para muchas mujeres católicas. Es una profunda llamada a la perseverancia para aquellas que anhelamos ejercer nuestra fe con plena igualdad dentro de la Iglesia. Esto no es solo un aliento; es una hoja de ruta, una declaración de principios para quienes nos sentimos movidas a transformar estructuras anquilosadas y a desmantelar las barreras invisibles que, irónicamente, han sido erigidas dentro de la propia casa de Dios.
La tensión inherente a esta aspiración es innegable. Nuestra fe nos invita a la humildad, al servicio desinteresado y a la obediencia. Sin embargo, nuestro profundo amor por la Iglesia, un amor visceral que nos impulsa a desearla más justa y plena, también exige coraje y determinación. Porque amar no es simplemente asentir; es también cuestionar con respeto, proponer con convicción y, cuando sea necesario, alzar la voz cuando la realidad se desvía de los principios evangélicos de dignidad y equidad.
Las mujeres que anhelamos servir a Dios y al pueblo en igualdad de condiciones con los hombres,a menudo nos enfrentamos a un muro de incomprensión y resistencia. Este muro, construido con siglos de tradición y, a veces, con la frialdad de una jerarquía que se proclama guardiana de un orden inmutable, ha infligido heridas profundas. La humillación, la condescendencia y el silenciamiento han sido, para muchas, el pan de cada día en nuestro camino de fe. Se nos ha dicho que no es su lugar, que nuestra vocación es otra, que nuestro rol está definido por una interpretación restrictiva de la escritura y la historia. Y, sin embargo, si realmente lo deseamos, si esa llamada resuena con fuerza divina en nuestros corazones, ¿cómo podemos permanecer en silencio?
El mandato papal se convierte así en un estandarte. No se trata de una rebelión ciega o un desafío caprichoso. Es un acto de profunda fe y lealtad. Porque "seguir gritando" no es meramente una metáfora de protesta; es un grito de amor y pertenencia. Es la voz de quienes, con la misma devoción y celo que sus hermanos, deseamos contribuir plenamente a la misión de la Iglesia, aportando nuestra sabiduría, nuestra compasión y nuestros dones únicos. Es la insistencia de quienes sabemos que la Iglesia, en su plenitud, solo puede ser verdaderamente universal cuando abraza y valora a todas sus hijas e hijos por igual.
La jerarquía eclesiástica y el clero, que a menudo parecen empujar puertas para mantenerlas cerradas, deben entender que esto no es un ataque, sino una llamada a la autenticidad. No se trata de socavar la autoridad, sino de redescubrir la autoridad moral que emana de la justicia y la inclusión. Es un recordatorio de que la Iglesia está llamada a ser un reflejo del Reino de Dios, donde no hay "ni hombre ni mujer" en cuanto a dignidad y valor, sino solo hijos e hijas amados de un mismo Padre.
La Distinción Crucial: Vocación, No Poder
Esta aspiración a la igualdad no surge de un deseo de poder terrenal o ambición mundana. Las que sentimos esa llamada no buscamos imponernos por la fuerza, sino servir a través de la entrega y el seguimiento radical del Evangelio.Nuestra motivación es la misma que ha impulsado a innumerables hombres y mujeres a lo largo de la historia de la Iglesia a dedicar sus vidas a Cristo y a Su comunidad: la vocación.
Aquí radica un punto crucial de incomprensión: la convicción de que para una mujer sentir una llamada al sacerdocio es una vocación genuina, no una mera "ilusión", como lamentablemente expresó el Papa Pablo VI en su momento. Para muchas mujeres, esta llamada resuena con la misma fuerza, certeza y fuego interior que en un hombre. No es un capricho o un anhelo personal sin fundamento, sino una inspiración divina, un impulso del Espíritu Santo que nos impele a la entrega total en el servicio sacramental y pastoral de la Iglesia.
Negar esta vocación no solo es doloroso para quienes la experimentamos, sino que también empobrece a toda la comunidad eclesial. Priva a la Iglesia de talentos, carismas y perspectivas únicas que podrían enriquecer profundamente su misión evangelizadora. Cuando la llamada al sacerdocio se percibe como una vocación auténtica, no como una aspiración de poder, la discusión se traslada de una cuestión de autoridad a una de fidelidad al Espíritu, que sopla donde quiere y llama a quien elige, sin distinción de género.
La Urgente Necesidad de Escuchar y Perdonar
Más allá de la clara distinción entre vocación y poder, es igualmente vital: la Iglesia tiene mucho que escuchar a la mujer y que pedirle perdón. Siglos de exclusión, marginación y, a menudo, supresión directa han dejado cicatrices profundas. El dolor de que los anhelos espirituales más profundos sean invalidados, o que los propios dones no se consideren aptos para ciertos ministerios, es inmenso.
Escucharnos a las mujeres significa más que solo oír nuestras palabras; significa comprender verdaderamente nuestras experiencias, ideas contribuciones teológicas y trayectorias espirituales. Significa reconocer las profundas formas en que nuestras voces han sido históricamente silenciadas o desestimadas. Este tipo de escucha debe conducir a un arrepentimiento genuino y a una sincera petición de perdón por las injusticias sistémicas y los daños individuales infligidos en nombre de la tradición o de una autoridad percibida. Solo a través de este proceso de escucha honesta y reconciliación sincera se puede comenzar a reconstruir la confianza y florecer una verdadera comunión.
Este camino será largo y arduo. Requerirá no solo valentía y persistencia, sino también una delicada mezcla de firmeza y caridad. Será necesario denunciar la injusticia con voz clara, pero siempre con respeto y amor por la institución. Será fundamental construir puentes de diálogo y extender manos donde haya resistencia. Porque, en última instancia, el objetivo no es la confrontación, sino la transformación, la construcción de una Iglesia más acogedora, inclusiva y fiel a su propio mensaje evangélico.
Las mujeres que deseamos formar parte de la iglesia estamos llamadas, a encarnar la perseverancia que el propio Papa ha elogiado. Nuestro grito, aunque a veces se ahogue en la incomprensión, es un grito de vida, de fe y de esperanza por una Iglesia que respire con ambos pulmones —el masculino y el femenino—, en plena igualdad.
