#sentipensares2025 La herida abierta de la pederastia clerical
| María Andrea González Benassini
Este fin de semana nos dimos a la tarea de ver la recién estrenada serie sobre la vida del artista y cantante mexicano Juan Gabriel en la plataforma Netflix*. La propuesta documental, llamada “Juan Gabriel, debo, puedo y quiero”, es dirigida y realizada maravillosamente por tres mujeres mexicanas, dato que no es menor: denota un cuidado especial en la realización y un respeto consciente al personaje. Aquí deseo felicitar la dirección de María José Cuevas y la producción de Laura Woldenberg e Ivonne Gutiérrez por el trabajo de revisión, recuperación y selección de tan valiosos materiales que extraen de un archivo de décadas y lo devuelven a luz.
La propuesta se presenta en cuatro capítulos, con el propio artista como protagonista único, quien durante cuarenta años acumuló un archivo personal de fotografías, recortes de prensa, dibujos, audios y vídeos —y esta ingente documentación, tras una cuidada selección, constituye la esencia de la serie, complementada con testimonios de quienes convivieron con él.
La docuserie nos ofrece una ventana esclarecedora hacia la difícil vida de un artista marcado por heridas tempranas: la institucionalización a los cinco años, la fuga a los doce, sus detenciones ya siendo adolescente, sus orígenes humildes, su ascenso al estrellato, las amistades y los hijos, pero sobre todo la soledad que se respira desde el abandono y la afán de llenar ese vacío escribiendo canciones y melodías que brotan del crisol de su propia experiencia vital.
Ahora bien, quiero detenerme en un dato que aparece en el primer capítulo: aparecen documentos del Tribunal de Menores con la declaración ministerial de Juan Gabriel (Alberto Aguilera Valadez) en la que se describe su orfandad, su soledad y la carencia de apoyo familiar. Al mismo tiempo, la serie presenta la voz en off de su entrañable amigo Jesús Salas, quien narra el peregrinar de Alberto por cárceles juveniles en Juárez a los 16 y 17 años y relata el abuso sexual perpetrado por un sacerdote cuando él, niño, trabajaba en una casa como mozo. Este dato —nuevo para mí— detonó una furia terrible desde mi posición de madre, esposa, catequista y teóloga católica.
El abuso sexual de un menor, cualquiera que sea su contexto, nunca puede tratarse como un “dato más” de la biografía de alguien; sus secuelas trastocan la vida entera. Y aunque la serie no se detiene exhaustivamente en este hecho —la directora y productoras quizá lo entienden como parte del conjunto, no como foco exclusivo—, para mí es un elemento crucial que exige alzar la voz. Porque lo que allí se vislumbra es la convergencia de una herida infantil con el silencio institucional.
Desde mi fe, me detengo para reflexionar y para invitar a cada lector y lectora de este portal digital a levantar la voz ante un hecho sistemático y brutal de una iglesia que profesa la misericordia y el cuidado de los más débiles, que declara amar a los niños, y sin embargo fue escenario de un mal que utilizó precisamente ese poder —moral, institucional— para dominar, agredir, silenciar. Como lo ha dicho el Papa Francisco: “abusan de los débiles, valiéndose de su poder moral y de la persuasión… abominaciones y siguen ejerciendo su ministerio como si nada hubiera sucedido”.
Entendemos por abuso sexual “cualquier tipo de acto sexual, entendido como contacto corporal genital o exhibición genital, con el objeto de obtener placer sexual, realizado con un menor de edad o persona legalmente equiparada, o con un adulto sin su consentimiento pleno” [1]. Desde la perspectiva de la teología de la liberación, el abuso sexual clerical es considerado un pecado estructural, porque acontece en el interior de una institución patriarcal eclesial como práctica legitimada estructural e institucionalmente por la jerarquía a través del encubrimiento, de la reasignación de agresores, de la doble vida y la falta de transparencia.
Si buscamos pruebas de que esta no es una cuestión anecdótica sino estructural, encontramos estas cifras con números que estremecen:
- En Francia, una comisión independiente estimó que al menos 216 000 menores fueron víctimas de abuso sexual por parte de sacerdotes, diáconos o religiosos entre 1950 y 2020 [2].
- En Portugal, un estudio independiente estimó al menos 4 815 víctimas de abusos sexuales cometidos por miembros de la iglesia católica desde 1950 [3].
- En Chile, ha sido un epicentro del escándalo de abusos clericales, llevando a una crisis institucional profunda en la Iglesia del país.
- En España, un informe del Defensor del Pueblo de 2023 estimó en 440,000 las posibles víctimas desde 1945. La Conferencia Episcopal Española ha reconocido más de 1,000 casos tras años de negación, y un quinto informe con nuevos testimonios elevó a más de 1,500 los acusados en mayo de 2024, muchos de los cuales siguen procesos.
- En México, la Conferencia del Episcopado Mexicano ha reconocido más de 200 investigaciones de abuso sexual en la última década, con un total de 426 sacerdotes investigados en años recientes. Al menos 152 sacerdotes han sido suspendidos de su ministerio, más no castigados civilmente en años recientes debido a acusaciones de pederastia. Solamente en la orden fundada por el mexicano Marcial Maciel (él mismo acusado de abusos masivos), los Legionarios de Cristo, ha reconocido al menos 175 víctimas de abuso sexual por parte de sacerdotes de la orden, incluyendo al fundador. Diecisiete sacerdotes mexicanos de esta orden han sido acusados y ninguno procesado.
Los datos aquí presentados dan cuenta de este pecado estructural y complicidad de pactos patriarcales entre pares que permiten obstaculizar, cubrir y banalizar el mal. Como muestra tenemos que en estos últimos meses, dentro de la orden Salesiana, el padre Jaime Reyes abusó de un menor por años, siendo encubierto por el cardenal Ángel Fernández Artime [4], y dentro de la Legión de Cristo, dos casos este año ventilados: Marcelino de Andrés y Antonio Cabrera [5] quienes seguramente quedarán libres e impunes.
- A nivel universal, la iglesia ha dado pasos normativos: el motu proprio Vos estis lux mundi, promulgado por el Papa Francisco en 2019, estableció procedimientos contra el abuso sexual de menores y personas vulnerables, el encubrimiento y la falta de denuncia [6].
Estas cifras y normas no son sólo estadísticas o documentos: son testimonios de vidas rotas, de silencios prolongados, de complicidades de poder que callaron durante décadas. Y también —puede y debe ser— principio de una llamada radical a la conversión.
Volvamos entonces al caso de Juan Gabriel. ¿Por qué traerlo a la mesa de esta reflexión? Porque su historia, su archivo personal, su voz… nos muestran la fuerza creadora del arte que brota del dolor, pero también revelan cuán profunda puede ser la herida infantil cuando faltó el amparo, cuando pesa el abandono y cuando se silencia el abuso. Ese niño fugitivo, ese aprendiz de la soledad, ese hombre‑estrella que canta para llenar lo que no se dio, nos interpela como cristianos: ¿qué voz dio la Iglesia a ese niño? ¿Quién lo sostuvo? ¿Quién reconoció antes su talento que su desgracia?
Y cuando ese abuso es cometido por un sacerdote, dentro de una institución que predica precisamente el cuidado del débil, el “alta” moral, el testimonio evangélico, la traición es todavía mayor. La herida es doble: la del agresor y la del que debería proteger. Y esa herida se vuelve abierta cuando la institución calla, encubre, minimiza.
Este artículo no pretende enumerar todos los casos —no es ese su objetivo— sino asentar que detrás del brillo artístico y la fama pueden esconderse pasajes de dolor que exigen corresponsabilidad eclesial. Una Iglesia que canta el amor y practica el silencio está llamada a convertirse. Un niño herido—como Alberto Aguilera—también es símbolo de muchas otras voces silenciadas.
¿Cómo responder como comunidad de fe? Primero: escuchar. Escuchar la vida, el testimonio, el dolor. Segundo: reparar, no sólo con compensaciones económicas, pero sobre todo con verdad, memoria y acompañamiento. Tercero: convertirse: cambiar estructuras que permitieron el mal: el clericalismo, la opacidad, el poder sin rendición de cuentas. Porque como ya advirtió el papa Francisco, “el momento de la ambigüedad y de la ingenuidad ha terminado”.
Pido al lector y a la lectora que mientras reflexionan sobre el genio musical de Juan Gabriel no olviden al niño que fue, al herido que canta y al contexto que lo dejó solo. Que mientras celebramos su legado artístico también interroguemos los muros de silencio e impunidad de la Iglesia. Que la herida abierta de la pederastia clerical no siga siendo un grito silencioso de las víctimas, no siga siendo un eco sin respuesta. Que la música siga sonando, sí; pero que la verdad y la justicia pronta y expedita sea la nota más alta que esta Iglesia pueda entonar: ¡tolerancia cero!
Notas
* https://www.netflix.com/mx/title/81977112
[1] CIASE, “Sexual Violence in the Catholic Church”, Francia, 2021.
[2] Ibid.
[3] Associated Press, “Portugal church sex abuse study: Victims may number 4,800”, 2023.
[4] Obediencia y encubrimiento: El caso de abuso sexual en el corazón de los Salesianos que llega a la cúpula del Vaticano. Aristegui Noticias (22-10-25) https://aristeguinoticias.com/2210/investigaciones-especiales/obediencia-y-encubrimiento-el-caso-de-abuso-sexual-en-el-corazon-de-los-salesianos-que-llega-a-la-cupula-del-vaticano/
[5] Los otros lobos de Dios: ecos de Marcial Maciel en Madrid y CdMx. Milenio (24-08-25)
https://www.milenio.com/policia/antonio-cabrera-marcelino-andres-ecos-marcial-macielhttps://www.milenio.com/policia/antonio-cabrera-marcelino-andres-ecos-marcial-maciel
[6] Papa Francisco, Motu proprio *Vos estis lux mundi*, Ciudad del Vaticano, 9 de mayo de 2019.