#sentipensares2025 El hogar no es un lugar. El hogar es un acto de fe

| Yolanda Chávez
“No tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura.” (Heb 13,14)
El desplazamiento es una herida universal. No se trata únicamente de perder una casa o dejar una tierra: es la intemperie en el alma, la sensación de no tener dónde reposar la cabeza ni dónde guardar la memoria. En medio de esa intemperie, surge la pregunta inevitable: ¿dónde está Dios cuando el hogar se vuelve escombro, frontera cerrada o silencio impuesto?
Hoy más de 123 millones de personas en el mundo han sido forzadas a dejar su lugar de vida. En Sudán, la guerra civil ha empujado a más de doce millones a huir, muchos de ellos por segunda o tercera vez. En Gaza, hay familias que han tenido que escapar hasta once veces de sus hogares destruidos. En los campamentos de Bangladés, más de un millón de rohinyás siguen confinados sin derechos, viviendo un exilio interminable. Y en Siria, Afganistán o Ucrania, generaciones enteras han crecido con la condición de refugiados como única herencia.
Ante estas cifras que parecen infinitas, la fe podría marchitarse. Y sin embargo, en medio del éxodo, la fe resiste. Brota en una oración susurrada bajo una lona improvisada, en el canto que desafía el miedo, en la memoria de una tierra que se convierte en liturgia del corazón. Es la fe del Dios del Éxodo y de Rut, el Dios que camina con los pueblos migrantes y hace de su vulnerabilidad un lugar de revelación.
Yo misma he experimentado el desarraigo. No escribo desde la teoría sino desde las manos que han empacado vidas enteras en cajas, desde la mirada que se ajusta a un horizonte nuevo y desde la pérdida de un suelo que parecía firme. He descubierto, sin embargo, que el desplazamiento no es solo vacío: es también un espacio teológico, un umbral en el que Dios se manifiesta en el quiebre y en el lamento. El lamento no es derrota, sino la oración más sincera del corazón despojado.
Ya no pongo mi esperanza en la institución eclesial. Demasiadas veces se queda como espectadora, distante del dolor real. El llamado hoy no es para ella, sino para nuestras conciencias. El desplazamiento nos obliga a repensar qué significa hogar, tierra y pertenencia. Ya no se trata de geografías ni de pasaportes, sino de algo más radical: pertenecer desde el propio cuerpo, desde la experiencia vivida. Soy quien soy, no por el lugar donde vivo, sino por lo que vivo.
Esa es quizá la raíz de la fe en tiempos de desplazamiento: reconocer que el único suelo firme es nuestra existencia, con sus heridas y sus luces. Creer no significa tener certezas, sino caminar descalzas en medio de las ruinas y aun así cantar. Encender pequeñas hogueras en la intemperie, allí donde parece no quedar nada.
En la fe en tiempos de desplazamiento no hay tierra prometida. Hay camino. No asegura casa, sino compañía. No garantiza fronteras abiertas, pero sí la certeza de que Dios mismo se desplaza con su pueblo hasta que todos tengan la dignidad de un lugar donde habitar.
Sin pertenencia, soy raíz en el viento, Dios me sostiene.