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Si miráramos a la Iglesia con rostro de mujer,
la iglesia aprendería a mirar distinto. No le preocuparía primero la obediencia, sino el hambre y las heridas. Vería en las arrugas de la frente las noches sin dormir por otros, y en los ojos cansados, el fuego callado de quienes aman sin descanso.
Si la Iglesia mirara con ojos de mujer, reconocería cuánta sabiduría se teje en la ternura, cuánta teología cabe en una conversación al borde del llanto, cuánta liturgia se celebra cuando una hermana sostiene a otra.
Se daría cuenta que hay un tipo de autoridad que hace falta, la que se gana con cada abrazo firme, cada mesa extendida, cada herida sanada en el silencio del sueño.
Si miráramos a la Iglesia con rostro de mujer, veríamos que la gloria se sostiene entre manos pequeñas, en espaldas que trabajan sin quejarse.
Que el Espíritu desciende también en los pasillos del supermercado, y respira en las filas del consulado, en los cuerpos perseguidos por ICE, en las mujeres que rezan mientras lavan sangre de camisas.
Y entonces la iglesia, sin más rodeos: dejaría atrás el discurso,
Se arrodillaría frente al que sangra,
Y escucharía las vocecitas que todavía la esperan.
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