#sentipensares La mujer encorvada

Camino con la mirada baja, silenciando lo que a gritos quisiera expresar, cumpliendo, siempre cumpliendo

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Como todos los días me despierto esperando algo nuevo, una oportunidad, un sentido diferente. Pero me vuelve a aplastar esta realidad cercada por leyes que no comprendo y que me agobian. Cada día me siento tan insignificante y claro, SOY MUJER. Me lo han dicho, mostrado, enseñado tantas veces. Me han inculcado que debo hacer esto o aquello, que debo saber callar, obedecer, ser buena hija, madre, esposa y tantas otras cosas más.

Camino con la mirada baja, silenciando lo que a gritos quisiera expresar, cumpliendo, siempre cumpliendo. Tanto peso sobre mis espaldas me ha hecho ir escondiéndome de mí misma, de los demás, aún de Dios. No quiero que me juzguen más al verme, ya no lo soporto. Las arrugas marcan mi rostro hastiado de tanta “esclavitud” patriarcal, tanta amargura. Por estos días he escuchado al pasar que los hombres vociferan sobre un profeta que ha llegado a Jerusalén. Dicen que se proclama “Hijo de Dios” y anuncia la llegada de un Reino. ¡Otro profeta más! Uno que de seguro silenciarán como a tantos otros. Ya he perdido hasta la fe. Nada me conmueve.

Pasan los días, en una rutina agobiante en medio de tantas penurias. Alguien me insiste para ir a la sinagoga. ¿Yo? ¿Ir a ese lugar santo donde mora el mismo Dios y es propiedad casi exclusiva de hombres? No. ¿Qué puedo hacer allí? En mi condición volveré a ser el centro de las miradas acusadoras. ¡VAMOS! Y no sé por qué acepto ir.

Llegamos a ese Templo tan enorme que parecía aplastar, pero no el edificio en sí, sino tanta ley impuesta allí que nos reducía a la nada misma. ¡Mujeres! Recluida allí en el rincón más alejado, entremezclada para buscar esconderme, ¡Como si pudiese! Escuché una voz, que era distinta, fuerte y a la vez suave, con firmeza. Entre la multitud no alcanzaba a ver su rostro. Pero su voz ya me había conmovido en lo más profundo. ¿Quién será? De repente escucho a unas mujeres que entre asombro y admiración pronuncian su nombre: ¡Jesús! ¿Jesús? ¿Será el profeta del que tanto escuché mencionar el otro día? Y quedé inquieta. Hubiese querido acercarme, pero no podía. Yo no, una mujer enferma no. Escondí aún más la mirada y comencé a dar unos pasos para irme. No tenía sentido que estuviese allí. Enseguida escucho murmullos. ¿Qué sucede? Alguien se me acercó y me detuvo. Me susurró que quería ayudarme. ¡Era su voz: la de Jesús! Y no pude decir ni una palabra. Me condujo hacia el frente. Seguía sin atreverme a levantar la mirada. Tenía miedo de lo que pudiese pasar. Imaginaba el tumulto que había alrededor. Me estremecieron unas quejas, creo que de los rabinos: ¡No la puedes curar en día sábado! Quería salir corriendo. Y sentí su mano posarse sobre mis espaldas y en ese momento se derrumbaron una a una las cargas que tanto me habían pesado. En un instante que sigo perpetuando en mi memoria, sentí que la vida me había sido devuelta. Que tanta angustia pasada ya no existía. ¡ERA LIBRE! Libre para dar gracias a Dios por este hombre que me había devuelto mi dignidad, mis esperanzas, mi VIDA. ¡Barúj atá adonái! Me sentí liviana como una pluma y pude mirarlo a los ojos. Hacía años que casi no miraba a nadie a los ojos. Y a Él no dejaba de contemplarlo. Ese instante en donde nuestras miradas se cruzaron me hicieron descubrir la ternura de Dios reflejada en sus ojos que no me juzgaban, sino que me miraban como a una PERSONA. No sé qué tantos reproches se alzaron en ese momento. Ya no me importaban. Ahora me sentía libre aún de esas privaciones en las que había vivido desde que nací. Ahora me sentía hasta más rejuvenecida. Y salí dispuesta a asumir mi vida, sin estar atada a ningún yugo. Caminé libremente por aquellas calles, que ya ni recordaba; a mirar el paisaje alrededor que me era casi desconocido. Tanto encierro, tanta opresión, tanta vulnerabilidad me había hecho perder de toda esta maravilla. Y me quedé contemplando, gustando, olfateando.

Comenzaba a caer la noche y era peligroso andar sola. Recordé que después de todo seguía siendo una mujer. Y vi a Jesús pasar rodeado de mujeres, niños y ancianos. Y me dije: ¡Quiero seguirlo! Caminé a la par de la multitud y me sentí segura, confiada, protegida. Por primera vez me sentí parte de un pueblo.

Llegamos a un Monte y Jesús siguió hablando, enseñando. Yo lo escuchaba atónita. Jamás había escuchado hablar a alguien de esa manera. Y menos a un hombre. De repente, a todos nos sorprendió el sueño. Y quedamos recostados en medio de ese lugar donde nuestro techo era el cielo mismo. Ya no había paredes, muros que nos cercaran. Y el tiempo fue pasando en medio de esta nueva vida en la que no había lugar para extrañar la anterior. ¡No! Fui testigo de tanta vida devuelta, tantas heridas abrazadas y sanadas; tanta miseria colmada de esperanza y tanta humanidad liberada que no olvidaré jamás. Su sólo nombre sigue palpitando en cada latido de mi existencia: JESÚS.

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