Postraciones

Voy constatando sin demasiada sorpresa que el imaginario mariano se mantiene resistente al cambio. De niña, en mi colegio cantábamos en Mayo: «Mira a tus plantas Virgen pura las hijas de tu corazón...» y aunque de eso hace ya una pila de años, he vuelto a escuchar este mes en una iglesia una versión casi idéntica: «De nuevo aquí nos tienes purísima doncella, más que la luna bella, postrados a tus pies».

El gesto de postrarse es un clásico en todas las religiones  y no soy yo quién para criticarlo, que cada  cual es muy dueño de elegir la postura que le parezca oportuna, siempre que se lo permitan sus rodillas.

Solo quiero  aportar un par  de consideraciones en torno al tema: una, que situarse tan abajo solo permite ver las baldosas del suelo o, todo lo más los angelitos descabezados que pueblan las peanas de las estatuas, cosa que resulta una penosa limitación.

Otra objeción, más sólida ésta y con la ventaja añadida de ofrecer un fundamento bíblico a mi falta de  entusiasmo por las postraciones: cuando Israel allá por el s. VIII a.C. se preguntaba cómo agradar Dios (¿inmolamos holocaustos? ¿hacemos reverencias? ¿más golpes de muñeca con el incensario?), el profeta Miqueas se lo dejó clarísimo: “Ni sacrificios, ni ofrendas, ni inclinaciones, ni canturreos: lo que el Señor espera de vosotros es que aprendáis a amar con fidelidad y con ternura y que caminéis humildemente con Él”. (Cf Mi 6,8). Resumiendo: que menos postraciones, más honradez y más ternura.

Es más que probable que María escuchara ese texto de Miqueas detrás de la celosía de la sinagoga de Nazaret, así que me atrevo a pensar que, si le dejáramos elegir y como “verdadera hermana nuestra” que es (así reza el título del libro de la teóloga Elizabeth Johnson sobre su lugar en la comunión de los santos…), ella preferiría seguramente tenernos a su lado caminando mejor que arracimados a sus pies. Es solo una opinión.
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