Sobre la inoportunidad del Adviento

Hay que “levantar los ojos” e ir más allá de lo inmediato que nos ciega

Sí, inoportunidad, no me arrepiento del título,  esa ha sido mi impresión después de hacer una lectura seguida de los textos de Adviento. Vienen cargados de  tantas palabras resplandecientes: alegría, seguridad, gloria, esplendor,  paz, confianza,  salvación…, que esa insistencia luminosa resulta casi insultante en estos tiempos de tanta oscuridad. Puestos a elegir,  preferiríamos otras promesas más cercanas a nuestra realidad: en vez de  colinas que se abajan y valles que se levantan, esperaríamos el anuncio de que bajan los alquileres y la cesta de la compra y se eleva la  responsabilidad de los que han hecho negocios turbios con las mascarillas.  Baruc nos exhorta a envolvernos en el manto de la justicia de Dios y es una magnífica cobertura pero ¿de qué les va a servir a los inmigrantes sin papeles si se quedan sin la sanitaria?  La teología y sus eruditos se defienden: “Se trata de una perspectiva escatológica”, distinguen. Claro, pero sólo con eso no llego a fin de mes, piensa más de uno.

             Jesús, que afortunadamente no era un erudito, propone otras salidas: da por sentada la existencia de situaciones desastrosas que nos sacuden llenándonos de  ansiedad y preocupación pero, donde nosotros no vemos más que catástrofes, él ve “señales”.  La condición para descubrirlas es “levantar los ojos”, ir más allá de lo inmediato que nos ciega y  atrapa en redes de deseos insatisfechos, en obsesiones por retener modos de vida que considerábamos definitivos, en temores que embotan nuestro corazón impidiendo el fluir de la vida.

             Y esas “señales” ¿dónde buscarlas?: en  el desierto, responde el evangelio, en esos lugares marginales que nos obligan a afrontar sin distracciones esas preguntas de las que tratamos de escapar, que nos inquietan más allá de lo económico y que se enmascaran bajo  pretextos de impotencias y desánimos. Los personajes políticos y  religiosos nombrados (Poncio Pilato, Herodes, Anás, Caifás….) quizá fueron peores que los que hoy nos gobiernan pero, a pesar de sus poderes e  intrigas, no consiguieron extinguir la esperanza que convocaba la voz profética de Juan desde la periferia.

            No son señales  fáciles ni evidentes porque el Evangelio es siempre un tesoro escondido, un  don exigente,  una gracia cara.  Después de todo, quizá el Adviento pueda conducirnos “oportunamente” hacia ese júbilo que se atreve con tanto descaro a prometer.

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