"Perdónenme si elijo quedar del otro lado de su grieta" El odio a la vuelta de la esquina

"Con frecuencia, para saber a fondo qué significa una palabra, es bueno mirar la contraria. Podemos decir que lo contrario del odio es el amor, y no estaríamos errados, pero si entendemos bien qué se entiende por amor, por cierto"

"El diálogo es una expresión de amor: la otra parte cuenta para nosotros. Es lo contrario del monólogo, en la que uno (mono, ¡y no es ironía!) sostiene y hasta impone su discurso (logos) a todos los demás"

"Basta con mirar las marchas odiadoras a las que nos acostumbran o escuchar los ruidos de cacerolas vacías y alacenas llenas, para saber que para ellos muchos de nosotros no contamos"

"El odio los cría y ellos se juntan. Perdónenme si elijo quedar del otro lado de su grieta"

Con mucha frecuencia, para saber a fondo qué significa una palabra, es bueno mirar la contraria. Puede resultar peligrosamente binario, pero no deja de ser útil. Pero, para lograrlo bien, es imprescindible, a su vez, mirar con profundidad el sentido del que es a su vez su antónimo.

Podemos decir que lo contrario del odio es el amor, y no estaríamos errados, pero si entendemos bien qué se entiende por amor, por cierto. Si por amor entendiéramos algo meramente sensible, que se siente o deja de sentir ocasionalmente, y hasta frívolamente, si no le descubrimos una profunda carga vital, e incluso “moral” (valga la imagen) tampoco lo tendría el odio. Pasaría a ser algo circunstancial, y hasta razonable, sin valoración alguna, sin una carta ética.

En cambio, estamos quienes creemos que el amor es la expresión sublime de la humanidad (y la divinidad), que es vida y dador de vida. Vida plena, y plenamente humana; no me refiero a la biológica. Así, el odio es expresión plena de inhumanidad, es mortal y asesino. Y también de vida plena, no meramente biológica hablamos como matada. El amor remite, sin dudas, a la vida. Y con ella a la felicidad y la alegría, a la paz y la verdad, la justicia y la esperanza.

Todo lo contrario, ocurre con el odio. El que odia quiere que lo odiado desaparezca (verbo horrible en nuestra historia), sea física o existencialmente. La destrucción es un propio del odio y de los odiadores. Por eso es muy interesante mirar sus rostros: fríos, indiferentes a veces, con rictus de desprecio en ocasiones, con venas hinchadas, ojos inyectados con frecuencia y discursos de muerte, física o simbólica siempre. Así como hay cientos de palabras que nos remiten al amor, y nos dejan henchido el corazón de solo pensarlas, y más aún de vivirlas, hay también otras tantas – generalmente los antónimos de las anteriores – que envenenan las entrañas, que provocan malestar. Y malquistan.

Y aunque no sea un sino, una carga irremontable, un destino irremediable, hay personas que no hacen o no saben sino odiar. Y, como una garrapata social, se hinchan y alimentan de la vida de otros, crecen y crecen cuanta más vida extraen. Y, como vinchucas también sociales, cagan además de chupar sangre, y le afectan el corazón social a un pueblo con un tripanosoma cruzi para el que no hay vacuna, y no pretenden que la haya.

Que haya una sociedad, o parte de ella, enferma y muy enferma les resulta conveniente. No para poder brindarles salud, en la que no creen si no puede pagarse, como todo en lo que creen, sino para que el odio crezca, se multiplique y difunda. El odio se alimenta de odio, lo engendra y multiplica.

En una actitud de diálogo, suelen encontrarse dos (día) personas con opiniones (logos) diferentes. En un encuentro, lo que se pretende, lo primero es entender bien qué es lo que piensa, entiende y sostiene la otra parte. Es el primer paso. Después expresar lo propio para que la otra parte también dé ese paso. En ocasiones, eso no implica cambiar de opinión, pero sí, al menos, entender y respetar, aunque no coincidamos con la otra parte.

Sin embargo, a veces, algo se cambia de un lado y/o del otro. El diálogo es una expresión de amor: la otra parte cuenta para nosotros, y no implica perder la propia identidad, ni la propia “opinión”, que seguimos sosteniendo. Es lo contrario del monólogo, en la que uno (mono, ¡y no es ironía!) sostiene y hasta impone su discurso (logos) a todos los demás; sus personas, sus opiniones, sus criterios no cuentan, solo hay “uno”. Después sí, se podrá disfrazar el monólogo odiante de buenos modales, de buena publicidad, o de “no hay otro discurso posible” … Obviamente, pretender día-logar con un mono-logista es un absurdo. Simplemente porque, aunque lo parezca, no habría dos (día), porque para éste, el otro no cuenta.

Basta con mirar las marchas odiadoras a las que nos acostumbran, basta con mirar sus signos mortuorios (insisto que el odio es transmisor de muerte), o escuchar los ruidos de cacerolas vacías y alacenas llenas, para saber que para ellos muchos de nosotros no contamos. Y si pudieran contagiarnos de su odio serían felices; y si no lo logran, nos quieren muertos… o desaparecidos (e insisto en el verbo, porque desde 1983 a la fecha no habíamos visto a nadie que reivindicara la Dictadura, cosa que ahora se ve en casos muy aislados, pero se ve).

El odio los cría y ellos se juntan. Perdónenme si elijo quedar del otro lado de su grieta.

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