Un santo para cada día: 15 de noviembre S. Alberto Magno (El sabio doctor universal)

San Alberto Magno
San Alberto Magno

Prejuicios históricos de diversa índole nos han dejado una imagen distorsionada del siglo XIII, considerado como una centuria oscurantista, cuando una visión serena de la historia lo que nos atestigua es que durante este siglo asistimos a un florecimiento de las universidades y la creación de los órdenes mendicantes, que representaban un enriquecimiento religioso, que impulsó al cristianismo comunitario de forma notable, sobre todo por lo que a la orden de Sto. Domingo respecta. Desde muy temprano la orden dominicana tuvo muy claro que su lema había de ser la oración acompañada del estudio y la predicación.  A estos menesteres vivió entregado Jordán de Sajonia, segundo General de la Orden de Predicadores. Corría el año 1222 cuando en su paso por Padua, se encontró con un personaje especial, compatriota suyo, se llamaba Alberto y era un hombre dominado por la pasión de saber, que quedó impresionado al oír predicar al de Sajonia y sin pensárselo dos veces le expresó su deseo de vestir el hábito dominicano. De ello da testimonio el propio predicador, en una carta enviada a una de sus amistades que vivía en Bolonia, en la que le informa que había admitido en la orden a diez postulantes, dos de ellos hijos de condes.

Alberto era uno de ellos. Cuando su padre, el conde de Bollstädt, se enteró, se llevó un gran disgusto y trató de recuperarle por la fuerza, sin que pudiera conseguirlo. El ingreso en la Orden de Sto. Domingo no fue óbice para que siguiera estudiando, al contrario, lo que su fundador quería para sus frailes era precisamente que fueran instruidos y cuanto más mejor. A partir de ahora la tarea de Alberto va a ser tomar contacto con la filosofía y con la teología, dando muestras de su gran capacidad intelectual. Un documento nos lo describe como “alumno piadoso, que en breve tiempo llegó a superar de tal modo a sus compañeros y alcanzó con tal facilidad la meta de todos los conocimientos, que sus condiscípulos y maestros le llamaban el filósofo”

Concluido el tiempo de formación, Alberto estaba ya dispuesto para ejercer el sagrado ministerio. Le esperaban las principales universidades de la época: Colonia, Friburgo, Estrasburgo, Paris; precisamente en el Estudio de Colonia tendría la suerte de encontrarse con un alumno aventajado, llamado Tomás de Aquino, a quien moldea y le suministra los materiales necesarios, extraídos de la cantera aristotélica, para que construyera ese monumento imperecedero de la “Suma Teológica”, llegando a ser el más grande doctor de la Iglesia de todos los tiempos. Algo que el maestro de Paris pronosticó cuando dijo a sus alumnos: “Vosotros le llamáis el buey mudo, pero yo os aseguro que sus mugidos habrán de resonar en todo el orbe de la tierra”

  Alberto pasa el tiempo enseñando, escribiendo e investigando, porque él era un espíritu observador que siempre tenía los ojos abiertos y quería conocer los secretos de la naturaleza:  los minerales, las plantas, las hierbas, los animales, el hombre. Un amante de la ciencia, abierto a todos los conocimientos del tipo que fuera, por lo que se hizo acreedor del título de “Doctor universal”.  Maestro relevante, que iba dejando huella en las escuelas por donde iba pasando. De él se dijo: “Ilustraste a todos; fuiste preclaro por tus escritos; iluminaste al mundo al escribir de todo cuanto se podía saber”.

 Alberto no solamente fue un sabio, sino también un santo. Un testigo que le conoció bien, habla así de su maestro: “Lo vi con mis ojos durante mucho tiempo y observé como diariamente terminada la cátedra decía el salterio de David y se entregaba con mucha dedicación a contemplar lo divino y a meditar”. Durante el tiempo que fue provincial de la orden y obispo de Regensburgo, supo conciliar en una sola persona al físico, al teólogo, al sabio, al administrador apostólico, al místico, porque eso es lo que fue Alberto, el gran armonizador de lo divino con lo humano, de la razón con la fe, de la santidad con la ciencia.

En las postrimerías de su vida, cuando ya era un anciano, nos da muestras de su generosa lealtad al dirigirse a París para defender la doctrina de su discípulo Tomás, ya fallecido, que era puesta en cuestión. Allí se presentó y bastó su sola presencia para desarmar a los adversarios.  Física y psíquicamente debilitado por el peso de los años y cuando estaba trabajando sobre el Tratado del Santísimo Sacramento, moría pacíficamente el “Doctor Universal”, un 15 de noviembre de1.280, en su humilde despacho en Colonia.

Reflexión desde el contexto actual:

Alberto Magno, aunque no es celebrado como pionero de las ciencias modernas, es un mérito al que se ha hecho acreedor y que se le debería reconocer por imperativos de estricta justicia. Además de filósofo y teólogo el “Doctor Universal” fue también por vocación y temperamento un naturalista dotado de grandes dotes de observación, poniendo en práctica la investigación experimental, lo que le convierte por derecho propio en un hombre de nuestro tiempo. Todo un ejemplo de hombre virtuoso y de científico honesto.  

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