Un santo para cada día: 28 de febrero S. Román (Ermitaño y fundador de monasterios)

San Román
San Román

El imperio Romano de Occidente estaba agonizando, acontecimiento éste que produjo una profunda pena en la mayoría de los espíritus que contemplaban con estupor como una cosa así pudiera suceder. La consternación de los romanos no podía ser mayor al contemplar como en el año 410 las tropas del visigodo Alarico saqueaban Roma. Triste acontecimiento que venía a ensombrecer la gloriosa historia del Imperio y que tendría un segundo capítulo en el año 476, cuando Odoacro, jefe de los bárbaros, tras destituir a Rómulo Augusto, se hacía con el gobierno de Italia.   Estos momentos trágicos son los que le va a tocar vivir a Román, nacido, según se supone, en la población francesa de Condat, hacia el año 390 y al que vemos aprendiendo las primeras letras en las escuelas de la provincia de Lyon quien, después de haber pasado unos plácidos años de infancia, adolescencia y juventud junto a los suyos, a una edad tardía, cuando contaba 35 años, pone rumbo a la Galia oriental para asentarse en un paradisiaco valle. Va solo, no le acompaña nadie, sin equipaje, prácticamente con lo puesto, eso sí, no se había olvidado de meter en la mochila las “Vidas de los Padres del Yermo”. Sin casa, sin nadie conocido, tan solo las copas de los árboles podían darle cobijo, cualquier sitio es bueno para meditar rezar y dar gracias a Dios. Por toda compañía tenía a los animalitos que merodeaban por allí. Quienes han tenido a su cargo alguna mascota saben bien que a veces los irracionales pueden darnos más cariño que los seres humanos y sobre todo nos dejan la sensación de sentirnos mejor comprendidos.  Así fue hasta que apareció por allí otro personaje tan excéntrico como él, su hermano llamado Lupicio y entre los dos comenzaría una sublime aventura digna de ser recordada.

A estos dos tipos, hechos el uno para el otro, no tardaron en unirse muchos otros, llegando a ser tantos, que hubo que pensar en ampliar los espacios de alojamiento, pero aun así, todo resultaba insuficiente y los monjes se quejaban de que allí no había sitio, ni siquiera para dormir, por lo que tomaron la resolución de seguir construyendo. Por si fuera poco, en las proximidades se fue acrecentando una comunidad de mujeres que llegó a tener 500 religiosas, bajo la dirección de la hermana de ambos. El hagiógrafo de Román nos cuenta que los monjes vivían una vida aislada, reuniéndose solamente para comer y rezar; el resto del día cada cual se las apañaba como buenamente podía. Su alimentación era frugal, a base de cereales, frutos de los árboles, cultivos, o de lo que pescaban o cazaban y hasta puede que tuvieran sus reservas ganaderas.

Entre los dos hermanos hubo sus diferencias, pero Román se encargó de que la sangre no llegara al río, asignando a su hermano misiones a cumplir fuera del recinto monacal, entre ellas hablar con los reyezuelos de la región, a quienes, si llegaba el caso, Lupicio no tenía ningún inconveniente en cantarles las cuarenta, incluso llegó a asumir el papel de hablar en nombre de quienes   estaban esclavizados y eran incapaces de defenderse.  Entre tanto los días pasaban de forma apacible, mientras su abad veía con satisfacción, cómo el complejo monacal de Condat se iba colonizando cada vez más y también iba  culturizándose.  Todo había salido a pedir de boca, quedaba solamente dar gracias a Dios y prepararse para una buena muerte, que habría de llegar el año 460, en que el abad de Condat, lleno de méritos y viendo realizada su obra, dejaba este mundo para morar en la casa del Padre. Su hermano Lupicio le sobreviviría unos 20 años y le sucedería en el cargo.          

Reflexión desde el contexto actual:

Seguramente santos como S. Román no son los que despiertan grandes entusiasmos y devoción entre los hombres y mujeres de nuestro tiempo.  Hoy lo que gusta y se celebra son los santos volcados al exterior, pero sigue siendo cierto que estamos necesitados de recogimiento y de sosiego interior. No hace falta ser un maestro del espíritu, para comprender que la dispersión dificulta el encuentro íntimo con Dios. Todo es mucho más fácil cuando nos quedamos a solas y en silencio, pues como bien decía Antonio Machado: “quien habla solo, espera hablar a Dios un día”

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