"Estamos aquí con el perfume de la gratitud y el ungüento de la esperanza para demostrarle, una vez más, ese amor que no se pierde" Francisco despide a Benedicto con sus propias palabras: "Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir"

Funeral de Benedicto
Funeral de Benedicto

"Como el Maestro, lleva sobre sus hombros el cansancio de la intercesión y el desgaste de la unción por su pueblo, especialmente allí donde la bondad está en lucha y sus hermanos ven peligrar su dignidad"

"Que estas manos de misericordia encuentren su lámpara encendida con el aceite del Evangelio, que él esparció y testimonió durante su vida"

 "Como las mujeres del Evangelio en el sepulcro, estamos aquí con el perfume de la gratitud y el ungüento de la esperanza para demostrarle, una vez más, ese amor que no se pierde"

 "Queremos hacerlo con la misma unción, sabiduría, delicadeza y entrega que él supo esparcir a lo largo de los años"

Nadie despide a los vivos, y más si son Papas, como la Iglesia católica. Y lo hemos visto, una vez más, en las exequias del Papa Benedicto, presididas por vez primera en la historia reciente, por otro Papa, el Papa reinante Francisco. Se trataron como hermanos, consiguieron que no se rompiese la comunión eclesial, a pesar de tener que pasar el invierno de la involución a la primavera franciscana. Un milagro, dadas las presiones que sufrieron. Y Francisco quiso dejarlo claro en su homilía fúnebre.

 Francisco abordó la homilía de su predecesor sin caer en el fácil panegírico. Una homilía sobria, muy anclada en el Evangelio, muy teológica al estilo de Ratzinger y extremadamente cariñosa, en la que fue desgranando su “entrega orante y sostenida”.

De hecho, quiso despedirlo con las propias palabras de Benedicto: “Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir”.

FRancisco y el féretro de Benedicto
FRancisco y el féretro de Benedicto

Por eso señaló que, “como el Maestro, lleva sobre sus hombros el cansancio de la intercesión y el desgaste de la unción por su pueblo, especialmente allí donde la bondad está en lucha y sus hermanos ven peligrar su dignidad”.

Y pidió al Señor que “encuentre su lámpara encendida con el aceite del Evangelio, que él esparció y testimonió durante su vida”. Y recordó que “estamos aquí con el perfume de la gratitud y el ungüento de la esperanza para demostrarle, una vez más, ese amor que no se pierde” y “queremos hacerlo con la misma unción, sabiduría, delicadeza y entrega que él supo esparcir a lo largo de los años”.

 Profundo y religioso silencio para recibir el féretro del Papa Benedicto, que sale de la Basílica y entra en la Plaza de San Pedro a hombros de los sediarios pontificios. Depositan con unción el ataúd al pie del altar mayor y el maestro de ceremonias, Diego Ravelli, acompañado del secretario personal de Benedicto, monseñor Gänswein, depositan por encima del féretro de olmo el Evangeliario abierto. Y comienza el rezo del santo rosario. Al final del rosario, entra el Papa y los cardenales que concelebran con él.

 La Plaza está llena a rebosar: entre 60 y 100.000 personas, 4.000 curas y cientos de obispos y cardenales, junto a las delegaciones de autoridades civiles. Preside el Papa reinante y copreside el cardenal Re, decano del colegio cardenalicio.

 Primera lectura del profeta Isaías: “Los ojos de los ciegos verán”. La segunda lectura de la carta de Pedro: “Cristo nos ha regenerado para una esperanza viva”. Lectura del evangelio de Lucas: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.

Funeral Benedicto

 Homilía del Papa

 «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Son las últimas palabras que el Señor pronunció en la cruz; su último suspiro —podríamos decir— capaz de confirmar lo que selló toda su vida: un continuo entregarse en las manos de su Padre. Manos de perdón y de compasión, de curación y de misericordia, manos de unción y bendición que lo impulsaron a entregarse también en las manos de sus hermanos. El Señor, abierto a las historias que encontraba en el camino, se dejó cincelar por la voluntad de Dios, cargando sobre sus hombros todas las consecuencias y dificultades del Evangelio, hasta ver sus manos llagadas por amor: «Aquí están mis manos» (Jn 20,27), le dijo a Tomás, y lo dice a cada uno de nosotros. Manos llagadas que salen al encuentro y no cesan de ofrecerse para que conozcamos el amor que Dios nos tiene y creamos en él (cf. 1 Jn 4,16).[1] 

«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» es la invitación y el programa de vida que inspira y quiere moldear como un alfarero (cf. Is 29,16) el corazón del pastor, hasta que latan en él los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cf. Flp 2, 5). Entrega agradecida de servicio al Señor y a su Pueblo, que nace por haber acogido un don totalmente gratuito: “Tú me perteneces… tú les perteneces”, susurra el Señor; “tú estás bajo la protección de mis manos, bajo la protección de mi corazón. Permanece en el hueco de mis manos y dame las tuyas”.[2] Es la condescendencia de Dios y su cercanía, capaz de ponerse en las manos frágiles de sus discípulos para alimentar a su pueblo y decir con Él: tomen y coman, tomen y beban, esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes (cf. Lc 22,19). 

Entrega orante que se forja y acrisola silenciosamente entre las encrucijadas y contradicciones que el pastor debe afrontar (cf. 1 P 1,6-7) y la confiada invitación a apacentar el rebaño (cf. Jn 21,17). Como el Maestro, lleva sobre sus hombros el cansancio de la intercesión y el desgaste de la unción por su pueblo, especialmente allí donde la bondad está en lucha y sus hermanos ven peligrar su dignidad (cf. Hb 5,7-9). Encuentro de intercesión donde el Señor va gestando esa mansedumbre capaz de comprender, recibir, esperar y apostar más allá de las incomprensiones que esto puede generar.

Funeral de Benedicto

Fecundidad invisible e inaferrable, que nace de saber en qué manos se ha puesto la confianza (cf. 2 Tm 1,12). Confianza orante y adoradora, capaz de interpretar las acciones del pastor y ajustar su corazón y sus decisiones a los tiempos de Dios (cf. Jn 21,18): «Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su presencia».[3] 

Entrega sostenida por la consolación del Espíritu, que lo espera siempre en la misión: en la búsqueda apasionada por comunicar la hermosura y la alegría el Evangelio (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 57), en el testimonio fecundo de aquellos que, como María, permanecen de muchas maneras al pie de la cruz, en esa dolorosa pero recia paz que no agrede ni avasalla; y en la terca pero paciente esperanza en que el Señor cumplirá su promesa, como lo había prometido a nuestros padres y a su descendencia por siempre (cf. Lc 1,54-55). 

También nosotros, aferrados a las últimas palabras del Señor y al testimonio que marcó su vida, queremos, como comunidad eclesial, seguir sus huellas y confiar a nuestro hermano en las manos del Padre: que estas manos de misericordia encuentren su lámpara encendida con el aceite del Evangelio, que él esparció y testimonió durante su vida (cf. Mt 25,6-7). 

San Gregorio Magno, al finalizar la Regla pastoral, invitaba y exhortaba a un amigo a ofrecerle esta compañía espiritual: «En medio de las tempestades de mi vida, me alienta la confianza de que tú me mantendrás a flote en la tabla de tus oraciones, y que, si el peso de mis faltas me abaja y humilla, tú me prestarás el auxilio de tus méritos para levantarme». Es la conciencia del Pastor que no puede llevar solo lo que, en realidad, nunca podría soportar solo y, por eso, es capaz de abandonarse a la oración y al cuidado del pueblo que le fue confiado.[4]

Es el Pueblo fiel de Dios que, reunido, acompaña y confía la vida de quien fuera su pastor. Como las mujeres del Evangelio en el sepulcro, estamos aquí con el perfume de la gratitud y el ungüento de la esperanza para demostrarle, una vez más, ese amor que no se pierde; queremos hacerlo con la misma unción, sabiduría, delicadeza y entrega que él supo esparcir a lo largo de los años. Queremos decir juntos: “Padre, en tus manos encomendamos su espíritu”. 

Benedicto, fiel amigo del Esposo, que tu gozo sea perfecto al oír definitivamente y para siempre su voz. 

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[1] Cf. Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est, 1. 

[2] Cf. Íd., Homilía en la Misa Crismal, 13 de abril de 2006. 

[3] Íd., Homilía en la Misa de inicio del pontificado, 24 de abril de 2005. 

[4] Cf. ibíd. 

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