En la audiencia, el Papa invitó a "volver al corazón, a lo esencial, a una vida sencilla" Francisco: "Mi pensamiento va a las madres de los soldados ucranianos y rusos que han caído en la guerra"

Francisco saluda a un bebé en la plaza de San Pedro
Francisco saluda a un bebé en la plaza de San Pedro Vatican Media

El papa Francisco, una semana después de que tuviese que ser ingresado por una bronquitis aguda, presidió en la plaza de San Pedro, en una mañana fría y ventosa, la audiencia general de este miércoles, 5 de abril, en donde, glosando el relato de la Pasión del domingo pasado, exhortó a los fieles a aprovechar esta Pascua para "abrir un pasaje nuevo: hacer de las propias heridas foros de luz"

Frente a todo ello, Francisco instó a que "estos días santos acerquémonos al Crucificado. Pongámonos delante de Él, despojado, para decir la verdad sobre nosotros mismos, quitando lo superfluo. Mirémosle herido, y pongamos nuestras heridas en las suyas. Dejemos que Jesús regenere en nosotros la esperanza"

"En esta Santa Semana de la Pasión de Cristo, conmemorando su muerte injusta, recuerdo de modo particular a todas las víctimas de los crímenes de guerra, y mientras invito a elevar una súplica por ellas, recemos para que el corazón de todos se convierta"

"Esto es lo que hace falta: volver al corazón, a lo esencial, a una vida sencilla, despojada de tantas cosas inútiles, que son sustitutos de esperanza. Hoy, cuando todo es complejo y se corre el riesgo de perder el hilo, necesitamos sencillez, redescubrir el valor de la sobriedad, de la renuncia, de limpiar lo que contamina el corazón y entristece. Cada uno de nosotros puede pensar algo inútil de lo que puede liberarse para reencontrarse. ¡Este es un bonito ejercicio!".

El papa Francisco, una semana después de que tuviese que ser ingresado por una bronquitis aguda, presidió en la plaza de San Pedro, en una mañana fría y ventosa, la audiencia general de este miércoles, 5 de abril, en donde, glosando el relato de la Pasión del domingo pasado, exhortó a los fieles a aprovechar esta Pascua para "abrir un pasaje nuevo: hacer de las propias heridas foros de luz. Como Jesús, que en la cruz no recrimina, sino que ama. Ama y perdona a quien lo hiere", porque la esperanza de Dios "no decepciona nunca".

El Papa, en un momento de su disertación
El Papa, en un momento de su disertación RD/Captura

Improvisando sobre el texto oficial, el Papa invitó a los presentes a hacer limpieza interior, usando la imagen "del armario" para ver las prendas que ya pueden resultar superfluas y desprendernos de ellas. En este sentido, invitó a "ponernos al desnudo, a decir la verdad; nos revestimos de exterioridad que buscamos y cuidamos, con máscaras para camuflarnos y mostrarnos mejor de lo que somos. Pensamos que lo importante es ostentar, para que los otros hablen bien de nosotros. Y nos adornamos de apariencias, de cosas superfluas; pero así no encontramos paz".

Frente a todo ello, Francisco instó a que "estos días santos acerquémonos al Crucificado. Pongámonos delante de Él, despojado, para decir la verdad sobre nosotros mismos, quitando lo superfluo. Mirémosle herido, y pongamos nuestras heridas en las suyas. Dejemos que Jesús regenere en nosotros la esperanza".

Con las madres de los soldados ucranianos y rusos

Finalmente, en los saludos, y antes de la bendición final, el Papa leyó: "En esta Santa Semana de la Pasión de Cristo, conmemorando su muerte injusta, recuerdo de modo particular a todas las víctimas de los crímenes de guerra, y mientras invito a elevar una súplica por ellas, recemos para que el corazón de todos se convierta. Y mirando a María, la Madre, delante De la Cruz, mi pensamiento va a las madres de los soldados ucranianos y rusos, que han caído en la guerra. Son madres de hijos muertos, recemos por estas madres. Y no olvidemos rezar por la martirizada Ucrania".

CATEQUESIS DEL PAPA EN LA AUDIENCIA

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!  

El pasado domingo la Liturgia nos hizo escuchar la Pasión del Señor. Termina con estas palabras: «Sellando la piedra» (Mt 27,66). Todo parece terminado. Para los discípulos de Jesús esa roca marca el término de la esperanza. El Maestro ha sido crucificado, asesinado de la forma más cruel y humillante, colgado en un patíbulo infame fuera de la ciudad: un fracaso público, el peor final posible. Ahora, ese desánimo que oprimía a los discípulos no es del todo extraño a nosotros hoy. También en nosotros se  condensan pensamiento profundos y sentimientos de frustración: ¿por qué tanta indiferencia hacia Dios? ¿Por qué tanto mal en el mundo? ¿Por qué las desigualdades siguen creciendo y la anhelada paz no llega? ¡Y en los corazones de cada uno, cuántas expectativas desvanecidas, cuántas desilusiones! Y también, esa sensación de que los tiempos pasados fueron mejores y que, en el mundo, quizá también en la Iglesia, las cosas no van como antes… En resumen, también hoy la esperanza parece a veces sellada bajo la piedra de  la desconfianza.  

En la mente de los discípulos permanece fija una imagen: la cruz. Ahí se concentraba el final de todo. Pero poco después descubrirían precisamente en la cruz un nuevo inicio. Queridos hermanos y hermanas, la esperanza de Dios brota así, nace y renace en los agujeros negros de nuestras expectativas decepcionadas; y esta, sin embargo, no decepciona nunca. Pensemos precisamente en la cruz: del terrible instrumento de tortura Dios ha realizado el mayor signo del amor. Ese madero de muerte, convertido en árbol de vida, nos recuerda que los inicios de Dios empiezan a menudo en nuestros finales: Él ama obrar maravillas. Hoy, entonces, miramos al árbol de la cruz para que brote en nosotros la esperanza: para ser sanados de la tristeza de la que estamos enfermos, por la amargura con la que contaminamos a la Iglesia y el mundo. Miramos el Crucifijo. ¿Y qué vemos? Vemos a Jesús despojado y herido.  

Fieles en la plaza de San Pedro
Fieles en la plaza de San Pedro RD/Captura

Comprendamos entonces que en estos dos aspectos renace la esperanza que parece morir. En primer lugar, vemos a Jesús despojado: de hecho, «una vez que lo crucificaron, se repartieron sus vestidos, echando a suertes» (v. 35). Dios despojado: Él que tiene todo se deja privar de todo. Pero esa humillación es el camino de la redención. Dios vence así sobre nuestras apariencias. A nosotros, de hecho, nos cuesta ponernos al desnudo, a decir la verdad; nos revestimos de exterioridad que buscamos y cuidamos, con máscaras para camuflarnos y mostrarnos mejor de lo que somos. Pensamos que lo  importante es ostentar, para que los otros hablen bien de nosotros. Y nos adornamos de apariencias, de cosas superfluas; pero así no encontramos paz. Jesús despojado de todo nos recuerda que la esperanza renace diciendo la verdad sobre nosotros, dejando caer las dobleces, liberándonos de la pacífica convivencia con nuestras falsedades. Esto es lo que hace falta: volver al corazón, a lo esencial, a una vida  sencilla, despojada de tantas cosas inútiles, que son sustitutos de esperanza. Hoy, cuando todo es complejo y se corre el riesgo de perder el hilo, necesitamos sencillez, redescubrir el valor de la sobriedad, de la renuncia, de limpiar lo que contamina el corazón y entristece. Cada uno de nosotros puede pensar algo inútil de lo que puede liberarse para reencontrarse. ¡Este es un bonito ejercicio!  

Dirigimos una segunda mirada al Crucifijo y vemos a Jesús herido. La cruz muestra los clavos que le atraviesan las manos y los pies, el costado abierto. Pero a las heridas del cuerpo se añaden las del alma. 

Francisco, con los niños en el papamóvil
Francisco, con los niños en el papamóvil RD/Captura

Jesús está solo: traicionado, entregado y renegado por los suyos, condenado por el poder religioso y civil, siente incluso el abandono de Dios (cfr v. 46). Sobre la cruz aparece además el motivo de la condena, «Este es Jesús: el Rey de los judíos» (v. 37). Es una burla: Él, que había huido cuando trataban de hacerle rey (cfr Jn 6,15), es condenado por haberse hecho rey; incluso no habiendo cometido crímenes, es colocado entre dos criminales y se prefiere al violento Barrabás (cfr Mt 27,15-21). Jesús de hecho está herido en el cuerpo y en el alma. ¿De qué forma ayuda esto a nuestra esperanza?  Hermanos y hermanas, también nosotros estamos heridos: ¿quién no lo está en la vida? ¿Quién no lleva las cicatrices de elecciones pasadas, de incomprensiones, de dolores que permanecen dentro y es  difícil superar? ¿Pero también de daños sufridos, de palabras cortantes, de juicios inclementes? Dios no esconde a nuestros ojos las heridas que le han traspasado el cuerpo y el alma. Las muestra para hacernos ver que en Pascua se puede abrir un pasaje nuevo: hacer de las propias heridas foros de luz. Como Jesús, que en la cruz no recrimina, sino que ama. Ama y perdona a quien lo hiere (cfr Lc 23,34). Así convierte el mal en bien, así transforma el dolor en amor.  

El punto no es estar heridos poco o mucho por la vida, sino qué hacer con estas heridas. Puedo dejar que se infecten de rencor y tristeza o puedo unirlas con las de Jesús, para que también mis llagas se vuelvan luminosas. Sí, nuestras heridas pueden convertirse en fuentes de esperanza cuando, en lugar de  compadecernos de nosotros mismos, enjugamos las lágrimas de los demás; cuando, en vez de guardar rencor por lo que nos quitan, cuidamos lo que les falta a los demás; cuando, en lugar de hurgar en nosotros mismos, nos inclinamos hacia los que sufren; cuando, en vez de tener sed de amor por nosotros, saciamos a los que nos necesitan. Porque sólo si dejamos de pensar en nosotros mismos, nos encontramos. Y haciendo esto -dice la Escritura- nuestra herida cicatriza rápidamente (cfr Is 58, 8), y la esperanza florece de nuevo. 

En estos días santos acerquémonos al Crucificado. Pongámonos delante de Él, despojado, para decir la verdad sobre nosotros mismos, quitando lo superfluo. Mirémosle herido, y pongamos nuestras heridas en las suyas. Dejemos que Jesús regenere en nosotros la esperanza.  

La basílica de San Pedro y el altar frente a la plaza
La basílica de San Pedro y el altar frente a la plaza RD/Captura

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