"No amos, sino guardianes. La misión es de Jesús" León XIV: "El papa Francisco nos ha advertido muchas veces de que la autorreferencialidad apaga el fuego de la misión"
"Del encuentro entre la Virgen María y su prima Isabel surge el Magnificat, el canto de un pueblo visitado por la gracia"
"Ser de Dios —siervos de Dios, pueblo de Dios— nos une a la tierra: no a un mundo ideal, sino al real"
"A ellas consagraos, sin separaros, sin aislaros, sin hacer del don recibido una especie de privilegio"
"Juntos, entonces, reconstruiremos la credibilidad de una Iglesia herida, enviada a una humanidad herida, dentro de una creación herida. No importa ser perfectos, pero es necesario ser creíbles"
"A ellas consagraos, sin separaros, sin aislaros, sin hacer del don recibido una especie de privilegio"
"Juntos, entonces, reconstruiremos la credibilidad de una Iglesia herida, enviada a una humanidad herida, dentro de una creación herida. No importa ser perfectos, pero es necesario ser creíbles"
"Liberar, no poseer"; "no amos, sino guardianes"; "no perfectos, pero sí creíbles". Son dos de las consignas que el Papa León XIV ha lanzado a los curas. Quiere curas servidores y, siguiendo la estela del inolvidable Papa Francisco, quiere curas no autorreferenciales, porque " la autorreferencialidad apaga el fuego de la misión". Éstas fueron algunas de las proclamas de Prevost, en la misa celebrada en la Basílica de San Pedro, en la que confirió la ordenación presbiteral a 11 diáconos, 7 procedentes del Pontificio Seminario Romano Mayor y 4 del Colegio Diocesano Redemptoris Mater.
El Papas insistió a los nuevos curas que "ser de Dios —siervos de Dios, pueblo de Dios— nos une a la tierra: no a un mundo ideal, sino al real" y les invitó a acercarse a las personas "sin hacer del don recibido una especie de privilegio". Porque sólo así "juntos, entonces, reconstruiremos la credibilidad de una Iglesia herida, enviada a una humanidad herida, dentro de una creación herida".

Homilía del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas: Hoy es un día de gran alegría para la Iglesia y para cada uno de vosotros, ordenandos presbíteros, junto con vuestros familiares, amigos y compañeros de camino durante los años de formación. Como subraya en varios pasajes el Rito de la Ordenación, es fundamental la relación entre lo que hoy celebramos y el pueblo de Dios.
La profundidad, la amplitud e incluso la duración de la alegría divina que ahora compartimos es directamente proporcional a los vínculos que existen y crecerán entre vosotros, los ordenandos, y el pueblo del que procedéis, del que seguís formando parte y al que sois enviados.

Me detendré en este aspecto, teniendo siempre presente que la identidad del sacerdote depende de la unión con Cristo, sumo y eterno sacerdote.
Somos pueblo de Dios.
El Concilio Vaticano II hizo más viva esta conciencia, casi anticipando un tiempo en el que las pertenencias se debilitarían y el sentido de Dios se rareficaría. Vosotros sois testimonio de que Dios no se ha cansado de reunir a sus hijos, aunque sean diferentes, y de constituirlos en una unidad dinámica. No se trata de una acción impetuosa, sino de esa brisa suave que devolvió la esperanza al profeta Elías en el momento del desánimo (cf. 1 Re 19,12).

La alegría de Dios no es ruidosa, pero cambia realmente la historia y nos acerca unos a otros. Es icono de ello el misterio de la Visitación, que la Iglesia contempla en el último día de mayo. Del encuentro entre la Virgen María y su prima Isabel surge el Magnificat, el canto de un pueblo visitado por la gracia.
Las lecturas que acabamos de escuchar nos ayudan a interpretar lo que también está sucediendo entre nosotros. Jesús, en primer lugar, en el Evangelio no nos aparece abatido por la muerte inminente, ni por la decepción por los lazos rotos o incompletos. El Espíritu Santo, por el contrario, intensifica esos lazos amenazados. En la oración se vuelven más fuertes que la muerte.

En lugar de pensar en su destino personal, Jesús pone en manos del Padre los lazos que ha construido aquí abajo. ¡Nosotros formamos parte de ellos! El Evangelio, de hecho, ha llegado hasta nosotros a través de lazos que el mundo puede desgastar, pero no destruir.
Queridos ordenandos, ¡concebiros entonces a vosotros mismos a la manera de Jesús! Ser de Dios —siervos de Dios, pueblo de Dios— nos une a la tierra: no a un mundo ideal, sino al real. Como Jesús, son personas de carne y hueso las que el Padre pone en vuestro camino. A ellas consagraos, sin separaros, sin aislaros, sin hacer del don recibido una especie de privilegio.
El papa Francisco nos ha advertido muchas veces de esto, porque la autorreferencialidad apaga el fuego de la misión. La Iglesia es constitutivamente extrovertida, como extrovertidos son la vida, la pasión, la muerte y la resurrección de Jesús. Haréis vuestras sus palabras en cada Eucaristía: es «por vosotros y por todos».

Nadie ha visto nunca a Dios.
Se ha dirigido a nosotros, ha salido de sí mismo. El Hijo se ha convertido en su exégesis, en su relato vivo. Y nos ha dado el poder de convertirnos en hijos de Dios. ¡No busquéis, no busquemos otro poder! El gesto de la imposición de las manos, con el que Jesús acogía a los niños y curaba a los enfermos, renueve en vosotros el poder liberador de su ministerio mesiánico.
En los Hechos de los Apóstoles, ese gesto que repetiremos dentro de poco es transmisión del Espíritu creador. Así, el Reino de Dios pone ahora en comunión vuestras libertades personales, dispuestas a salir de sí mismas, injertando vuestra inteligencia y vuestras fuerzas jóvenes en la misión jubilar que Jesús ha transmitido a su Iglesia.

En su saludo a los ancianos de la comunidad de Éfeso, del que hemos escuchado algunos fragmentos en la primera lectura, Pablo les transmite el secreto de toda misión: «El Espíritu Santo os ha constituido guardianes» (Hch 20,28). No amos, sino guardianes. La misión es de Jesús. Él ha resucitado, por lo tanto está vivo y nos precede. Ninguno de nosotros está llamado a sustituirlo.
El día de la Ascensión nos educa en su presencia invisible. Él confía en nosotros, nos hace espacio; incluso ha llegado a decir: «Es bueno para vosotros que yo me vaya» (Jn 16,7). También nosotros, queridos ordenandos, al involucraros en la misión hoy, os hacemos espacio. Y vosotros haced espacio a los fieles y a todas las criaturas, a las que el Resucitado está cerca y en las que ama visitarnos y sorprendernos. El pueblo de Dios es más numeroso de lo que vemos. No definamos sus límites.

De san Pablo, de su conmovedor discurso de despedida, quisiera subrayar una segunda palabra. En realidad, precede a todas las demás. Él puede decir: «Vosotros sabéis cómo me he comportado con vosotros durante todo este tiempo» (Hch 20,18). ¡Guardemos en nuestro corazón y en nuestra mente, bien grabada, esta expresión! «Vosotros sabéis cómo me he comportado»: la transparencia de la vida. ¡Vidas conocidas, vidas legibles, vidas creíbles! Permanezcamos dentro del pueblo de Dios, para poder estar ante él con un testimonio creíble.
Juntos, entonces, reconstruiremos la credibilidad de una Iglesia herida, enviada a una humanidad herida, dentro de una creación herida. No importa ser perfectos, pero es necesario ser creíbles.
Jesús Resucitado nos muestra sus heridas y, a pesar de que son signo del rechazo por parte de la humanidad, nos perdona y nos envía. ¡No lo olvidemos! Él sopla también hoy sobre nosotros (cf. Jn 20,22) y nos hace ministros de la esperanza. «De modo que ya no miramos a nadie con ojos humanos» (2 Cor 5,16): todo lo que a nuestros ojos se presenta roto y perdido, nos aparece ahora bajo el signo de la reconciliación.
«El amor de Cristo nos ha poseído», queridos hermanos y hermanas. Es una posesión que libera y nos capacita para no poseer a nadie. Liberar, no poseer. Somos de Dios: no hay mayor riqueza que apreciar y compartir. Es la única riqueza que, compartida, se multiplica. Queremos llevarla juntos al mundo que Dios ha amado tanto como para dar a su Hijo único (cf. Jn 3,16). Así, la vida entregada por estos hermanos, que dentro de poco serán ordenados sacerdotes, está llena de sentido.

Les damos las gracias y damos gracias a Dios que los ha llamado al servicio de un pueblo totalmente sacerdotal. Juntos, de hecho, unimos el cielo y la tierra. En María, Madre de la Iglesia, brilla este sacerdocio común que exalta a los humildes, une a las generaciones y nos hace llamar bienaventurados (cf. Lc 1,48.52). Ella, Virgen de la Confianza y Madre de la Esperanza, interceda por nosotros.
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