"Dios no ama menos, porque ama antes de nada, ¡ama antes que nadie!" León XIV: "No hay que olvidarlo: del seno de las familias nace el futuro de los pueblos"

León XIV bendice a una familia
León XIV bendice a una familia

"La unidad por la que Jesús ora es, por tanto, una comunión fundada en el  mismo amor con que Dios ama, de donde provienen la vida y la salvación"

"Todos nosotros vivimos gracias a una  relación, es decir, a un vínculo libre y liberador de humanidad y cuidado mutuo"

"Al  proponernos como testigos ejemplares a matrimonios santos, la Iglesia nos dice que el mundo de  hoy necesita la alianza conyugal para conocer y acoger el amor de Dios, y para superar, con su  fuerza que une y reconcilia, las fuerzas que destruyen las relaciones y las sociedades"

Se suceden los llenos en la Plaza de San Pedro en torno a un León XIV que, con su estilo dulce y sereno, está comenzando a llegar al corazón de la gente, que descubre en él la sinceridad de lo auténtico y de los creíble. Hoy, la plaza en forma de corazón estaba a rebosar con más de 70.000 personas en la misa del Jubileo de las Familias. Antes de la misa, el Papa recorrió en papamóvil y, a su paso, la gente grita, clama y pide su bendición. Y él, siempre sonriente y tranquilo, bendice sin parar y hace el signo de la cruz en la frente de los niños que le presentan y hasta consuela a los pequeños que lloran desconsolados, metidos en un rito que todavía no logran entender.

En la homilía, Prevost volvió a incidir en uno de sus claves magisteriales: la unidad, el 'uno unum' de San Agustín, como clave de bóveda de la Iglesia, de la sociedad y de la vida familiar.

Partiendo del mensaje de Cristo, que "pide, en efecto, que todos seamos 'una sola cosa'". En una unidad que no es uniformidad, sino comunión basada en el amor:  "Distintos, pero uno; muchos, pero uno, siempre uno, en  cualquier circunstancia y edad de la vida". 

Plaza de San Pedro

Una comunión que, según el Papa, se plasma de una manera ejemplar en el seno de la familia: "Todos nosotros vivimos gracias a una  relación, es decir, a un vínculo libre y liberador de humanidad y cuidado mutuo". Por eso, "al  proponernos como testigos ejemplares a matrimonios santos, la Iglesia nos dice que el mundo de  hoy necesita la alianza conyugal para conocer y acoger el amor de Dios, y para superar, con su  fuerza que une y reconcilia, las fuerzas que destruyen las relaciones y las sociedades".

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Papa

Texto íntegro de la homilía del Papa

El Evangelio que acabamos de proclamar nos muestra a Jesús que, en la Última Cena, ora  por nosotros (cf. Jn 17,20). El Verbo de Dios hecho hombre, ya cercano al final de su vida terrena,  piensa en nosotros, sus hermanos, y se convierte en bendición, súplica y alabanza al Padre, con la  fuerza del Espíritu Santo. También nosotros, al entrar con asombro y confianza dentro de la oración  de Jesús, nos vemos envueltos, por su amor, en un gran proyecto que abarca a toda la humanidad. 

Cristo pide, en efecto, que todos seamos “una sola cosa” (cf. v. 21). Este es el mayor bien que se puede desear, porque esta unión universal realiza entre las  criaturas la comunión eterna de amor que es Dios mismo: el Padre que da la vida, el Hijo que la  recibe y el Espíritu que la comparte. 

El Señor quiere que, para unirnos, no nos agreguemos a una masa indistinta como un bloque  anónimo, sino que seamos uno: «Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno  en nosotros» (v. 21). La unidad por la que Jesús ora es, por tanto, una comunión fundada en el  mismo amor con que Dios ama, de donde provienen la vida y la salvación. Y como tal, es ante todo  un don que Jesús trae consigo. Es, desde su corazón humano, que el Hijo de Dios se dirige al Padre  diciendo: «Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me  has enviado, y que yo los amé cómo tú me amaste» (v. 23).  

Papa, en la audiencia
Papa, en la audiencia

Escuchamos con conmoción estas palabras: Jesús nos está revelando que Dios nos ama  como se ama a sí mismo. El Padre no nos ama menos que a su Hijo unigénito, o sea de manera  infinita. Dios no ama menos, porque ama antes de nada, ¡ama antes que nadie! Así lo atestigua  Cristo cuando dice al Padre: «Ya me amabas antes de la creación del mundo» (v. 24). Y es así: en su  misericordia, Dios desde siempre quiere acoger a todos los hombres en su abrazo; y es su vida, la  que se nos entrega por medio de Cristo, la que nos hace uno, la que nos une entre nosotros. 

Oír hoy este Evangelio, durante el Jubileo de las Familias y de los Niños, de los Abuelos y  de los Ancianos, nos llena de alegría. 

Queridos amigos, hemos recibido la vida antes incluso de haberla deseado. Como enseñaba  el Papa Francisco: «Todos los hombres somos hijos, pero ninguno de nosotros eligió nacer»  (Ángelus, 1 enero 2025). Y no sólo eso. Apenas nacemos, necesitamos de los demás para vivir;  solos no lo hubiéramos logrado. Se lo debemos a alguien más, que nos salvó, se hizo cargo de  nosotros, de nuestro cuerpo y también de nuestro espíritu. Todos nosotros vivimos gracias a una  relación, es decir, a un vínculo libre y liberador de humanidad y cuidado mutuo.  

Es cierto que, a veces, esta humanidad se ve traicionada. Por ejemplo, cuando se invoca la  libertad no para dar vida, sino para quitarla; no para proteger, sino para herir. Sin embargo, incluso  frente al mal que divide y mata, Jesús sigue orando al Padre por nosotros, y su oración actúa como  un bálsamo sobre nuestras heridas, convirtiéndose en anuncio de perdón y reconciliación para  todos. Esa oración del Señor da sentido pleno a los momentos luminosos de nuestro amor mutuo  como padres, abuelos, hijos e hijas. Y esto es lo que queremos anunciar al mundo: estamos aquí  para ser “uno” tal y como el Señor quiere que seamos “uno”, en nuestras familias y en los lugares  donde vivimos, trabajamos y estudiamos: distintos, pero uno; muchos, pero uno, siempre uno, en  cualquier circunstancia y edad de la vida. 

Hermanos, si nos amamos así, sobre el fundamento de Cristo, que es «el Alfa y la Omega»,  «el principio y el fin» (cf. Ap 22,13), seremos un signo de paz para todos, en la sociedad y en el  mundo. No hay que olvidarlo: del seno de las familias nace el futuro de los pueblos. 

En las últimas décadas hemos recibido un signo que llena de gozo y, al mismo tiempo, invita  a reflexionar: me refiero al hecho de que fueron proclamados beatos y santos algunos esposos, no  por separado, sino juntos, como pareja de esposos. Pienso en Luis y Celia Martin, los padres de  santa Teresa del Niño Jesús; y recuerdo también a los beatos Luis y María Beltrame Quattrocchi,  cuya vida familiar transcurrió en Roma, el siglo pasado. Y no olvidemos a la familia polaca Ulma,  padres e hijos unidos en el amor y en el martirio. Decía que es un signo que da que pensar. Sí, al  proponernos como testigos ejemplares a matrimonios santos, la Iglesia nos dice que el mundo de  hoy necesita la alianza conyugal para conocer y acoger el amor de Dios, y para superar, con su  fuerza que une y reconcilia, las fuerzas que destruyen las relaciones y las sociedades. 

Por eso, con el corazón lleno de gratitud y esperanza, a ustedes esposos les digo: el  matrimonio no es un ideal, sino el modelo del verdadero amor entre el hombre y la mujer: amor  total, fiel y fecundo (cf. S. PABLO VI, Carta enc. Humanae vitae, 9). Este amor, al hacerlos “una  sola carne”, los capacita para dar vida, a imagen de Dios.  

Por tanto, los animo a que sean para sus hijos ejemplos de coherencia, comportándose como  desean que ellos se comporten, educándolos en la libertad mediante la obediencia, buscando  siempre su propio bien y los medios para acrecentarlo. Y ustedes, hijos, sean agradecidos con sus  padres: decir “gracias” por el don de la vida y por todo lo que con ella se nos da cada día es la  primera forma de honrar al padre y a la madre (cf. Ex 20,12). Por último, a ustedes, queridos  abuelos y ancianos, les recomiendo que velen, con sabiduría y ternura, por quienes aman, con la  humildad y paciencia que se aprenden con los años. 

Plaza de San Pedro
Plaza de San Pedro

En la familia, la fe se transmite junto con la vida, de generación en generación: se comparte  como el pan de la mesa y los afectos del corazón. Esto la convierte en un lugar privilegiado para  encontrar a Jesús, que nos ama y siempre quiere nuestro bien. 

Y quisiera añadir una última cosa. La oración del Hijo de Dios, que nos infunde esperanza  en el camino, también nos recuerda que un día seremos todos uno unum (cf. S. AGUSTÍN, Sermo  super Ps. 127): una sola cosa en el único Salvador, abrazados por el amor eterno de Dios. No sólo  nosotros, sino también los padres y las madres; los abuelos y abuelas; los hermanos, hermanas e  hijos que ya nos han precedido en la luz de su Pascua eterna, y que hoy sentimos presentes, aquí,  con nosotros, en este momento de fiesta. 

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