"Es crucificado en los ancianos que son abandonados a la muerte, en los jóvenes privados de futuro, en los soldados enviados a matar a sus hermanos" El Papa, en Ramos: "Cristo es clavado en la cruz una vez más en las madres que lloran la muerte injusta de los maridos y de los hijos"

La palma del Papa
La palma del Papa

"Contemplemos al Crucificado y  digamos: 'Gracias, Jesús, me amas y me perdonas siempre, aun cuando a mí me cuesta amarme y  perdonarme'"

"Hoy Jesús nos enseña a no quedarnos ahí, sino a reaccionar, a romper el círculo  vicioso del mal y de las quejas, a responder a los clavos de la vida con el amor y a los golpes del  odio con la caricia del perdón"

"Nos pide que rompamos la  cadena del 'te quiero si tú me quieres; soy tu amigo si eres mi amigo; te ayudo si me ayudas'"

"Cuando se usa la violencia ya no se sabe nada de Dios, que  es Padre, ni tampoco de los demás, que son hermanos"

Vuelve a latir la espléndida Plaza de San Pedro del Vaticano, que, no en balde, tiene forma de corazón. Más de dos años después, el Papa Francisco resetea el latido de la Iglesia, al ritmo de las palmas de un solemne Domingo de Ramos. Un latido que sigue ritmado por los coletazos de la pandemia del Covid y por los gritos de dolor que, desde Ucrania, se elevan al cielo y recorren la tierra. En medio de este dolor, el Papa vuelve a recordar, una vez más, que “cuando se usa la violencia ya no se sabe nada de Dios, que  es Padre, ni tampoco de los demás, que son hermanos”.

Y Francisco clama, de nuevo, que la pasión de Cristo se repite hoy en tierras ucranianas: “Cristo es clavado en la cruz una vez más en las madres que lloran la muerte  injusta de los maridos y de los hijos. Es crucificado en los ancianos que son abandonados a la muerte, en los jóvenes  privados de futuro, en los soldados enviados a matar a sus hermanos”.

Domingo de Ramos
Domingo de Ramos

El Papa explica la contraposición entre el 'sálvate a tí mismo' de los que crucifican a Cristo y el 'perdónalos, porque no saben lo que hacen' del crucificado. Por que “allí, mientras es crucificado, en el momento más duro, Jesús vive su mandamiento más  difícil: el amor por los enemigos”, nos enseña a “romper el círculo  vicioso del mal y de las quejas, a responder a los clavos de la vida con el amor y a los golpes del  odio con la caricia del perdón” y nos pide que “rompamos la  cadena del 'te quiero si tú me quieres; soy tu amigo si eres mi amigo; te ayudo si me ayudas'”.

La plaza de San Pedro revisitada (enorme catedral al aire libre) vuelve a lucir sus mejores galas: la gente la llena con su fe; los olivos (planta del día) decoran el 'sagrado', de tal forma que elrecinto parece un olivar y un palmeral.

El Papa, mermado físicamente por su ciática, hace su entrada en silencio y se sienta en la silla presidencial del altar, mientras la procesión de fieles, sacerdotes, obispos y cardenales se dirige al obelisco, hasta rodearlo por completo. Obispos y cardenales lucen casulla roja y centros de palmeras.

El Papa, desde el altar bendice los ramos y el diácono se dirige al ambón, para cantar el Evangelio según Lucas, mientras el Papa, de pié, luce su palma y la procesión de fieles y obispos se dirige hacia el altar.

Tras la procesión, continúa la liturgia de la Palabra, con las diversas lecturas, entre ellas el Evangelio de la Pasión. Y tras la lectura, la homilía papal, que Francisco pronuncia sentado en su sede presidencial.

Homilía del Papa

En el Calvario se enfrentan dos mentalidades. Las palabras de Jesús crucificado en el  Evangelio se contraponen, en efecto, a las de los que lo crucifican. Estos repiten un estribillo: “Sálvate a ti mismo”. Lo dicen los jefes: «¡Que se salve a sí mismo si este es el Mesías de Dios, el  elegido!» (Lc 23,35). Lo reafirman los soldados: «¡Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti  mismo!» (v. 37). Y finalmente, también uno de los malhechores, que escuchó, repite la idea:  «¿Acaso no eres el Mesías? ¡Sálvate a ti mismo!» (v. 39). Salvarse a sí mismo, cuidarse a sí mismo,  pensar en sí mismo; no en los demás, sino solamente en la propia salud, en el propio éxito, en los  propios intereses; en el tener, en el poder y en la apariencia. Sálvate a ti mismo: es el estribillo de la  humanidad que ha crucificado al Señor. Reflexionemos sobre esto.  

Pero a la mentalidad del yo se opone la de Dios; el sálvate a ti mismo discuerda con el  Salvador que se ofrece a sí mismo. En el Evangelio de hoy también Jesús, como sus opositores,  toma la palabra tres veces en el Calvario (cf. vv. 34.43.46). Pero en ningún caso reivindica algo para  sí; es más, ni siquiera se defiende o se justifica a sí mismo. Reza al Padre y ofrece misericordia al  buen ladrón. Una expresión suya, en particular, marca la diferencia respecto al sálvate a ti mismo:  «Padre, perdónalos» (v. 34). 

Detengámonos en estas palabras. ¿Cuándo las dice el Señor? En un momento específico,  durante la crucifixión, cuando siente que los clavos le perforan las muñecas y los pies. Intentemos  imaginar el dolor lacerante que eso provocaba. Allí, en el dolor físico más agudo de la pasión,  Cristo pide perdón por quienes lo están traspasando. En esos momentos, uno sólo quisiera gritar  toda su rabia y sufrimiento; en cambio, Jesús dice: Padre, perdónalos. A diferencia de otros  mártires, que son mencionados en la Biblia (cf. 2 Mac 7,18-19), no reprocha a sus verdugos ni  amenaza con castigos en nombre de Dios, sino que reza por los malvados. Clavado en el patíbulo de  la humillación, aumenta la intensidad del don, que se convierte en perdón. 

Hermanos, hermanas, pensemos que Dios hace lo mismo con nosotros. Cuando le causamos  dolor con nuestras acciones, Él sufre y tiene un solo deseo: poder perdonarnos. Para darnos cuenta  de esto, contemplemos al Crucificado. El perdón brota de sus llagas, de esas heridas dolorosas que  le provocan nuestros clavos. Contemplemos a Jesús en la cruz y pensemos que nunca hemos  recibido palabras más bondadosas: Padre, perdónalos. Contemplemos a Jesús en la cruz y veamos  que nunca hemos recibido una mirada más tierna y compasiva. Contemplemos a Jesús en la cruz y  comprendamos que nunca hemos recibido un abrazo más amoroso. Contemplemos al Crucificado y  digamos: “Gracias, Jesús, me amas y me perdonas siempre, aun cuando a mí me cuesta amarme y  perdonarme”. 

Allí, mientras es crucificado, en el momento más duro, Jesús vive su mandamiento más  difícil: el amor por los enemigos. Pensemos en alguien que nos haya herido, ofendido,  desilusionado; en alguien que nos haya hecho enojar, que no nos haya comprendido o no haya sido  un buen ejemplo. ¡Cuánto tiempo perdemos pensando en quienes nos han hecho daño! Y también  mirándonos dentro de nosotros mismos y lamiéndonos las heridas que nos han causado los otros, la  vida, la historia.

Hoy Jesús nos enseña a no quedarnos ahí, sino a reaccionar, a romper el círculo  vicioso del mal y de las quejas, a responder a los clavos de la vida con el amor y a los golpes del  odio con la caricia del perdón. Pero nosotros, discípulos de Jesús, ¿seguimos al Maestro o a nuestro  instinto rencoroso? Si queremos verificar nuestra pertenencia a Cristo, veamos cómo nos  comportamos con quienes nos han herido. El Señor nos pide que no respondamos según nuestros  impulsos o como lo hacen los demás, sino como Él lo hace con nosotros. Nos pide que rompamos la  cadena del “te quiero si tú me quieres; soy tu amigo si eres mi amigo; te ayudo si me ayudas”. No,  compasión y misericordia para todos, porque Dios ve en cada uno a un hijo. No nos separa en  buenos y malos, en amigos y enemigos. Somos nosotros los que lo hacemos, haciéndolo sufrir. Para  Él todos somos hijos amados, que desea abrazar y perdonar.  

La cruz del Vaticano
La cruz del Vaticano

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. El Evangelio destaca que Jesús «decía»  (v. 34) esto. No lo dijo una sola vez en el momento de la crucifixión, sino que pasó las horas que  estuvo en la cruz con estas palabras en los labios y en el corazón. Dios no se cansa de perdonar, no  es que aguante hasta un cierto punto para luego cambiar de idea, como estamos tentados de hacer  nosotros. Jesús —enseña el Evangelio de Lucas— vino al mundo a traernos el perdón de nuestros  pecados (cf. Lc 1,77) y al final nos dio una instrucción precisa: predicar a todos, en su nombre, el  perdón de los pecados (cf. Lc 24,47). No nos cansemos del perdón de Dios, ni nosotros sacerdotes  de administrarlo, ni cada cristiano de recibirlo y testimoniarlo. 

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Observemos algo más. Jesús no sólo  implora el perdón, sino que dice también el motivo: perdónalos porque no saben lo que hacen.  Pero, ¿cómo? Los que lo crucificaron habían premeditado su muerte, organizado su captura, los  procesos, y ahora están en el Calvario para asistir a su final. Y, sin embargo, Cristo justifica a esos  violentos porque no saben. Así es como Jesús se comporta con nosotros: se hace nuestro abogado.  No se pone en contra de nosotros, sino de nuestra parte contra nuestro pecado.

Y es interesante el  argumento que utiliza: porque no saben. Cuando se usa la violencia ya no se sabe nada de Dios, que  es Padre, ni tampoco de los demás, que son hermanos. Se nos olvida porqué estamos en el mundo y  llegamos a cometer crueldades absurdas. Lo vemos en la locura de la guerra, donde se vuelve a  crucificar a Cristo. Sí, Cristo es clavado en la cruz una vez más en las madres que lloran la muerte  injusta de los maridos y de los hijos. Es crucificado en los refugiados que huyen de las bombas con  los niños en brazos. Es crucificado en los ancianos que son abandonados a la muerte, en los jóvenes  privados de futuro, en los soldados enviados a matar a sus hermanos.  Cristo es crucificado allí hoy.

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Muchos escuchan esta frase inaudita;  pero sólo uno la acoge. Es un malhechor, crucificado junto a Jesús. Podemos pensar que la  misericordia de Cristo suscitó en él una última esperanza que lo llevó a pronunciar estas palabras:  «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23,42). Como diciendo: “Todos se olvidaron de mí, pero tú piensas  incluso en quienes te crucifican. Contigo, entonces, también hay lugar para mí”. El buen ladrón  acoge a Dios mientras su vida está por terminar, y así su vida empieza de nuevo; en el infierno del  mundo ve abrirse el paraíso: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Este es el prodigio del  perdón de Dios, que transforma la última petición de un condenado a muerte en la primera  canonización de la historia. 

Ramos en el Vaticano
Ramos en el Vaticano

Hermanos, hermanas, en esta semana acojamos la certeza de que Dios puede perdonar todo  pecado, toda distancia, y puede cambiar todo lamento en danza (cf. Sal 30,12); la certeza de que con  Jesús siempre hay un lugar para cada uno; de que con Jesús nunca es el fin, nunca es demasiado  tarde. Con Dios siempre se puede volver a vivir. Ánimo, caminemos hacia la Pascua con su perdón.  Porque Cristo intercede continuamente ante el Padre por nosotros (cf. Hb 7,25) y, mirando nuestro  mundo violento y herido, no se cansa nunca de repetir: Padre, perdónalos, porque no saben lo que  hacen. 

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