"La prosperidad a menudo nos vuelve ciegos, superficiales, orgullosos" El Papa invita a aprender el "arte de esperar al Señor" con confianza y "ahuyentando fantasmas, fanatismo y clamores"

Misa del Papa
Misa del Papa

"La crisis se ha convertido en una misteriosa oportunidad de purificación interior"

"El paso por la prueba, si se vive al calor de la fe, a pesar de su dureza y sus lágrimas, nos hace renacer, y nos encontramos diferentes al pasado"

"Pedimos la fuerza para saber vivir en el silencio manso y confiado que espera la salvación del Señor, sin quejarse y sin refunfuñar"

"Saber esperar en silencio la salvación del Señor es un arte. Cultivémoslo. Es precioso en el tiempo en que vivimos"

El Papa Francisco celebra misa en San Pedro en sufragio por los 17 cardenales y 191 obispos muertos el año pasado, algunos de ellos por la Covid. Tanto ante la hora de la muerte como ante las pruebas de la vida, Bergoglio propone “el silencio manso y confiado que espera la salvación del Señor, sin quejarse y sin refunfuñar”. Porque el “arte de esperar al Señor” consiste en “esperarlo mansamente, con confianza, ahuyentando fantasmas, fanatismos y clamores”

Texto completo de la homilía del Papa

En la primera lectura escuchamos esta invitación: "Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor" (Lam 3,26). Esta actitud no es un punto de partida, sino un punto de llegada. De hecho, el autor llega a ella al final de un viaje, un camino accidentado, que le ha hecho madurar. Llega a comprender la belleza de confiar en el Señor, que nunca deja de cumplir sus promesas. Pero la confianza en Dios no nace de un entusiasmo momentáneo, no es una emoción ni siquiera un simple sentimiento.

Misa del Papa
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Por el contrario, surge de la experiencia y madura en la paciencia, como le ocurrió a Job, que pasó de un conocimiento de Dios "de oídas" a un conocimiento vivo y experiencial. Y para ello es necesaria una larga transformación interior que, a través del crisol del sufrimiento, lleva a saber esperar en silencio, es decir, con paciencia confiada, con un corazón manso. Esta paciencia no es resignación, pues se alimenta de la espera del Señor, cuya venida es segura y no defrauda.

Queridos hermanos y hermanas, ¡qué importante es aprender el arte de esperar al Señor! Esperarlo mansamente, con confianza, ahuyentando fantasmas, fanatismos y clamores; conservando, sobre todo en los momentos de prueba, un silencio lleno de esperanza. Así es como nos preparamos para la última y mayor prueba de la vida, la muerte. Pero antes están las pruebas del momento, está la cruz que tenemos ahora, y para la que pedimos al Señor la gracia de saber esperar allí, justo allí, su salvación venidera.

Cada uno de nosotros necesita madurar en esto. Ante las dificultades y los problemas de la vida, es difícil ser paciente y sereno. La irritación se instala y el desánimo suele aparecer.

Puede ocurrir que nos sintamos fuertemente tentados por el pesimismo y la resignación, que lo veamos todo negro, que nos acostumbremos a un tono desanimado y quejoso, similar al del autor sagrado que dice al principio: "Ha desaparecido mi gloria, la esperanza que me venía del Señor" (v. 18). En la prueba, ni siquiera los bellos recuerdos del pasado pueden consolarnos, porque la aflicción lleva a la mente a detenerse en los momentos difíciles. Y esto aumenta la amargura, parece que la vida es una cadena continua de desgracias, como admite el autor: "El recuerdo de mi miseria y de mi extravío es como un veneno" (v. 19).

Misa del Papa
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Sin embargo, en este punto, el Señor hace un giro, en el momento en que, mientras seguimos dialogando con Él, parece que hemos tocado fondo. En el abismo, en la angustia del sinsentido, Dios se acerca para salvar. Y cuando la amargura alcanza su punto álgido, la esperanza vuelve a florecer de repente. Es una pena llegar a la vejez con un corazón amargo. Esto es lo que pretendo llamar a mi corazón", dice el orante del Libro de las Lamentaciones, "y por esto quiero recuperar la esperanza" (v. 21). En medio del dolor, los que se aferran al Señor ven que él abre el sufrimiento, lo transforma en una puerta por la que entra la esperanza. Es una experiencia pascual, un pasaje doloroso que se abre a la vida, una especie de trabajo espiritual que en la oscuridad nos hace volver a la luz.

Este punto de inflexión no se produce porque los problemas hayan desaparecido, sino porque la crisis se ha convertido en una misteriosa oportunidad de purificación interior. La prosperidad, de hecho, a menudo nos vuelve ciegos, superficiales, orgullosos. En cambio, el paso por la prueba, si se vive al calor de la fe, a pesar de su dureza y sus lágrimas, nos hace renacer, y nos encontramos diferentes al pasado. Un padre de la Iglesia escribió que "nada más que el sufrimiento conduce al descubrimiento de cosas nuevas" (San Gregorio de Nazaret, Ep. 34). Las pruebas nos renuevan, porque eliminan muchas de las escorias y nos enseñan a mirar más allá de la oscuridad, a ver con nuestras propias manos que el Señor realmente salva y tiene el poder de transformarlo todo, incluso la muerte. Nos deja pasar por los cuellos de botella no para abandonarnos, sino para acompañarnos.

Sí, porque Dios nos acompaña sobre todo en nuestro dolor, como un padre que ayuda a su hijo a crecer bien estando cerca de él en sus dificultades sin ocupar su lugar. Y antes de llorar, la emoción ya ha enrojecido los ojos de Dios Padre. El dolor sigue siendo un misterio, pero en este misterio podemos descubrir de manera nueva la paternidad de Dios que nos visita en la prueba, y llegar a decir, con el autor de las Lamentaciones: "El Señor es bueno con los que esperan en él, con los que lo buscan" (v. 5).

Misa del Papa
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Hoy, ante el misterio de la muerte redimida, pedimos la gracia de mirar la adversidad con otros ojos. Pedimos la fuerza para saber vivir en el silencio manso y confiado que espera la salvación del Señor, sin quejarse y sin refunfuñar. Lo que parece un castigo resultará ser una gracia, una nueva demostración del amor de Dios por nosotros. Saber esperar en silencio la salvación del Señor es un arte. Cultivémosla. Es preciosa en el tiempo en que vivimos: ahora más que nunca no hay que gritar y alborotar, sino que cada uno de nosotros debe dar testimonio con su vida de su fe, que es una espera dócil y esperanzada. Los cristianos no disminuyen la gravedad del sufrimiento, sino que levantan sus ojos al Señor y bajo los golpes de la prueba confían en Él y rezan por los que sufren. Mantiene sus ojos en el Cielo, pero sus manos están siempre extendidas hacia la tierra, para servir concretamente al prójimo.

Con este espíritu, rezamos por los cardenales y obispos que nos han dejado en el último año. Algunos de ellos murieron a consecuencia de Covid-19, en situaciones difíciles que agravaron su sufrimiento. Que estos hermanos nuestros saboreen ahora la alegría de la invitación evangélica que el Señor dirige a sus siervos fieles: "Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo" (Mt 25,34).

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