"En esta jornada de oración y ayuno por Ucrania, imploramos a Dios esa paz que los hombres solos no pueden construir" El Papa pide al Señor que escuche el clamor de “los que sufren y huyen bajo el estruendo de las armas”

Pietro Parolin
Pietro Parolin

"La inquietud y el descontento  están siempre a la vuelta de la esquina para aquellos cuyo horizonte es la mundanidad, que seduce,  pero luego decepciona"

"El rito de la ceniza, que recibimos sobre la cabeza, tiene por objeto salvarnos del error de  anteponer la recompensa de los hombres a la recompensa del Padre"

"La enfermedad de la apariencia es una enfermedad espiritual, que esclaviza a la  persona, llevándola a depender de la admiración de los demás"

"La limosna, hecha sin llamar la atención de los demás, da paz y  esperanza al corazón. Nos revela la belleza del dar que se convierte en un recibir"

"El ayuno no es una dieta; en Cuaresma debemos ayunar, sobre todo, de lo que nos hace dependientes"

El Papa Francisco no pudo asistir a la ceremonia del miércoles de ceniza por su fuerte dolor de rodilla, pero aprovechó la ocasión para preparar la homilía de la misa, en la que, entre otras cosas, pidió al Señor que escuche el clamor de “los que sufren y huyen bajo el estruendo de las armas” y que “devuelva la paz a nuestros  corazones y otorgue de nuevo tu paz a nuestros días”.

También recordó Francisco las tres “principales armas del Espíritu”: oración, caridad y ayuno. “Es con ellas que, en esta jornada de oración y ayuno por Ucrania, imploramos  a Dios esa paz que los hombres solos no pueden construir”.

Bergoglió también señaló otra enfermedad actual: la de la búsqueda de las apariencias, “una enfermedad espiritual, que esclaviza a la  persona, llevándola a depender de la admiración de los demás”. En cuanto a la limosna, “si es hecha sin llamar la atención de los demás, da paz y  esperanza al corazón. Nos revela la belleza del dar que se convierte en un recibir”. Mientras el ayuno “no es una dieta; en Cuaresma debemos ayunar, sobre todo, de lo que nos hace dependientes”.

Parolin en Santa Sabina
Parolin en Santa Sabina

Esta tarde -Miércoles de Ceniza, primer día de Cuaresma- tuvo lugaruna celebración en forma de las "Estaciones" romanas. A las 16.30 horas, en la iglesia de Sant'Anselmo all'Aventino, un momento de oración, seguido de una procesión penitencial hacia la basílica de Santa Sabina. A la procesión asisttieron cardenales, arzobispos, obispos, los monjes benedictinos de Sant'Anselmo, los padres dominicos de Santa Sabina y algunos fieles.

A las 17.00 horas, al término de la procesión, en la basílica de Santa Sabina, el cardenal secretario de Estado Pietro Parolin presidió la celebración de la Santa Misa con el rito de la bendición y la imposición de la ceniza y leyó la homilía preparada por el Santo Padre Francisco para la ocasión.

Homilía preparada por el Papa y leída por el Secretario de Estado

En este día, que abre el tiempo de Cuaresma, el Señor nos dice «Tengan cuidado de no  practicar su justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos: de lo contrario, no recibirán  ninguna recompensa del Padre que está en el cielo» (Mt 6,1). Puede sorprender, pero en el Evangelio  de hoy la palabra que más se repite es recompensa (cf. vv. 1.2.5.16). Normalmente, en el Miércoles  de Ceniza nuestra atención se centra en el compromiso que requiere el camino de fe, más que en la  recompensa a la que conduce. Sin embargo, hoy el discurso de Jesús vuelve siempre a este término,  la recompensa, que parece ser el resorte principal de nuestra acción. De hecho, hay en nosotros, en  nuestro corazón, una sed, un deseo de alcanzar una recompensa, que nos atrae e impulsa todo lo que  hacemos. 

Procesión de las cenizas

Sin embargo, el Señor distingue entre dos tipos de recompensa a la que puede aspirar la vida  de una persona; por un lado, está la recompensa del Padre y, por otro, la recompensa de los hombres.  La primera es eterna, es la verdadera y definitiva recompensa, el propósito de la vida. La segunda, en  cambio, es transitoria, es un disparate al que tendemos cuando la admiración de los hombres y el éxito  mundano son lo más importante para nosotros, la mayor gratificación. Pero es una ilusión, es como  un espejismo que, una vez alcanzado, nos deja con las manos vacías. La inquietud y el descontento  están siempre a la vuelta de la esquina para aquellos cuyo horizonte es la mundanidad, que seduce,  pero luego decepciona. Los que buscan la recompensa del mundo nunca encuentran la paz, ni saben  tampoco cómo promoverla. Esto se debe a que pierden de vista al Padre y a sus hermanos y hermanas.  Es un riesgo que todos corremos, por eso Jesús nos advierte: «Tengan cuidado». Es como si nos dijera:  “Tienen la posibilidad de disfrutar de una recompensa infinita, una recompensa sin parangón: tengan  cuidado, pues, de no dejarse deslumbrar por las apariencias, persiguiendo recompensas baratas, que  se desvanecen en vuestras manos”. 

El rito de la ceniza, que recibimos sobre la cabeza, tiene por objeto salvarnos del error de  anteponer la recompensa de los hombres a la recompensa del Padre. Este signo austero, que nos lleva a reflexionar sobre la caducidad de nuestra condición humana, es como una medicina amarga pero  eficaz para curar la enfermedad de la apariencia. Es una enfermedad espiritual, que esclaviza a la  persona, llevándola a depender de la admiración de los demás. Es una verdadera “esclavitud de los  ojos y de la mente” (cf. Ef 6,6; Col 3,22), que lleva a vivir bajo el signo de la vanagloria, de modo  que lo que cuenta no es la limpieza del corazón, sino la admiración de la gente; no la mirada de Dios  sobre nosotros, sino cómo nos miran los demás. Y no se puede vivir bien contentándose con esta  recompensa. 

El problema es que esta enfermedad de la apariencia socava incluso los ámbitos más sagrados.  Y es sobre esto en lo que Jesús insiste hoy. Incluso la oración, la caridad y el ayuno pueden volverse  autorreferenciales. En cada gesto, inclusive en el más bello, puede esconderse la carcoma de la  autosatisfacción. Entonces el corazón no es completamente libre porque no busca el amor al Padre y  a los hermanos, sino la aprobación humana, el aplauso de la gente, la propia gloria. Y todo puede  convertirse en una especie de fingimiento ante Dios, ante uno mismo y ante los demás. Por eso la  Palabra de Dios nos invita a mirar dentro de nosotros mismos, para ver nuestras hipocresías. Hagamos  un diagnóstico de las apariencias que buscamos; tratemos de desenmascararlas. Nos hará bien. 

Parolin

La ceniza saca a la luz la nada que se esconde detrás de la búsqueda frenética de recompensas  mundanas. Nos recuerdan que la mundanidad es como el polvo, que un poco de viento es suficiente  para llevársela. Hermanas, hermanos, no estamos en este mundo para perseguir el viento; nuestros  corazones tienen sed de eternidad. La Cuaresma es un tiempo que el Señor nos da para volver a la  vida, para curarnos interiormente y caminar hacia la Pascua, hacia lo que permanece, hacia la  recompensa del Padre. Es un camino de curación. No para cambiar todo de la noche a la mañana,  sino para vivir cada día con un espíritu nuevo, con un estilo diferente. Este es el propósito de la  oración, la caridad y el ayuno. Purificados por la ceniza cuaresmal, purificados de la hipocresía de las  apariencias, recobran toda su fuerza y regeneran una relación viva con Dios, con los hermanos y  consigo mismos.  

La oración humilde, hecha «en lo secreto» (Mt 6,6), en el recogimiento de la propia habitación,  se convierte en el secreto para hacer que la vida florezca hacia afuera. Es un cálido diálogo de afecto  y confianza, que reconforta y abre el corazón. Especialmente en este período de Cuaresma, oremos  mirando el Crucifijo: dejémonos invadir por la conmovedora ternura de Dios y pongamos en sus  llagas nuestras heridas y las del mundo. No nos dejemos llevar por la prisa, estemos en silencio ante  Él. Redescubramos la fecunda esencialidad del diálogo íntimo con el Señor. Porque a Dios no le  gustan las cosas ostentosas, sino que le gusta dejarse encontrar en lo secreto. Es “el secreto del amor”,  lejos de toda ostentación y de tonos llamativos.  

Si la oración es verdadera, sólo puede traducirse en caridad. Y la caridad nos libera de la peor  esclavitud, la de nosotros mismos. La caridad cuaresmal, purificada por la ceniza, nos devuelve a lo  esencial, a la íntima alegría de dar. La limosna, hecha sin llamar la atención de los demás, da paz y  esperanza al corazón. Nos revela la belleza del dar que se convierte en un recibir y así nos permite  descubrir un valioso secreto: «La felicidad está más en dar que en recibir» (Hch 20,35).  

Por último, el ayuno. No es una dieta, sino que más bien nos libera de la autorreferencialidad  de la búsqueda obsesiva de bienestar físico, para ayudarnos a mantener en forma no el cuerpo sino el  espíritu. El ayuno nos reconduce a darle a las cosas su valor correcto. En concreto, nos recuerda que  la vida no debe estar sujeta a la escena pasajera de este mundo. El ayuno no debe limitarse sólo a la  comida; en Cuaresma debemos ayunar, sobre todo, de lo que nos hace dependientes; que cada uno  reflexione sobre esto, para hacer un ayuno que realmente tenga un impacto en la vida concreta de  cada uno.  

Parolin impone la ceniza

Pero si la oración, la caridad y el ayuno deben madurar en secreto, sus efectos sin embargo no  son secretos. La oración, la caridad y el ayuno no son medicamentos sólo para nosotros, sino para  todos; de hecho, pueden cambiar la historia. En primer lugar, porque quien experimenta sus efectos,  casi sin darse cuenta, los transmite a los demás; y, sobre todo, porque la oración, la caridad y el ayuno  son las principales vías que permiten a Dios intervenir en nuestras vidas y en la vida del mundo. Son las armas del espíritu, y es con ellas que, en esta jornada de oración y ayuno por Ucrania, imploramos  a Dios esa paz que los hombres solos no pueden construir.  

Oh Señor, tú que ves en lo secreto y nos recompensas más allá de todas nuestras expectativas,  escucha las oraciones de todos los que confían en ti, especialmente de los más humildes, de los más  probados, de los que sufren y huyen bajo el estruendo de las armas. Devuelve la paz a nuestros  corazones, da de nuevo tu paz a nuestros días. Amén. 

Parolin y la ceniza

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