"La fe no se reduce a un conjunto de hermosas doctrinas, sino que es la relación con una Persona viva a quien amar" El Papa advierte contra la adoración de ídolos: "El dios del dinero, el dios del consumo, el dios del placer, el dios del éxito, nuestro yo erigido en dios"

El Papa y la ofrenda de los Reyes Magos
El Papa y la ofrenda de los Reyes Magos

"El hombre, cuando no adora a Dios, está orientado a adorar su yo"

"La vida cristiana, sin adorar al Señor, puede convertirse en una forma educada de alabarse a uno mismo y el talento que se tiene"

"Cuántas veces hemos confundido el poder según Dios, que es servir a los demás, con el poder según el mundo, que es servirse a sí mismo"

"La teología y la eficiencia pastoral valen poco o nada si no se doblan las rodillas"

"Adorar es encontrarse con Jesús sin la lista de peticiones, pero con la única solicitud de estar con Él"

En la homilía de la solemne eucaristía de la Epifanía del Señor, el Papa Francisco explicó que la misión del cristiano consiste adorar a Dios, como hicieron los Magos. Porque, de lo contrario, se adorará a sí mismo y adorará “lo lo que no debe ser adorado: el dios del dinero, el dios del consumo, el dios del placer, el dios del éxito, nuestro yo erigido en dios”. Y, además, porque "la fe no se reduce a un conjunto de hermosas doctrinas, sino que es la relación con una Persona viva a quien amar".

La procesión de entrada de la Epifanía del Señor comienza con el 'Adeste fideles'. El Papa se detiene a rezar ante la imagen del Niño Jesús.

La primera lectura del libro de Isaías: “Levántate y resplandece, Jerusalén, porque llega tu luz...Sobre ti, amanecerá el Señor...Caminarán los reyes a tu luz y los poderosos al resplandor de tu autora...Los de Saba llegarán, trayendo oro e incienso”

Salmo 71: “Se postrarán ante Tí, Señor, todos los pueblos de la tierra”

La segunda lectura de la Carta de San Pablo a los Efesios y el Evangelio de San Mateo: “...Unos Magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido, porque hemos visto su estrella y hemos venido a adorarlo?”

Papa, en la Epifanía
Papa, en la Epifanía

Texto completo de la homilía del Papa

En el Evangelio (Mt 2,1-12) los Magos comienzan manifestando sus intenciones: «Hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo» (v. 2). La adoración es la finalidad de su viaje, el objetivo de su camino. De hecho, cuando llegaron a Belén, «vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron» (v. 11). Si perdemos el sentido de la adoración, perdemos el sentido de movimiento de la vida cristiana, que es un camino hacia el Señor, no hacia nosotros. Es el riesgo del que nos advierte el Evangelio, presentando, junto a los Reyes Magos, unos personajes que no logran adorar.

En primer lugar, está el rey Herodes, que usa el verbo adorar, pero de manera engañosa. De hecho, le pide a los Reyes Magos que le informen sobre el lugar donde estaba el Niño «para ir — dice— yo también a adorarlo» (v. 8). En realidad, Herodes sólo se adoraba a sí mismo y, por lo tanto, quería deshacerse del Niño con mentiras. ¿Qué nos enseña esto? Que el hombre, cuando no adora a Dios, está orientado a adorar su yo. E incluso la vida cristiana, sin adorar al Señor, puede convertirse en una forma educada de alabarse a uno mismo y el talento que se tiene. Cristianos que no saben adorar. Es un riesgo grave: servirnos de Dios en lugar de servir a Dios. Cuántas veces hemos cambiado los intereses del Evangelio por los nuestros, cuántas veces hemos cubierto de religiosidad lo que era cómodo para nosotros, cuántas veces hemos confundido el poder según Dios, que es servir a los demás, con el poder según el mundo, que es servirse a sí mismo.

Czerny, Ladaria
Czerny, Ladaria

Además de Herodes, hay otras personas en el Evangelio que no logran adorar: son los jefes de los sacerdotes y los escribas del pueblo. Ellos indican a Herodes con extrema precisión dónde nacería el Mesías: en Belén de Judea (cf. v. 5). Conocen las profecías y las citan exactamente. Saben a dónde ir, pero no van. Grandes teólogos, grandes. También de esto podemos aprender una lección. En la vida cristiana no es suficiente saber: sin salir de uno mismo, sin encontrar, sin adorar, no se conoce a Dios. La teología y la eficiencia pastoral valen poco o nada si no se doblan las rodillas; si no se hace como los Magos, que no sólo fueron sabios organizadores de un viaje, sino que caminaron y adoraron. Cuando uno adora, se da cuenta de que la fe no se reduce a un conjunto de hermosas doctrinas, sino que es la relación con una Persona viva a quien amar. Conocemos el rostro de Jesús estando cara a cara con Él. Al adorar, descubrimos que la vida cristiana es una historia de amor con Dios, donde las buenas ideas no son suficientes, sino que se necesita ponerlo en primer lugar, como lo hace un enamorado con la persona que ama. Así debe ser la Iglesia, una adoradora enamorada de Jesús, su esposo.

Al inicio del año redescubrimos la adoración como una exigencia de fe. Si sabemos arrodillarnos ante Jesús, venceremos la tentación de ir cada uno por su camino. De hecho, adorar es hacer un éxodo de la esclavitud más grande, la de uno mismo. Adorar es poner al Señor en el centro para no estar más centrados en nosotros mismos. Es poner cada cosa en su lugar, dejando el primer puesto a Dios. Adorar es poner los planes de Dios antes que mi tiempo, que mis derechos, que mis espacios. Es aceptar la enseñanza de la Escritura: «Al Señor, tu Dios, adorarás» (Mt 4,10). Tu Dios: adorar es experimentar que, con Dios, nos pertenecemos recíprocamente. Es darle del “tú” en la intimidad, es presentarle la vida y permitirle entrar en nuestras vidas. Es hacer descender su consuelo al mundo. Adorar es descubrir que para rezar basta con decir: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28), y dejarnos llenar de su ternura.

El Papa y el Niño Jesús
El Papa y el Niño Jesús

Adorar es encontrarse con Jesús sin la lista de peticiones, pero con la única solicitud de estar con Él. Es descubrir que la alegría y la paz crecen con la alabanza y la acción de gracias. Cuando adoramos, permitimos que Jesús nos sane y nos cambie. Al adorar, le damos al Señor la oportunidad de transformarnos con su amor, de iluminar nuestra oscuridad, de darnos fuerza en la debilidad y valentía en las pruebas. Adorar es ir a lo esencial: es la forma de desintoxicarse de muchas cosas inútiles, de adicciones que adormecen el corazón y aturden la mente. De hecho, al adorar uno aprende a rechazar lo que no debe ser adorado: el dios del dinero, el dios del consumo, el dios del placer, el dios del éxito, nuestro yo erigido en dios. Adorar es hacerse pequeño en presencia del Altísimo, descubrir ante Él que la grandeza de la vida no consiste en tener, sino en amar. Adorar es redescubrirnos hermanos y hermanas frente al misterio del amor que supera toda distancia: es obtener el bien de la fuente, es encontrar en el Dios cercano la valentía para aproximarnos a los demás. Adorar es guardar silencio ante la Palabra divina, para aprender a decir palabras que no duelen, sino que consuelan.

La adoración es un gesto de amor que cambia la vida. Es actuar como los Magos: es traer oro al Señor, para decirle que nada es más precioso que Él; es ofrecerle incienso, para decirle que sólo con Él puede elevarse nuestra vida; es presentarle mirra, con la que se ungían los cuerpos heridos y destrozados, para pedirle a Jesús que socorra a nuestro prójimo que está marginado y sufriendo, porque allí está Él. A menudo no sabemos rezar: pedimos, damos gracias. Tenemos que crecer más en la oración de adoración. Rezar adorando.

Queridos hermanos y hermanas, hoy cada uno de nosotros puede preguntarse: “¿Soy un adorador cristiano?”. Muchos cristianos que oran no saben adorar. Hagámonos esta pregunta. ¿Encontramos momentos para la adoración en nuestros días y creamos espacios para la adoración en nuestras comunidades? Depende de nosotros, como Iglesia, poner en práctica las palabras que rezamos hoy en el Salmo: «Señor, que todos los pueblos te adoren». Al adorar, nosotros también descubriremos, como los Magos, el significado de nuestro camino. Y, como los Magos, experimentaremos una «inmensa alegría» (Mt 2,10).

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