"Tú estás ahí, Jesús. En mis fracasos, Tú estás conmigo" El Papa clama por "tantos 'cristos abandonados' de hoy", desde pueblos enteros a pobres, emigrantes o presos

El Papa, en Ramos
El Papa, en Ramos

"En el momento culminante, el Hijo unigénito y amado experimentó la situación que le era más ajena: la lejanía de Dios"

"Experimentó el abandono para no dejarnos rehenes de la desolación y estar a nuestro lado para siempre"

"Tú estás ahí, Jesús. En mis fracasos, Tú estás conmigo. Cuando me siento errado y perdido, cuando ya no puedo más, Tú estás ahí, Tú estás conmigo"

"Para nosotros, discípulos del Abandonado, nadie puede ser marginado; nadie puede ser abandonado a su suerte"

Domingo de Ramos, fiesta grande en la Iglesia universal y puerta de entrada a la semana central de los misterios cristianos. Preside la solemne ceremonia el Papa Francisco, recién salido del hospital Gemelli. En la homilía, Bergoglio glosa la célebre frase de Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

A su juicio, Jesús sufrió en el cuerpo y en el alma, porque sintió el abandono y la lejanía del Padre. “Experimentó el abandono para no dejarnos rehenes de la desolación y estar a nuestro lado para siempre”. Por eso, “Cristo abandonado nos mueve a buscarlo y amarlo en los abandonados”. Porque “hoy hay tantos ‘cristos abandonados’”, desde pueblos enteros a pobres, emigrantes o presos. “Para nosotros, discípulos del Abandonado, nadie puede ser marginado; nadie puede ser abandonado a su suerte”.

 La plaza de San Pedro, que tiene forma de corazón, acoge a decenas de miles de fieles, que celebran las palmas, rodeados de más de 35.000 flores y plantas, donadas por Holanda, que lucen y brillan en todo su esplendor, en un domingo frío pero soleado. Las flores siembran la plaza de belleza y de fragancia, y en medio, el Papa de la primavera, al que algunos rigoristas le daban por desahuciado (con cáncer terminal e infartos múltiples, llegaron a publicar) y al que querían enterrar ya. Pero, como él mismo dijo a la salida del hospital, “todavía estoy vivo”.

  Sale la procesión de fieles y religiosas con palmas y ramas de olivo, desde un lateral de la plaza, para dirigirse al obelisco, al que rodean. A ellos se unen los cardenales con sus ramos amarillos. El Papa sale a la plaza en su papamóvil y se dirige al pie del obelisco, con una estola roja por encima de su dulleta blanca, da comienzo a los ritos del domingo de Ramos y bendice los ramos con agua bendita.

Tras la lectura del pasaje de la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, la procesión de fieles y clérigos se dirige hacia el altar de la plaza de San Pedro. Y el papamóvil se acerca para recoger al Papa y trasladarlo hasta el altar, al que accede a pie, sin silla de ruedas, para presidir la celebración.

En una homilía profunda e intensa, que el Papa leyó con pasión, a veces con cierta indignación, improvisando al recordar a los abandonados del mundo. Algunos con nombres y apellidos, como el alemán sin techo que murió sólo y abandonado bajo la columnata de San Pedro. 

Homilía

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Es la invocación que la Liturgia nos hace repetir hoy en el Salmo responsorial (cf. Sal 22,2) y es la única pronunciada en la cruz por Jesús en el Evangelio que hemos escuchado. Son, pues, las palabras que nos llevan al corazón de la pasión de Cristo, al punto culminante de los sufrimientos que padeció para salvarnos.  

El sufrimiento de Jesús fue grande y cada vez que escuchamos el relato de la pasión nos conmueve. Sufrió en el cuerpo: de las bofetadas a los golpes, de la flagelación a la corona de espinas, hasta llegar al suplicio de la cruz. Sufrió en el alma: la traición de Judas, las negaciones de Pedro, las condenas religiosas y civiles, las burlas de los guardias, los insultos bajo la cruz, el rechazo de muchos, el fracaso de todo, el abandono de los discípulos. Sin embargo, en todo este dolor, a Jesús le quedaba una certeza: la cercanía del Padre. Había dicho: «El Padre y yo somos una sola cosa» (Jn 10,30), "yo estoy en el Padre y el Padre está en mí" (cf. Jn 14,10). Pero ahora sucede lo impensable; antes de morir grita: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».  

Este es el sufrimiento más lacerante, el del espíritu; en la hora más trágica, Jesús experimenta el abandono de Dios. Nunca antes había llamado al Padre con el nombre genérico de Dios. Para transmitirnos la fuerza de aquel acontecimiento, el Evangelio indica la frase también en arameo: «Elí, Elí, lemá sabactani» (Mt 27,46); es la única, entre las pronunciadas por Jesús en la  cruz, que nos llega en la lengua original y que encontramos tanto en Mateo como en Marcos (cf. Mc 15,34). El acontecimiento es, pues, real y el abajamiento es extremo. El Señor llega a sufrir por amor a nosotros, lo que nos es difícil incluso de comprender. Ve el cielo cerrado, experimenta la amarga frontera del vivir, el naufragio de la existencia, el derrumbamiento de toda certeza. Grita el “por qué” de los “por qué”.  

Becciu en el domiongo de Ramos
Becciu en el domiongo de Ramos

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? El verbo “abandonar” en la Biblia es fuerte; aparece en momentos de extremo dolor: en amores fracasados, negados y traicionados; en hijos rechazados y abortados; en situaciones de repudio, viudez y orfandad; en matrimonios agotados, en exclusiones que privan de vínculos sociales, en la opresión de la injusticia y la soledad de la enfermedad. En fin, en las más dramáticas heridas de las relaciones. Cristo llevó todo ello a la cruz, tomando sobre sí el pecado del mundo. Y en el momento culminante, el Hijo unigénito y amado experimentó la situación que le era más ajena: la lejanía de Dios. 

Pero, podemos preguntarnos, ¿por qué llegó a ese punto? La respuesta es una sola: por nosotros. Se hizo solidario con nosotros hasta el extremo, para estar con nosotros hasta las últimas consecuencias. Para que ninguno de nosotros pudiera considerarse solo e insalvable. Experimentó el abandono para no dejarnos rehenes de la desolación y estar a nuestro lado para siempre. Hermano, hermana, lo hizo por ti, por mí, para que cuando tú, yo, o cualquiera se vea entre la espada y la pared, perdido en un callejón sin salida, sumido en el abismo del abandono, absorbido por el torbellino del "por qué", pueda tener esperanza. No es el final, porque Jesús ha estado allí y está ahora contigo.

Él, el Padre y el Espíritu sufrieron el alejamiento del abandono para acoger en su amor todos nuestros distanciamientos. Para que cada uno de nosotros pueda decir: en mis caídas, en mi desolación, cuando me siento traicionado, descartado y abandonado, Tú estás ahí, Jesús. En mis fracasos, Tú estás conmigo. Cuando me siento errado y perdido, cuando ya no puedo más, Tú estás ahí, Tú estás conmigo. En mis "por qué" sin respuesta, Tú estás conmigo. 

Así es como el Señor nos salva, desde el interior de nuestros "por qué". Desde ahí despliega la esperanza. En la cruz, de hecho, aunque se sienta abandonado completamente, no cede a la desesperación, sino que reza y se encomienda. Grita su “por qué” con las palabras de un salmo (22,2) y se entrega en las manos del Padre, aun sintiéndolo lejano (cf. Lc 23,46). En el abandono se entrega. No sólo eso, sino que en el abandono sigue amando a los suyos que lo habían dejado solo y perdona a los que lo crucifican (v. 34). Así es como el abismo de nuestra maldad se hunde en un amor más grande, de modo que toda nuestra separación se transforma en comunión; toda distancia en cercanía; toda oscuridad en luz. El culmen de nuestra miseria es abrazado por la misericordia. He aquí quién es Dios y cuánto nos ama. ¡Cuánto nos quiere! ¡Cuánto le hemos costado!  

Papa, en Ramos
Papa, en Ramos

Hermanos y hermanas, un amor así, todo para nosotros, hasta el extremo, puede transformar nuestros corazones de piedra en corazones de carne, capaces de piedad, de ternura, de compasión.  Cristo abandonado nos mueve a buscarlo y amarlo en los abandonados. Porque en ellos no sólo hay personas necesitadas, sino que está Él, Jesús abandonado, Aquel que nos salvó descendiendo hasta lo más profundo de nuestra condición humana. Por eso quiere que cuidemos de los hermanos y de las hermanas que más se asemejan a Él, en el momento extremo del dolor y la soledad. Hoy hay tantos "cristos abandonados". Hay pueblos enteros explotados y abandonados a su suerte; hay pobres que viven en los cruces de nuestras calles, con quienes no nos atrevemos a cruzar la mirada; emigrantes que ya no son rostros sino números; presos rechazados, personas catalogadas como problemas. Pero también hay tantos cristos abandonados invisibles, escondidos, que son descartados con guante blanco: niños no nacidos, ancianos que han sido dejados solos, enfermo no visitados,  discapacitados ignorados, jóvenes que sienten un gran vacío interior sin que nadie escuche  realmente su grito de dolor. 

Jesús abandonado nos pide que tengamos ojos y corazón para los abandonados. Para nosotros, discípulos del Abandonado, nadie puede ser marginado; nadie puede ser abandonado a su suerte. Porque, recordémoslo, las personas rechazadas y excluidas son iconos vivos de Cristo. Nos recuerdan la locura de su amor, su abandono que nos salva de toda soledad y desolación. Pidamos hoy la gracia de saber amar a Jesús abandonado y saber amar a Jesús en cada persona abandonada.  Pidamos la gracia de saber ver y reconocer al Señor que sigue gritando en ellos. No dejemos que su voz se pierda en el silencio ensordecedor de la indiferencia. Dios no nos ha dejado solos; cuidemos de aquellos que han sido dejados solos. Entonces, sólo entonces, haremos nuestros los deseos y los sentimientos de Aquel que por nosotros «se anonadó a sí mismo» (Flp 2,7).  

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