"Ante la miseria  de muchos, la acumulación de unos pocos es signo de una soberbia indiferente, que produce dolor e  injusticia" El Papa denuncia en la misa del Corpus: "Hay  pueblos enteros, humillados por la codicia ajena aún más que por el hambre misma"

El Papa en la misa de Corpus
El Papa en la misa de Corpus

"Es en esta hora, en el tiempo de la indigencia y de las sombras, cuando Jesús  permanece entre nosotros"

"Con Jesús contamos con todo lo necesario para dar fuerza y  sentido a nuestra vida"

"Para  multiplicar los panes y los peces, Jesús divide los que hay: sólo así hay suficiente para todos, es más, sobran"

"En lugar de compartir, la opulencia desperdicia los frutos de la tierra y del trabajo del  hombre"

Antes de la procesión del Corpus por las calles de Roma, desde la basílica de San Juan de Letrán a la de Santa María la Mayor, el Papa León XIV celebró la eucaristía con una homilía de denuncia profética, al más puro estilo Francisco, en la que entre otras cosas aseguró que "hay  pueblos enteros, humillados por la codicia ajena aún más que por el hambre misma. Ante la miseria  de muchos, la acumulación de unos pocos es signo de una soberbia indiferente, que produce dolor e  injusticia".

Para salir de esa situación de injusticia que clama al cielo, "en el tiempo de la indigencia y de las sombras", Prevost ofrece la receta de Jesús del compartir: "Para  multiplicar los panes y los peces, Jesús divide los que hay: sólo así hay suficiente para todos, es más, sobran", porque "en lugar de compartir, la opulencia desperdicia los frutos de la tierra y del trabajo del  hombre"

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Homilía papal de la misa del Corpus

Queridos hermanos y hermanas, es hermoso estar con Jesús. El Evangelio que acabamos de  escuchar lo atestigua, narrando que las multitudes permanecían horas y horas con Él, que hablaba del  Reino de Dios y curaba a los enfermos (cf. Lc 9,11). La compasión de Jesús por quienes sufren  manifiesta la amorosa cercanía de Dios, que viene al mundo para salvarnos. Cuando Dios reina, el  hombre es liberado de todo mal. Sin embargo, incluso para aquellos que reciben la buena nueva de  Jesús, llega la hora de la prueba. En aquel lugar desierto, donde las multitudes han escuchado al  Maestro, cae la tarde y no hay nada para comer (cf. v. 12). El hambre del pueblo y la puesta del sol  son signos de un límite que se cierne sobre el mundo, sobre cada criatura: el día termina, al igual que  la vida de los hombres. Es en esta hora, en el tiempo de la indigencia y de las sombras, cuando Jesús  permanece entre nosotros. 

Justo cuando el sol se pone y el hambre crece, mientras los propios apóstoles piden despedir  a la gente, Cristo nos sorprende con su misericordia. Él tiene compasión del pueblo hambriento e  invita a sus discípulos a que se ocupen de él, porque el hambre no es una necesidad que no tenga que  ver con el anuncio del Reino y el testimonio de la salvación. Al contrario, esta hambre está vinculada  con nuestra relación con Dios. Sin embargo, cinco panes y dos peces no parecen suficientes para  alimentar al pueblo, porque los cálculos de los discípulos, aparentemente razonables revelan, en  cambio, su poca fe. Ya que, en realidad, con Jesús contamos con todo lo necesario para dar fuerza y  sentido a nuestra vida.  

En efecto, a la urgencia del hambre, Él responde con el signo del compartir: levanta los ojos,  pronuncia la bendición, parte el pan y da de comer a todos los presentes (cf. v. 16). Los gestos del  Señor no inauguran un complejo ritual mágico, sino que manifiestan con sencillez el agradecimiento  hacia el Padre, la oración filial de Cristo y la comunión fraterna que sostiene el Espíritu Santo. Para  multiplicar los panes y los peces, Jesús divide los que hay: sólo así hay suficiente para todos, es más,  sobran. Después de haber comido ―hasta saciarse―, con lo que sobró, llenaron doce canastos (cf. v.  17). 

El Papa en la misa del Corpus
El Papa en la misa del Corpus

Esta es la lógica que salva al pueblo hambriento: Jesús actúa según el estilo de Dios,  enseñando a hacer lo mismo. Hoy, en lugar de las multitudes que aparecen en el Evangelio, hay  pueblos enteros, humillados por la codicia ajena aún más que por el hambre misma. Ante la miseria  de muchos, la acumulación de unos pocos es signo de una soberbia indiferente, que produce dolor e  injusticia. En lugar de compartir, la opulencia desperdicia los frutos de la tierra y del trabajo del  hombre. Especialmente en este año jubilar, el ejemplo del Señor sigue siendo para nosotros un criterio  urgente de acción y servicio: compartir el pan, para multiplicar la esperanza, proclama la venida del  Reino de Dios. 

Al salvar del hambre a las multitudes, Jesús anuncia que salvará a todos de la muerte. Este es  el misterio de la fe, que celebramos en el sacramento de la Eucaristía. Así como el hambre es señal  de nuestra radical indigencia vital, así también el partir el pan es signo del don divino de la salvación.  

Queridos amigos, Cristo es la respuesta de Dios al hambre del hombre, porque su cuerpo es el  pan de la vida eterna: ¡tomen y coman todos de él! La invitación de Jesús abarca nuestra experiencia  cotidiana: para vivir, necesitamos alimentarnos de la vida, quitándosela a las plantas y a los animales.  Sin embargo, comer algo exánime nos recuerda que también nosotros, por mucho que comamos,  moriremos. En cambio, cuando nos alimentamos de Jesús, pan vivo y verdadero, vivimos para Él.  Ofreciéndose sin reservas, el Crucificado Resucitado se entrega a nosotros, y de este modo  descubrimos que hemos sido hechos para nutrirnos de Dios.

Nuestra naturaleza hambrienta lleva la marca de una indigencia que es saciada por la gracia de la Eucaristía. Como escribe san Agustín,  Cristo es, de verdad, «panis qui reficit, et non deficit; panis qui sumi potest, consumi non potest»  (Sermo 130, 2), es decir, un pan que nutre y nunca falta; un pan que se puede comer pero que nunca  se agota. La Eucaristía, en efecto, es la presencia verdadera, real y sustancial del Salvador (cf.  CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 1413), que transforma el pan en sí mismo, para transformarnos  en Él. Vivo y vivificante, el Corpus Domini hace de nosotros, o sea, de la Iglesia misma, el cuerpo  del Señor.  

Por eso, según las palabras del apóstol Pablo (cf. 1 Cor 10,17), el Concilio Vaticano II enseña  que «la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza  por el sacramento del pan eucarístico […]. Todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo,  luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos» (Const. dogm.  Lumen gentium, 3). La procesión que comenzaremos dentro de poco es un signo de ese camino.  Juntos, pastores y rebaño, nos alimentamos del Santísimo Sacramento, lo adoramos y lo llevamos por  las calles. Al hacerlo, lo ofrecemos a la mirada, a la conciencia y al corazón de la gente. Al corazón  de quien cree, para que crea más firmemente, y al corazón de quien no cree, para que se cuestione  sobre el hambre que tenemos en el alma y sobre el pan que puede saciarla. 

El Papa en corpus en San Juan de Letrán
El Papa en corpus en San Juan de Letrán

Fortalecidos por el alimento que Dios nos da, llevemos a Jesús al corazón de todos, porque  Jesús incluye a todos en la obra de la salvación, invitando a cada uno a participar en su mesa.  ¡Dichosos los invitados, que se convierten en testigos de este amor! 

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