Más de 150.000 personas participan en la misa con el Papa en el Paseo Marítimo de Beirut León XIV: "¡Líbano, levántate! ¡Sé morada de justicia y de fraternidad! ¡Sé profecía de paz para todo el Levante!"
No será este primer viaje del pontificado de León XIV uno más en los muchos que, previsiblemente, están por venir, y no lo será no sólo por tratarse de su 'bautizo' en los periplos papales, sino porque, más allá de los sembrado o simplemente apuntado en este gira que le ha llevado desde el pasado 27 de noviembre también a Turquía, el papa Prevost se lleva los ojos lleno de las imágenes cosechadas en el Líbano, una tierra mártir, encrucijada de culturas y religiones
No será este primer viaje del pontificado de León XIV uno más en los muchos que, previsiblemente, están por venir, quizás el siguiente, o entre los próximos, a España. Y no lo será no sólo por tratarse de su 'bautizo' en los periplos papales, sino porque, más allá de los sembrado o simplemente apuntado en este gira que le ha llevado desde el pasado 27 de noviembre también a Turquía, el papa Prevost se lleva los ojos lleno de las imágenes cosechadas en el Líbano, una tierra mártir, encrucijada de culturas y religiones.
Allí, en apenas dos días de estancia, el Papa ha visto la fe asomarse a las calles al paso veloz de su coche, un pueblo agitando con sus manos la esperanza en medio de "un mundo en escombros", como reconoció el propio Pontífice en una de sus alocuciones, y no sólo por su visita –justo antes de comenzar esta eucaristía de clausura– al puerto de Beirut, destruido por una violenta explosión en 2020, que dejó 200 muertos, 7.000 heridos y 300.000 hogares destruidos. Llovía sobre mojado en el país de los cedros.
Y a esa sombra permanentemente cernida sobre el hermoso y castigado país mediterráneo se refirió el Papa, "al finalizar estos días intensos", en la homilía de la misa celebrada en el Paseo Marítimo de Beirut, la capital, en donde, en uno de los momentos de mayor emotividad, León XIV exclamó ante más de 150.000 personas, y sabiendo que su palabras eran escuchadas desde todo el entorno geográfico que es hoy un auténtico avispero geopolítico: "¡Líbano, levántate! ¡Sé morada de justicia y de fraternidad! ¡Sé profecía de paz para todo el Levante!".
Empezó reconociendo el Pontífice que "la dimensión de la alabanza no siempre encuentra espacio dentro de nosotros", aludiendo a "los numerosos problemas que nos rodean, paralizados por la impotencia ante el mal y oprimidos por tantas situaciones difíciles", que abocan más que nada "a la resignación y a la queja que al asombro del corazón y al agradecimiento".
Por ello, siendo muy consciente el papa Prevost de que los libaneses "son destinatarios de una belleza singular con la que el Señor ha adornado su tierra y que, al mismo tiempo, son espectadores y víctimas de cómo el mal, en sus múltiples formas, puede empañar esta maravilla", quiso invitarles, sin embargo, a perseverar y cultivar esas actitudes de alabanza y gratitud.
"Esa belleza –prosiguió– se ve oscurecida por la pobreza y el sufrimiento, por las heridas que han marcado su historia —acabo de rezar en el lugar de la explosión, en el puerto—; se ve oscurecida por los numerosos problemas que los afligen, por un contexto político frágil y a menudo inestable, por la dramática crisis económica que les oprime, por la violencia y los conflictos que han despertado antiguos temores".
Sion embargo, el Papa quiso detenerse en "las pequeñas luces que brillan en lo hondo de la noche, tanto para abrirnos a la gratitud como para estimularnos al compromiso común en favor de esta tierra" e invitó a "tener ojos que sepan reconocer la pequeñez del retoño que surge y crece incluso en medio de una historia dolorosa".
En ese momento de la homilía, el primer papa estadounidense de la historia fue desgranando esos "pequeños brotes que despuntan": "Pienso en su fe sencilla y genuina, arraigada en sus familias y alimentada por las escuelas cristianas; en el trabajo constante de las parroquias, las congregaciones y los movimientos para responder a las preguntas y necesidades de la gente; me vienen a la mente los numerosos sacerdotes y religiosos que se dedican a su misión en medio de múltiples dificultades; así como también los laicos, comprometidos en el campo de la caridad y en la promoción del Evangelio en la sociedad".
"Todos estamos llamados a cultivar estos brotes, a no desanimarnos, a no ceder a la lógica de la violencia ni a la idolatría del dinero, a no resignarnos ante el mal que se extiende", exhorto el Papa, invitando a que "cada uno debe poner de su parte y todos debemos unir nuestros esfuerzos para que esta tierra pueda recuperar su esplendor".
"Y sólo hay una forma de hacerlo: desarmemos nuestros corazones, dejemos caer las armaduras de nuestras cerrazones étnicas y políticas, abramos nuestras confesiones religiosas al encuentro mutuo, despertemos en lo más profundo de nuestro ser el sueño de un Líbano unido, donde triunfen la paz y la justicia, donde todos puedan reconocerse hermanos y hermanas", exclamó el Papa, añadiendo un último ruego, casi una súplica: "¡Líbano, levántate! ¡Sé morada de justicia y de fraternidad! ¡Sé profecía de paz para todo el Levante!".
Tras este momento cumbre en la homilía, con la que ponía el broche a su primer viaje internacional, desde un altar donde la palabra "paz" se repetía en distintas lenguas como para que nadie pudiese decir que no entendía su significado, el Papa dio gracias a Dios por haber compartido estos días el pueblo libanés. "Llevo en mi corazón sus sufrimientos y sus esperanzas. Rezo por ustedes, para que esta tierra del Levante esté siempre iluminada por la fe en Jesucristo, sol de justicia, y, gracias a Él, conserve la esperanza que no declina".
Tras unas palabras de agradecimiento del patriarca de Antioquía de los Maronitas, el cardenal Béchara Boutros Raï –el saludo inicial corrió a cargo del Patriarca de Antioquía de los Greco-Melquitas–, León XIV dio su bendición a todos los presentes para, instantes después, enfilar en su coche la carretera del aeropuerto, donde, al igual que durante toda sus estancia, le fue acompañando el agitar de manos de los libaneses, reconfortados con una visita en donde han podido al menos poner en pausa por unas horas los peligros que les acechan.
La homilía del Papa
Queridos hermanos y hermanas:
Al finalizar estos días intensos, que hemos compartido con alegría, celebramos nuestra acción de gracias al Señor por tantos dones recibidos de su bondad, por el modo en que se hace presente entre nosotros, por su Palabra que se nos ofrece en abundancia y por lo que nos ha permitido vivir juntos.
También Jesús, como acabamos de escuchar en el Evangelio, tiene palabras de gratitud para el Padre y, dirigiéndose a Él, reza diciendo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra» (Lc 10,21).
Sin embargo, la dimensión de la alabanza no siempre encuentra espacio dentro de nosotros. A veces, agobiados por las fatigas de la vida, preocupados por los numerosos problemas que nos rodean, paralizados por la impotencia ante el mal y oprimidos por tantas situaciones difíciles, nos sentimos más inclinados a la resignación y a la queja que al asombro del corazón y al agradecimiento.
La invitación a cultivar siempre actitudes de alabanza y gratitud la dirijo precisamente a ustedes, querido pueblo libanés. A ustedes, que son destinatarios de una belleza singular con la que el Señor ha adornado su tierra y que, al mismo tiempo, son espectadores y víctimas de cómo el mal, en sus múltiples formas, puede empañar esta maravilla.
Desde esta explanada que se asoma al mar, también yo puedo contemplar la belleza del Líbano cantada por la Escritura. El Señor ha plantado aquí sus altos cedros, los ha alimentado y saciado (cf. Sal 104,16), ha perfumado las vestiduras de la esposa del Cantar de los Cantares con el aroma de esta tierra (cf. Ct 4,11) y, en Jerusalén, ciudad santa revestida de luz por la venida del Mesías, anuncia: «Hasta ti llegará la gloria del Líbano, con el ciprés, el olmo y el abeto, para glorificar el lugar de mi Santuario, para honrar el lugar donde se posan mis pies» (Is 60,13).
Al mismo tiempo, sin embargo, esa belleza se ve oscurecida por la pobreza y el sufrimiento, por las heridas que han marcado su historia —acabo de rezar en el lugar de la explosión, en el puerto—; se ve oscurecida por los numerosos problemas que los afligen, por un contexto político frágil y a menudo inestable, por la dramática crisis económica que les oprime, por la violencia y los conflictos que han despertado antiguos temores.
En un escenario de este tipo, la gratitud cede fácilmente paso al desencanto, el canto de alabanza no encuentra espacio en la desolación del corazón, la fuente de la esperanza se seca por la incertidumbre y la desorientación.
Sin embargo, la Palabra del Señor nos invita a encontrar las pequeñas luces que brillan en lo hondo de la noche, tanto para abrirnos a la gratitud como para estimularnos al compromiso común en favor de esta tierra.
Como hemos escuchado, el motivo del agradecimiento de Jesús al Padre no es por obras extraordinarias, sino porque revela su grandeza precisamente a los pequeños y humildes, a aquellos que no llaman la atención, que parecen contar poco o nada, que no tienen voz. De hecho, el Reino que Jesús viene a inaugurar tiene precisamente estacaracterística de la que nos habló el profeta Isaías: es un brote, un pequeño retoño que surge de un tronco (cf. Is 11,1), una pequeña esperanza que promete el renacimiento cuando todo parece morir. Así se anuncia al Mesías y, al venir en la pequeñez de un brote, sólo puede ser reconocido por los pequeños, por aquellos que sin grandes pretensiones saben percibir los detalles ocultos, las huellas de Dios en una historia aparentemente perdida.
Es también una indicación para nosotros, para que tengamos ojos que sepan reconocer la pequeñez del retoño que surge y crece incluso en medio de una historia dolorosa. Pequeñas luces que brillan en la noche, pequeños brotes que despuntan, pequeñas semillas plantadas en el árido jardín de este tiempo histórico, también nosotros podemos verlos, aquí y también ahora. Pienso en su fe sencilla y genuina, arraigada en sus familias y alimentada por las escuelas cristianas; en el trabajo constante de lasparroquias, las congregaciones y los movimientos para responder a las preguntas y necesidades de la gente; me vienen a la mente los numerosos sacerdotes y religiosos que se dedican a su misión en medio de múltiples dificultades; así como también los laicos, comprometidos en el campo de la caridad y en la promoción del Evangelio en la sociedad. Por estas luces que con esfuerzo tratan de iluminar la oscuridad de la noche, por estos brotes pequeños e invisibles que, sin embargo, abren la esperanza en el futuro, hoy debemos decir como Jesús: “¡Te alabamos, Padre!”. Te damos gracias porque estás con nosotros y no nos dejas vacilar.
Al mismo tiempo, esta gratitud no debe quedarse en un consuelo íntimo e ilusorio. Debe llevarnos a la transformación del corazón, a la conversión de la vida, a considerar que es precisamente en la luz de la fe, en la promesa de la esperanza y en la alegría de la caridad donde Dios ha pensado nuestra vida. Y, por eso, todos estamos llamados a cultivar estos brotes, a no desanimarnos, a no ceder a la lógica de la violencia ni a la idolatría del dinero, a no resignarnos ante el mal que se extiende.
Cada uno debe poner de su parte y todos debemos unir nuestros esfuerzos para que esta tierra pueda recuperar su esplendor. Y sólo hay una forma de hacerlo: desarmemos nuestros corazones, dejemos caer las armaduras de nuestras cerrazones étnicas y políticas, abramos nuestras confesiones religiosas al encuentro mutuo, despertemos en lo más profundo de nuestro ser el sueño de un Líbano unido, donde triunfen la paz y la justicia, donde todos puedan reconocerse hermanos y hermanas y donde, finalmente, se pueda realizar lo que nos describe el profeta Isaías: «El lobo habitará con el cordero y el leopardo se recostará junto al cabrito; el ternero y el cachorro de león pacerán juntos» (Is 11,6).
Este es el sueño que se les ha confiado, es lo que el Dios de la paz pone en sus manos: ¡Líbano, levántate! ¡Sé morada de justicia y de fraternidad! ¡Sé profecía de paz para todo el Levante! Hermanos y hermanas, yo también quiero decir, repitiendo las palabras de Jesús: “Te alabo, Padre”. Elevo mi acción de gracias al Señor por haber compartido estos días con ustedes, mientras llevo en mi corazón sus sufrimientos y sus esperanzas. Rezo por ustedes, para que esta tierra del Levante esté siempre iluminada por la fe en Jesucristo, sol de justicia, y, gracias a Él, conserve la esperanza que no declina.
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