Quiere que el cura sea "capaz de caminar no como un juez sino como el Buen Samaritano que reconoce las heridas de su pueblo" El Papa pide a los sacerdotes “cercanía con Dios, con el obispo, con los hermanos presbíteros y con el pueblo que le fue confiado”

El Papa, rodeado de sacerdotes
El Papa, rodeado de sacerdotes

"El tiempo que vivimos es un tiempo que nos pide no solo detectar el cambio, sino acogerlo"

"Un sacerdote tiene que tener un corazón suficientemente 'ensanchado' para dar cabida al  dolor del pueblo que le ha sido confiado y, al mismo tiempo, como el centinela, anunciar la aurora de  la Gracia de Dios que se manifiesta en ese mismo dolor"

"Romper  toda tentación de encierro, de autojustificación y de llevar una vida 'de solteros'"

"Esto pide necesariamente que los sacerdotes  recen por los obispos y se animen a expresar su parecer con respeto y sinceridad. Pide también de los  obispos, humildad, capacidad de escucha, de autocrítica y de dejarse ayudar"

"Sin  amigos y sin oración el celibato puede convertirse en un peso insoportable y en un anti testimonio de  la hermosura misma del sacerdocio"

"La clericalización del laicado, esa promoción de una pequeña elite que entorno al  cura termina también por desnaturalizar su misión fundamental"

Un discurso salido del corazón y de sus largos años de camino sacerdotal, en los que el propio Papa Francisco pasó “por distintos estados y momentos”, en los que experimentó las “lejanías” y las “cercanías” que, ahora, denuncia y anuncia a sus curas: “cercanía con  Dios, con el obispo, con los hermanos presbíteros y con el pueblo que le fue confiado”. Un discurso de 'padre' que quiere ver a sus hijos resanados, libres del maldito mal del clericalismo y dispuestos a seguir viviendo su entrega sacerdotal “como el primer amor”.

Cuando los curas están en el ojo del huracán de los abusos sexuales, una plaga que recorre el mundo y que lanza piedras de sospecha y de falta de confianza contra la Iglesia, el Papa inaugura este jueves 17 de febrero un congreso internacional en el Vaticano sobre la vocación sacerdotal, la formación de los seminaristas o la soledad sacerdal y el celibato.

Francisco fue el encargado de abrir las sesiones de trabajo de este simposio internacional, en el que participarán más de 700 expertos, con una conferencia titulada 'Fe y sacerdocio hoy'. Y lo hizo desde el corazón de un cura con más de 50 años de sacerdocio.

Papa, sacerdote

El simposio, promovido por el prefecto para la Congregación de los Obispos, cardenal Marc Ouellet, y del Centro de Investigación y Antropología de las Vocaciones, se estructura en torno al título 'Para una teología fundamental del sacerdocio' y tendrá lugar en el Aula Paolo VI del Vaticano del 17 al 19 de febrero

La sesión comenzó con un saludo del cardenal organizador del simposio, el prefecto de la Congregación de Obispos, Marc Ouellet y comienza recordando “los crimenes y delitos” de tantos sacerdotes acusados de abusos sexuales. “Estamos todos flagelados y humillados”, añade. Y pide “perdón a las víctimas” por “comportamientos criminales, que paermanecieron ocultos, para intentar proteger a la institución”.

“Unimos nuestra voz a los que reclaman verdad y justicia” y “responder adecuadamente a la crisis sacerdotal de nuestro tiempo”, dijo el prefecto, mientras recalcaba que “los abusos sexuales sólo son la punta del iceberg del clericalismo”.

Por eso, a su juicio, el objetivo del simposio es "buscar una eclesiología de comunión, que conuduzca a una Iglesia sinodal", asi como "retomar la cuestión del papel de la mujer en la Iglesia".

El Papa y el cardenal Ouellet
El Papa y el cardenal Ouellet

Discurso del Papa Francisco

Queridos hermanos, buenos días: 

Agradezco la oportunidad de poder compartir con ustedes esta reflexión que nace de lo que el  Señor me fue mostrando a lo largo de estos más de 50 años de sacerdocio. No quiero excluir de este  recuerdo agradecido a aquellos sacerdotes que, con su vida y testimonio, desde mi niñez me mostraron  lo que configura el rostro del Buen Pastor. He meditado sobre qué compartir de la vida del sacerdote  hoy y llegué a la conclusión de que la mejor palabra nace del testimonio que recibí de tantos  sacerdotes a lo largo de los años. Lo que ofrezco es fruto del ejercicio de pensar en ellos, discernir y  contemplar cuáles eran las notas que los distinguían y les brindaban una fuerza, alegría y esperanza  singular en su misión pastoral.  

A su vez, tengo que decir lo mismo, de aquellos hermanos sacerdotes que tuve que acompañar  porque habían perdido el fuego del primer amor y su ministerio se había vuelto estéril, rutinario y sin  sentido. El sacerdote durante su vida pasa por distintos estados y momentos; personalmente he pasado  por distintos estados y momentos y rumiando las mociones del espíritu constaté que en algunas  situaciones, inclusive en momentos de pruebas, dificultades y desolación, cuando vivía y compartía  la vida de determinada manera, permanecía la paz. Soy consciente de que mucho se podría hablar y  teorizar sobre el sacerdocio, hoy quiero compartirles esta “pequeña cosecha” para que el sacerdote de  hoy, sea cual sea el momento que esté viviendo pueda vivir la paz y la fecundidad que el Espíritu  quiere regalar. No sé si estas reflexiones son el “canto del cisne” de mi vida sacerdotal, pero sí puedo  asegurar que vienen de mi experiencia. 

El tiempo que vivimos es un tiempo que nos pide no solo detectar el cambio, sino acogerlo  con la consciencia de que nos encontramos ante un cambio de época. Si teníamos dudas sobre esto,  el Covid lo hizo más que evidente ya que su irrupción es mucho más que una cuestión sanitaria. 

El Papa sacerdote

El cambio siempre nos presenta diferentes modos de afrontarlo; el problema es que muchas  acciones y actitudes pueden ser útiles y buenas, pero no todas tienen sabor a Evangelio. Por ejemplo,  buscar formas codificadas, ancladas en el pasado y que nos “garantizan” una forma de protección  contra los riesgos, “refugiándonos” en un mundo o en una sociedad que no existe más (si es que  alguna vez existió), como si ese determinado orden sería capaz de poner fin a los conflictos que la  historia nos presenta.  

Otra actitud puede ser la de un optimismo exacerbado ―“todo andará bien”― que termina  por ignorar los heridos de esta transformación y que no logra asumir las tensiones, complejidades y  ambigüedades propias del tiempo presente y “consagra” la última novedad como lo verdaderamente  real, despreciando así la sabiduría de los años. (Son dos tipos de huidas, son las actitudes del  asalariado que ve venir al lobo y huye: huye hacia el pasado o huye hacia el futuro). Ninguna de estas  actitudes lleva a soluciones maduras.  La concretez del hoy.

En cambio, me gusta esa actitud que nace de hacerse cargo con confianza de la realidad  anclada en la sabia Tradición viva y viviente de la Iglesia, que puede permitirse remar mar adentro  sin miedo. Siento que en este momento histórico, Jesús nos invita, una vez más, a “remar mar adentro”  (cf. Lc 5,4) con la confianza de que Él es el Señor de la historia y que, de su mano, podremos discernir  el horizonte a transitar. Nuestra salvación no es una salvación aséptica, salvación de laboratorio o de  espiritualismos desencarnados; discernir la voluntad de Dios es aprender a interpretar la realidad con  los ojos del Señor, sin necesidad de evadirnos de lo que acontece a nuestros pueblos y sin la ansiedad  que lleva a querer encontrar una salida rápida y tranquilizadora de la mano de una ideología de turno  o una respuesta prefabricada, ambas incapaces de asumir los momentos más difíciles e inclusive  oscuros de nuestra historia. Por estos dos caminos terminaríamos por negar «nuestra historia de  Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida  deshilachada en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa» (Exort. ap. Evangelii gaudium,  96). 

Papa y sacerdote

En este contexto, la vida sacerdotal también se ve afectada por este desafío, y un síntoma de  ello es la crisis vocacional que en distintos lugares aflige a nuestras comunidades. Sin embargo, es  cierto que esto se ha debido frecuentemente a la ausencia en las comunidades de un fervor apostólico  contagioso, por lo que no inspiran entusiasmo y atracción. Donde hay vida, fervor, deseo de llevar a  Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas. Incluso en parroquias donde los sacerdotes no están  muy comprometidos y ni son alegres, es la vida fraterna y fervorosa de la comunidad la que suscita  el deseo de consagrarse completamente a Dios y a la evangelización, sobre todo si esta comunidad  activa reza insistentemente por las vocaciones y tiene el valor de proponer a sus jóvenes un camino  de especial consagración.  

La vida de un sacerdote es ante todo la historia de salvación de un bautizado. No debemos  nunca olvidar que toda vocación específica, incluida la del Orden sagrado, es cumplimiento del Bautismo. Constituye siempre una gran tentación vivir un sacerdocio sin el Bautismo, es decir, sin  acordarnos que nuestra primera llamada es a la santidad. Ser santos significa conformarse a Jesús y  dejar que nuestra vida palpite con sus mismos sentimientos (cf. Flp 2,15). Sólo cuando buscamos  amar como Jesús amó, hacemos también visible a Dios y realizamos así nuestra vocación a la  santidad. Con cuánta razón san Juan Pablo II nos recordaba que «el sacerdote, como la Iglesia, debe  crecer en la conciencia de su permanente necesidad de ser evangelizado» (Exort. ap. post sinodal,  Pastores dabo vobis, 25 marzo 1992, 26).  

Toda vocación específica se debe someter a este tipo de discernimiento. Nuestra vocación es  en primer lugar una respuesta a Aquel que nos amó primero (cf. 1 Jn 4,19). Y esta es la fuente de  esperanza ya que, aun en medio de la crisis, el Señor no deja de amar y, por tanto, de llamar. Y de  esto cada uno de nosotros es testigo: un día el Señor nos encontró allí donde estábamos y como  estábamos, en ambientes contradictorios o con situaciones familiares complejas; pero eso no lo  detuvo para querer escribir, por medio de cada uno de nosotros, la historia de salvación. Desde el  comienzo fue así pensemos en Pedro y en Pablo, en Mateo, por nombrar algunos. Su elección no nace  de una opción ideal sino de un compromiso concreto con cada uno de ellos. Cada uno, mirando su  propia humanidad, su propia historia, su propio carácter, no se debe preguntar si una opción  vocacional es conveniente o no, sino si en conciencia esa vocación abre en él ese potencial de amor  que hemos recibido en el día de nuestros Bautismo.  

Durante estos períodos de cambio son muchas las preguntas a afrontar y también las  tentaciones que vendrán. Por eso, en mi intervención, quisiera referirme simplemente en lo que me  parece decisivo para la vida de una sacerdote hoy, teniendo en cuenta lo que dice Pablo: «en Él —es  decir en Cristo— todo el edificio bien cohesionado va creciendo hasta formar un templo consagrado  al Señor» (Ef 2,21). Pienso que cada construcción, para mantenerse en pie, necesita unos cimientos  sólidos; por eso quiero compartir las actitudes que dan solidez a la persona del sacerdote, las cuatro  columnas constitutivas de nuestra vida sacerdotal y que llamaremos las “cuatro cercanías”, porque  siguen el estilo de Dios, que fundamentalmente es un estilo de cercanía (cf. Dt 4,7). 

Ya en el pasado he hecho referencia de esto, pero hoy quisiera detenerme de forma más  extensa ya que el sacerdote más que recetas o teorías necesita herramientas concretas con las que  confrontar su ministerio, su misión y su cotidianeidad. San Pablo exhortaba a Timoteo a mantener  vivo el don de Dios que recibió por la imposición de sus manos, que no es un espíritu de temor, sino  de fortaleza, de amor y de sobriedad (cf. 2 Tm 1,6-7). Creo que estas cuatro “cercanías” pueden ayudar  de manera práctica, concreta y esperanzadora a reavivar el don y la fecundidad que un día se nos  prometió. 

Cercanía a Dios 

Es decir, cercanía al Señor de las cercanías. «Yo soy la vid, ustedes son las ramas. El que  permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de mí no pueden hacer nada. El  que no permanece en mí será echado fuera, al igual que la rama que se seca, que luego se recoge, se  arroja al fuego y se quema. Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que  quieran y se les concederá» (Jn 15,5-7).  

Un sacerdote es invitado ante todo a cultivar esta cercanía, esta intimidad con Dios, y de esta  relación podrá obtener todas las fuerzas necesarias para su ministerio. La relación con Dios es, por  decirlo así, el injerto que nos mantiene dentro de un vínculo fecundo. Sin una relación significativa  con el Señor nuestro ministerio está destinado a ser estéril. La cercanía con Jesús, el contacto con su  Palabra, nos permite confrontar nuestra vida con la suya y aprender a no escandalizarnos de nada de  lo que nos suceda, a defendernos de los “escándalos”. Al igual que el Maestro se pasará por momentos  de alegría y de boda, de milagros y de curaciones, de multiplicación de los panes y de descanso.  Existirán momentos en que se podrá ser alabado, pero también llegarán las horas de ingratitud, de  rechazo, de duda y de soledad hasta tener que decir: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has  abandonado?» (Mt 27,46). 

La cercanía con Jesús nos invita a no temer a ninguna de estas horas no porque seamos fuertes,  sino porque lo miramos a Él, nos aferramos a él y le decimos: «¡Señor, no me dejes caer en la tentación! Hazme comprender que estoy viviendo un momento importante en mi vida y que tú estás  conmigo para probar mi fe y mi amor» (C. M. Martini, La fuerza de la debilidad. Reflexiones sobre  Job, Salterrae 2014, 84). Esta cercanía con Dios a veces tiene un estilo de lucha, luchar con el Señor  principalmente en esos momentos donde su ausencia se hace más notoria en la vida sacerdotal o en  la vida de las personas a ellos encomendada. Luchar y buscar su bendición hasta el amanecer (cf. Gn  32,25-27), que será fuente de vida para muchos. 

Muchas crisis sacerdotales tienen precisamente origen en una escasa vida de oración, en una  falta de intimidad con el Señor, en una reducción de la vida espiritual a mera práctica religiosa.  Recuerdo momentos importantes en mi vida donde esta cercanía con el Señor fue crucial para  sostenerme. Sin la intimidad de la oración, de la vida espiritual, de la cercanía concreta con Dios a  través de la escucha de la Palabra, de la celebración de la Eucaristía, del silencio de la adoración, de  la consagración a la Virgen, del acompañamiento sapiente de un guía, del sacramento de la  Reconciliación, sin estas “cercanías”, en definitiva, un sacerdote es, por así decirlo, sólo un obrero  cansado que no goza de los beneficios de los amigos del Señor. 

Muy a menudo, por ejemplo, en la vida sacerdotal se vive la oración sólo como un deber,  olvidando que la amistad y el amor no pueden imponerse como una regla externa, sino sólo como una  elección fundamental de nuestro corazón. Un sacerdote que reza no es más que un cristiano que ha  comprendido en profundidad el don que ha recibido en el Bautismo. Un sacerdote que reza es un hijo  que recuerda continuamente que es hijo y que tiene un Padre que lo ama. Un sacerdote que reza es  un hijo que se hace “cercano” al Señor.  

Pero todo esto es difícil si no estamos acostumbrados a tener espacios de silencio en nuestro  día. Si no se sabe substituir el verbo “hacer” de Marta para aprender el “estar” de María. Es difícil  aceptar dejar el activismo que es agotador, porque cuando uno deja de estar ocupado, la paz no llega  inmediatamente al corazón, sino la desolación; y para no entrar en desolación, estamos dispuestos a  no parar nunca. Pero es precisamente la aceptación de la desolación que viene del silencio, del ayuno  de activismo y de palabras, del valor de examinarnos con sinceridad, que todo adquiere una luz y una  paz que no se apoyan en nuestras fuerzas y capacidades. Es aprender a dejar que el Señor siga  realizando su obra en cada uno y pode todo aquello que es infecundo, estéril y que distorsiona el  llamado. Perseverar en la oración no sólo significa permanecer fieles a una práctica, sino no escapar  cuando precisamente la oración nos lleva al desierto. El camino del desierto es el camino que conduce  a la intimidad con Dios, siempre que no huyamos, que no encontremos maneras para evadir este  encuentro. En el desierto “le hablaré a su corazón”, dice el Señor a su pueblo por boca del profeta  Oseas (cf. 2,16). 

La cercanía con Dios permite al sacerdote tomar contacto con el dolor que hay en nuestro  corazón y que, si se acepta, nos desarma hasta hacer posible el encuentro. La oración que como fuego  anima la vida del sacerdote es el grito de un corazón quebrantado y humillado, que —nos dice la  Palabra— el Señor no desprecia (cf. Sal 50,19). «Cuando uno grita, el Señor lo escucha / y lo libra  de sus angustias; / el Señor está cerca de los atribulados, / salva a los abatidos» (Sal 34, 18-19). 

Un sacerdote tiene que tener un corazón suficientemente “ensanchado” para dar cabida al  dolor del pueblo que le ha sido confiado y, al mismo tiempo, como el centinela, anunciar la aurora de  la Gracia de Dios que se manifiesta en ese mismo dolor. Abrazar, aceptar y presentar la propia miseria  en cercanía al Señor será la mejor escuela para poder hacer lugar gradualmente a toda la miseria y el  dolor que encontrará diariamente en su ministerio hasta que él mismo se vuelva como el corazón de  Cristo. Esto preparara al sacerdote también para otras de las cercanías: con el Pueblo de Dios. En la  cercanía con Dios el sacerdote fortalece la cercanía con su Pueblo y viceversa. En la cercanía con su  pueblo también vive la cercanía con su Señor.  

«Es necesario que Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30), decía Juan Bautista. La intimidad  con Dios hace posible todo esto, porque en la oración se experimenta ser grandes a sus ojos, y ya no  es un problema para los sacerdotes cercanos al Señor hacerse pequeños a los ojos del mundo. Y ahí,  en esa cercanía, ya no da miedo conformarse a Jesús crucificado, como se nos pide en el rito de la  ordenación sacerdotal. 

Cercanía al Obispo 

Esta segunda cercanía durante mucho tiempo sólo se leía en forma unilateral. Como Iglesia  con demasiada frecuencia, e incluso hoy, hemos dado a la obediencia una interpretación lejana al  sentir del Evangelio. La obediencia no es un atributo disciplinar sino la característica más profunda  de los vínculos que nos unen en comunión. Obedecer significa aprender a escuchar y recordar que  nadie puede pretender ser el poseedor de la voluntad de Dios, y que ésta sólo puede entenderse a  través del discernimiento. La obediencia, por tanto, es escuchar la voluntad de Dios, que se discierne  precisamente en un vínculo. Esta actitud de escucha permite madurar la idea de que cada uno no es  el principio y fundamento de la vida, sino que necesariamente debe confrontarse con otros. Esta lógica  de las cercanías ―en este caso con el obispo, pero que también rige para las otras― posibilita romper  toda tentación de encierro, de autojustificación y de llevar una vida “de solteros”; e invita, por el  contrario, a apelar a otras instancias para encontrar el camino que conduce a la verdad y a la vida. 

Sacerdotes en el simposio
Sacerdotes en el simposio

El obispo, sea quien sea, permanece para cada presbítero y para cada Iglesia particular como  un vínculo que ayuda a discernir la voluntad de Dios. Pero no debemos olvidar que el obispo mismo  sólo puede ser instrumento de este discernimiento si también él se pone a la escucha de la realidad de  sus presbíteros y del pueblo santo de Dios que le ha sido confiado. Escribí en la Evangelii gaudium:  «Más que nunca necesitamos de hombres y mujeres que, desde su experiencia de acompañamiento,  conozcan los procesos donde campea la prudencia, la capacidad de comprensión, el arte de esperar,  la docilidad al Espíritu, para cuidar entre todos a las ovejas que se nos confían de los lobos que  intentan disgregar el rebaño. Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. Lo  primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace posible la proximidad,  sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y  la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de espectadores. Sólo a partir de esta  escucha respetuosa y compasiva se pueden encontrar los caminos de un genuino crecimiento,  despertar el deseo del ideal cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo  de desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia vida» (n. 171). 

No es casualidad que el mal, para destruir la fecundidad de la acción de la Iglesia, busque  socavar los vínculos que nos constituyen. Defender los vínculos del sacerdote con la Iglesia particular,  con el instituto a que se pertenece y con su propio obispo hace que la vida sacerdotal sea digna de  crédito. La obediencia es la opción fundamental por acoger a quien ha sido puesto ante nosotros como  signo concreto de ese sacramento universal de salvación que es la Iglesia. Obediencia que puede ser  confrontación, escucha y, en algunos casos, tensión. Esto pide necesariamente que los sacerdotes  recen por los obispos y se animen a expresar su parecer con respeto y sinceridad. Pide también de los  obispos, humildad, capacidad de escucha, de autocrítica y de dejarse ayudar. Si defenderemos este  vínculo avanzaremos con seguridad en nuestro camino.  

Cercanía entre los sacerdotes 

Es precisamente a partir de la comunión con el obispo que se abre la tercera cercanía, que es  la de la fraternidad. Jesús se manifiesta allí donde hay hermanos dispuestos a amarse: «Donde dos o  tres se reúnen en mi nombre, yo estoy allí en medio de ellos» (Mt 18,20). También la fraternidad  como la obediencia no puede ser una imposición moral externa a nosotros. La fraternidad es escoger  deliberadamente, ser santos con los demás y no en soledad. Un proverbio africano dice: “Si quieres  ir rápido tienes que ir solo, mientras que si quieres ir lejos tienes que ir con otros”. A veces parece  que la Iglesia es lenta —y es verdad—, pero me gusta pensar que es la lentitud de quien ha decidido  caminar en fraternidad.  

Las características de la fraternidad son las del amor. San Pablo, en la Primera Carta a los  Corintios (cap. 13), nos ha dejado un “mapa” claro del amor y, en cierto sentido, nos ha indicado a  qué debe aspirar la fraternidad. En primer lugar, a aprender la paciencia, que es la capacidad de  sentirnos responsables de los demás, de cargar sus pesos, de sufrir, en cierto modo, con ellos. Lo  contrario a la paciencia es la indiferencia, la distancia que creamos con los demás para no sentirnos  involucrados en su vida. En muchos presbíteros tiene lugar el drama de la soledad, de sentirse solos.  Se tiene la sensación de sentirse no dignos de paciencia y de consideración. Más aún, sienten que del otro no pueden esperar el bien, la benignidad, sino sólo el juicio. El otro es incapaz de alegrarse del  bien que se nos presenta en la vida, y yo tampoco soy capaz de alegrarme cuando veo el bien en la  vida de los demás. Esta incapacidad es la envidia, que tanto atormenta a nuestros ambientes y que es  una fatiga en la pedagogía del amor, no simplemente un pecado que se debe confesar.  

Simposio sobre el sacerdocio
Simposio sobre el sacerdocio

Para sentirnos parte de la comunidad, del “ser de los nuestros”, no hace falta ponernos  máscaras que muestran sólo una imagen triunfante de nosotros. No tenemos necesidad de presumir,  ni mucho menos de pavonearnos o, peor aún, de asumir actitudes violentas, faltando el respeto a  quien está junto a nosotros. Porque un sacerdote, si de algo tiene que presumir es de la misericordia  del Señor; porque el sacerdote mismo conoce su pecado, su miseria y sus límites, pero hizo  experiencia que donde abundó el pecado sobre abundó la gracia (cf. Rm 5,20); y esa es su mejor buena  noticia.  

El amor fraterno no busca el propio interés, no deja espacio a la ira, al resentimiento, como  si el hermano que está a mi lado me hubiera defraudado de alguna manera. Y cuando encuentro la  miseria del otro, estoy dispuesto a olvidar para siempre el mal recibido, a no convertirlo en el único  criterio de juicio, hasta el punto de gozar quizás de la injusticia cuando se refiere precisamente a  quien me ha hecho sufrir. El amor verdadero se complace en la verdad y considerar un pecado grave  ir contra ella y contra la dignidad de los hermanos con calumnias, maledicencias y murmuración. 

Pero, en este sentido no se puede permitir que se crea que el amor fraterno es una utopía,  menos aún un “lugar común” para suscitar bellos sentimientos o palabras de circunstancias en un  discurso tranquilizador, ¡no! Todos sabemos lo difícil que puede ser vivir en comunidad, compartir  el día a día con aquellos que hemos querido reconocer como hermanos. El amor fraterno, si no  queremos endulzarlo, acomodarlo, disminuirlo es “la gran profecía” que en esta sociedad del descarte  estamos llamados a vivir. Me gusta pensar al amor fraterno como una palestra del espíritu donde día  a día nos confrontamos con nosotros mismos y tenemos el termómetro de nuestra vida espiritual. Hoy  la profecía de la fraternidad sigue viva y necesita anunciadores; necesita personas que conscientes de  sus límites y de las dificultades que se presentan se dejen tocar, cuestionar y movilizar por las palabras  del Señor: «Todos conocerán que son mis discípulos si se aman unos a otros» (Jn 13,35). 

El amor fraterno para los presbíteros no queda encerrado en un pequeño grupo, sino que se  declina como caridad pastoral (cf. Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis, 23), que impulsa a  vivirlo concretamente en la misión. Podemos decir que amamos si aprendemos a declinar esa caridad  pastoral en la manera que la describe san Pablo. Y sólo quien busca amar está a salvo. Quien vive con  el síndrome de Caín, con la convicción de que no puede amar porque siente siempre no haber sido  amado, valorizado, tenido en la justa consideración, al final vive siempre como un vagabundo, sin  sentirse nunca a casa, y por eso mismo está más expuesto al mal, a hacerse daño y hacer daño a los  demás.  

Simposio sacerdotal
Simposio sacerdotal

Me atrevería a decir que ahí donde funciona la fraternidad sacerdotal y hay lazos de auténtica  amistad, también es posible vivir con más serenidad la elección del celibato. El celibato es un don  que la Iglesia latina custodia, pero es un don que para ser vivido como santificación requiere  relaciones sanas, vínculos de auténtica estima y genuina bondad que encuentran su raíz en Cristo. Sin  amigos y sin oración el celibato puede convertirse en un peso insoportable y en un anti testimonio de  la hermosura misma del sacerdocio. 

Cercanía al pueblo 

Muchas veces he señalado como la relación con el Pueblo Santo de Dios no es para cada uno  de nosotros un deber sino una gracia. «El amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el  encuentro pleno con Dios» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 272). Es por eso que el lugar de todo  sacerdote está en medio de la gente, en una relación de cercanía con el pueblo. He señalado en la  Evangelii gaudium que «para ser evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto  espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un  gozo superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo.  Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos  sostiene, pero allí mismo, si no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo. Así redescubrimos que Él nos quiere tomar  como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado. Nos toma de en medio del  pueblo y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia»  (n. 268). 

Estoy convencido que, para comprender de nuevo la identidad del sacerdocio, hoy es  importante vivir en estrecha relación con la vida real de la gente, junto a ella, sin ninguna vía de  escape. «A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las  llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente  de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos  permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad  entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando  lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de  ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo» (ibíd, 270). 

Cercanía al Pueblo de Dios. Una cercanía que, enriquecida con las “otras cercanías”, invita y  en cierta medida exige desarrollar el estilo del Señor, que es estilo de cercanía, de compasión y de  ternura porque capaz de caminar no como un juez sino como el Buen Samaritano que reconoce las  heridas de su pueblo, el sufrimiento vivido en silencio, la abnegación y sacrificios de tantos padres y  madres por llevar adelante sus familias, y también las consecuencias de la violencia, la corrupción y  de la indiferencia que a su paso intenta silenciar toda esperanza. Cercanía que permite ungir las  heridas y proclamar un año de gracia en el Señor (cf. Is 61,2). Es clave recordar que el Pueblo de  Dios espera encontrar “pastores” al estilo de Jesús ―y no tanto “clérigos de estado” o “profesionales  de lo sagrado”―; pastores que sepan de compasión, de oportunidad; hombres con coraje capaces de  detenerse ante el caído y tender su mano; hombres contemplativos que en la cercanía con su pueblo  puedan anunciar en las llagas del mundo la fuerza operante de la Resurrección.  

Simposio sacerdotal
Simposio sacerdotal

Una de las características cruciales de nuestra sociedad de “redes” es que abunda el  sentimiento de orfandad. Conectados a todo y a todos falta la experiencia de “pertenencia” que es  mucho más que una conexión. Con la “cercanía” del pastor se puede convocar a la comunidad y  ayudar a crecer el sentimiento de pertenencia; pertenecemos al Santo Pueblo fiel de Dios que está  llamado a ser signo de la irrupción del Reino de Dios en el hoy de la historia. Si el pastor anda  disperso, lejano, las ovejas también se dispersarán y quedarán al alcance de cualquier lobo.  

Esta pertenencia, a su vez, proporcionará el “antídoto” contra una deformación de la vocación  que nace precisamente de olvidarse que la vida sacerdotal se debe a otros ―al Señor y a las personas  por él encomendadas―. Este olvido está en las raíces del clericalismo y sus consecuencias. El  clericalismo es una perversión porque se constituye con “lejanías”. Cuando pienso en el clericalismo,  pienso también en la clericalización del laicado, esa promoción de una pequeña elite que entorno al  cura termina también por desnaturalizar su misión fundamental (cf. Gaudium et spes, 44).  Recordemos que «la misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me  puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar  de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo.  Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir,  vivificar, levantar, sanar, liberar» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 273). 

Me gustaría relacionar esta cercanía al Pueblo de Dios a la cercanía con Dios, ya que la oración  del Pastor, se nutre y encarna en el corazón del Pueblo de Dios. Cuando reza, el pastor lleva las marcas  de las heridas y las alegrías de su gente a la que presenta desde el silencio al Señor para que las unja  con el don del Espíritu Santo. Es la esperanza del pastor que confía y lucha para que el Señor los  bendiga. 

Siguiendo la enseñanza de San Ignacio «porque no el mucho saber harta y satisface al ánima,  más el sentir y gustar de las cosas internamente» (Ejercicios Espirituales, Anotaciones, 2), a los  Obispos y sacerdotes hará bien preguntarse “cómo están mis cercanías”, cómo estoy viviendo estas  cuatro dimensiones que configuran mi ser sacerdotal de manera transversal y que me permiten  “gestionar” las tensiones y “desequilibrios” que a diario tenemos que manejar. Estas cuatro cercanías  son una buena escuela para “jugar en la cancha grande” a la que el sacerdote es convocado sin miedos, sin rigidez, sin reducir ni empobrecer la misión.

Un corazón sacerdotal sabe de cercanías porque el  primero que quiso ser cercano fue el Señor. Que Él visite a sus sacerdotes en la oración, en el obispo,  en los hermanos presbíteros y en su pueblo. Que Él altere las rutinas e incomode un poco, despierte  la inquietud - como en el tiempo del primer amor - ponga en movimiento todas las capacidades para  que nuestros pueblos tengan vida y vida en abundancia (cf. Jn 10,10). Las cercanías del Señor no son  una carga más sino son un regalo que Él hace para mantener viva y fecunda la vocación. Frente a la  tentación de encerrarnos en discursos y discusiones interminables sobre la teología del sacerdocio o  sobre teorías de lo que debería ser, el Señor mira con ternura y compasión y ofrece a los sacerdotes  las coordenadas desde donde discernir y mantener vivo el ardor por la misión: cercanía, cercanía con  Dios, con el obispo, con los hermanos presbíteros y con el pueblo que le fue confiado. Cercanía con  el estilo de Dios que es cercano con compasión y ternura. 

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