El anuncio de la fe y la conciencia de una Iglesia que sabe que no brilla con luz propia El germen del Concilio, sesenta años después

Concilio Vaticano II
Concilio Vaticano II

Sesenta años después, aún nos encontramos en las fases iniciales del camino que nos indicó el Concilio y que todos estamos llamados a hacer brotar

(Vatican News).- En una memorable homilía pronunciada el 11 de mayo de 2010 en Lisboa, Benedicto XVI observó: «Con frecuencia nos preocupamos afanosamente por las consecuencias sociales, culturales y políticas de la fe, dando por descontado que hay fe, lo cual, lamentablemente, es cada vez menos realista».

Es precisamente esta constatación, que tiene en cuenta la realidad de la secularización y la descristianización, la que está en el origen del Concilio Ecuménico Vaticano II, del que acabamos de celebrar el sexagésimo aniversario de su conclusión. Ya desde principios del siglo XX, muchos dentro de la Iglesia habían advertido la creciente dificultad de transmitir la fe en las sociedades de la primera evangelización, las de la llamada «cristiandad». Una dificultad que no se enfrentaba por sí misma a una aversión abierta y frontal hacia el cristianismo, sino más bien a un desinterés.

Creemos. Crecemos. Contigo

Es la aguda percepción que tiene el arzobispo Giovanni Battista Montini cuando, a mediados de los años cincuenta, llega a Milán y se encuentra con entornos cada vez más impermeables y distantes del mensaje evangélico: el del obrero, del financiero, el de la alta moda. La gran pregunta, que está en el origen de la valiente decisión de Juan XXIII de convocar el Concilio, y de la sabia conducción de Pablo VI, que logra el milagro de llevarlo a término prácticamente por unanimidad, es, por tanto, una sola: ¿cómo volver a anunciar el Evangelio a los hombres y mujeres de hoy? Era evidente, entonces, que la «cristiandad», caracterizada por sociedades impregnadas de cultura cristiana en todas sus expresiones, estaba en declive, y que la transmisión de la fe necesitaba nuevos lenguajes para redescubrir lo que es realmente esencial y para dar testimonio de ello al mundo.

Pablo VI
Pablo VI

En las décadas posteriores a la conclusión del Concilio Vaticano II, sus efectos estuvieron en el centro de debates y polémicas ideológicas, muchas de las cuales aún no se han apaciguado, entre quienes atribuyen al Concilio la crisis de la Iglesia y la misma descristianización, y quienes piensan que la solución es adaptarse al mundo. Los primeros no se dan cuenta de que la crisis había comenzado mucho antes de 1962 y siguen persiguiendo el sueño de una restauración imposible, ofreciendo la imagen de una Iglesia asediada cuya única defensa es encerrarse en un fuerte. Los segundos anhelan reformas ideadas por expertos para adaptarse a los cambios de la sociedad, pero que no parten de la experiencia cotidiana del pueblo santo de Dios.

La Iglesia no resplandece con luz propia, no irradia una luz propia, no es la fuente del anuncio

Lo que enseñó el último Concilio y que se encuentra en el magisterio de los Sucesores de Pedro desde 1965 hasta hoy, está bien resumido en las primeras líneas de la Constitución dogmática Lumen gentium: «Cristo es la luz de los pueblos: este santo Concilio, reunido en el Espíritu Santo, desea ardientemente, al anunciar el Evangelio a toda criatura, iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo que resplandece en el rostro de la Iglesia». Aquí se encuentra un núcleo central que nunca se puede dar por sentado en la acción eclesial, ni siquiera en la posconciliar, ni siquiera en la de nuestros días. La Iglesia no resplandece con luz propia, no irradia una luz propia, no es la fuente del anuncio. La Iglesia solo puede tratar de ser transparente, es decir, de dejar traslucir, de hacer resplandecer la luz de Cristo. Es la luz de Cristo la que resplandece sobre el rostro de la Iglesia.

Esta constatación, tan evidente en el magisterio de los Padres de la Iglesia, tiene muchas consecuencias. Una Iglesia que sabe que no es la fuente ni la «dueña» de la fe, huye de toda autosuficiencia y autorreferencialidad, no vive con la mirada puesta en el pasado, no busca el apuntalamiento de los poderosos de turno, no intenta imponer la fe, no la hace consistir en las reglas, en las tradiciones, en las estrategias o los proyectos humanos, sabe reconocer sus propias inadecuaciones pidiendo perdón, dialoga con todos en la libertad, va en busca del Rostro de su Señor dejándose evangelizar por los alejados y lo reconoce allí donde se manifiesta libremente.

Misa de León XIV en Estambul
Misa de León XIV en Estambul

Vive la misericordia, la acogida, la cercanía a los pobres y a los marginados, el compromiso por la paz y la justicia como una forma de ser sal de la tierra y hacer brillar la luz de Cristo en el mundo, dando testimonio de la lógica de un Dios que —como nos recordó León XIV en la catedral de Estambul el pasado 28 de noviembre— «ha elegido el camino de la pequeñez para descender entre nosotros», que «no se impone llamando la atención» y que, por lo tanto, no necesita nuestras proclamas, nuestras invectivas o nuestras estrategias para darse a conocer.

Hablando del Reino de Dios y de cómo se manifiesta en Jesucristo, el obispo de Roma dijo en el Ángelus del pasado 7 de diciembre: «El profeta Isaías lo compara con un renuevo: una imagen que no es de poder o destrucción, sino de nacimiento y novedad. Sobre ese brote, que surge de un tronco aparentemente muerto, comienza a soplar el Espíritu Santo con sus dones (cf. Is 11,1-10). Todos tenemos el recuerdo de una sorpresa parecida que nos ha ocurrido en la vida. Es la experiencia que vivió la Iglesia en el Concilio Vaticano II que concluía precisamente hace sesenta años; una experiencia que se renueva cuando caminamos juntos hacia el Reino de Dios, todos dispuestos a acogerlo y servirlo. Entonces no sólo florecen realidades que parecían débiles o marginales, sino que se realiza lo que humanamente se consideraría imposible».

Esta Iglesia, que vive en el mundo el misterio de Cristo, ya está presente en muchas personas y comunidades, como lo atestiguan las historias de esperanza surgidas en este año jubilar. Sesenta años después, aún nos encontramos en las fases iniciales del camino que nos indicó el Concilio y que todos estamos llamados a hacer brotar.

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