Carta del Papa a los 400 años de la muerte de San Francisco de Sales Lee aquí 'Totum Amoris Est'

San Francisco de Sales
San Francisco de Sales

"Para san Francisco de Sales no hay mejor lugar donde  encontrar a Dios y ayudar a buscarlo que en el corazón de cada mujer y hombre de su tiempo"

En España, la carta será publicada por SAN PABLO

Siguiendo el ejemplo de este santo doctor de la Iglesia, el Papa nos insta a construir una Iglesia no autorreferencial, libre de toda mundanidad pero capaz de habitar el mundo, de compartir, escuchar y acoger. Hemos de apartarnos de la preocupación excesiva por nosotros mismos, por las estructuras, por la imagen social y preguntarnos por las necesidades concretas y las esperanzas espirituales de cada uno.

«En la memoria del cuarto centenario de la muerte de san Francisco de Sales –escribe el Papa–, me he preguntado sobre su legado para nuestra época, y he encontrado iluminadoras su flexibilidad y su capacidad de visión. Un poco por don de Dios, un poco por índole personal, y también por la profundización constante de sus vivencias, había tenido la nítida percepción del cambio de los tiempos. Ni él mismo hubiera llegado a imaginar que en esto reconocería una gran oportunidad para el anuncio del Evangelio. La Palabra que había amado desde su juventud era capaz de hacerse camino abriendo horizontes nuevos e impredecibles en un mundo en rápida transición».

CARTA APOSTÓLICA TOTUM AMORIS EST 

DEL SANTO PADRE FRANCISCO EN EL IV CENTENARIO DE LA MUERTE DE SAN FRANCISCO DE SALES 

«Todo pertenece al amor».[1] En estas palabras podemos recoger la herencia espiritual legada  por san Francisco de Sales, que murió hace cuatro siglos, el 28 de diciembre de 1622, en Lyon.  Tenía poco más de cincuenta años y, durante los últimos veinte años, había sido obispo y príncipe  “exiliado” de Ginebra. Había llegado a Lyon después de su última misión diplomática. El duque de  Saboya le había pedido que acompañara al cardenal Mauricio de Saboya a Aviñón. Juntos habrían  rendido homenaje al joven rey Luis XIII, que regresaba a París, subiendo el valle del Ródano, luego  de una victoriosa campaña militar en el sur de Francia. Cansado y con la salud deteriorada,  Francisco se había puesto en camino por puro espíritu de servicio. «Si no fuera tan útil a su servicio  que yo haga este viaje, tendría, ciertamente, muy buenas y sólidas razones para eximirme de él;  pero, si se trata de su servicio, vivo o muerto, no me echaré atrás, sino que iré o me haré arrastrar». [2] Este era su carácter. Finalmente, cuando llegó a Lyon se alojó en el monasterio de las  Visitandinas, en la casa del jardinero, para no causar demasiadas molestias y, al mismo tiempo, ser  más libre para encontrarse con quien lo necesitara. 

Poco impresionado desde hacía bastante tiempo por «las débiles grandezas de la corte», [3] también había consumado sus últimos días llevando adelante el ministerio de pastor en una  sucesión de compromisos: confesiones, coloquios, conferencias, predicaciones y las últimas,  infaltables, cartas de amistad espiritual. La razón profunda de este estilo de vida lleno de Dios se le  había hecho cada vez más nítida a lo largo del tiempo, y él la había formulado con sencillez y precisión en su célebre Tratado del amor de Dios: «Tan pronto como el hombre fija con alguna  atención su pensamiento en la consideración de la divinidad, siente cierta dulce emoción en su  corazón, que muestra que Dios es Dios del corazón humano».[4] Es la síntesis de su pensamiento. La  experiencia de Dios es una evidencia del corazón humano. Esta no es una construcción mental, más  bien es un reconocimiento lleno de asombro y de gratitud, que resulta de la manifestación de Dios.  En el corazón y por medio del corazón es donde se realiza ese sutil e intenso proceso unitario en  virtud del cual el hombre reconoce a Dios y, al mismo tiempo, a sí mismo, su propio origen y  profundidad, su propia realización en la llamada al amor. Descubre que la fe no es un movimiento  ciego, sino sobre todo una disposición del corazón. A través de ella el hombre confía en una verdad  que se presenta a la conciencia como una “dulce emoción”, capaz de suscitar un correspondiente e  irrenunciable bien-querer por cada realidad creada, como a él le gustaba decir. 

San Francisco de Sales
San Francisco de Sales Agustín de la Torre

A esta luz se comprende cómo para san Francisco de Sales no hay mejor lugar donde  encontrar a Dios y ayudar a buscarlo que en el corazón de cada mujer y hombre de su tiempo. Lo  había aprendido desde su temprana juventud, observándose a sí mismo con fina atención y  escrutando el corazón humano.  

En el último encuentro de esos días en Lyon, y con el sentido íntimo de una cotidianidad  habitada por Dios, había dejado a sus Visitandinas la expresión con la que posteriormente había  querido que fuera sellada su memoria: «He resumido todo en estas dos palabras, cuando os he  dicho: nada pedir, nada rehusar. No tengo más que deciros».[5] Sin embargo, no se trataba de un  ejercicio de mero voluntarismo, «una voluntad sin humildad»,[6] aquella sutil tentación del camino  hacia la santidad, que la confunde con la justificación por medio de las propias fuerzas, con la  adoración de la voluntad humana y de la propia capacidad, «que se traduce en una  autocomplacencia egocéntrica y elitista privada del verdadero amor».[7] Mucho menos se trataba de  un mero quietismo, de un abandono pasivo y sin afectos en una doctrina sin carne y sin historia. [8] Nacía más bien de la contemplación de la misma vida del Hijo encarnado. Era el 26 de  diciembre, y el santo hablaba a las hermanas en el corazón del misterio de la Navidad: «¿Veis al  Niño Jesús en el pesebre? Acepta todas las inclemencias del tiempo, el frío y todo lo que su Padre  permite le suceda. No está escrito que haya extendido alguna vez sus manos a los pechos de su  Madre, se abandonaba totalmente a su cuidado y previsión, sin rehusar los pequeños alivios que ella  le daba. Del mismo modo nosotros no debemos desear ni rehusar nada, sino aceptar igualmente  todo lo que la Providencia de Dios permita que nos suceda, el frío y las inclemencias del tiempo». 

[9] Es conmovedora su atención en reconocer el cuidado de lo que es humano como indispensable.  En la escuela de la encarnación había aprendido a leer la historia y a habitarla con confianza. 

El criterio del amor 

Por medio de la experiencia había reconocido el deseo como la raíz de toda vida espiritual  verdadera y, al mismo tiempo, como lugar de su falsificación. Por eso, recogiendo a manos llenas  de la tradición espiritual que lo había precedido, había comprendido la importancia de poner  constantemente a prueba el deseo, mediante un continuo ejercicio de discernimiento. El criterio  último para su evaluación lo había redescubierto en el amor. En esa última estadía en Lyon, en la  fiesta de san Esteban, dos días antes de su muerte, había dicho: «El amor es lo que da valor a  nuestras obras. Os digo más aún: una persona que sufre el martirio por Dios con una onza de amor,  merece mucho, pues la vida es lo más que se puede dar; pero si hay otra persona que sólo sufre un  golpe con dos onzas de amor tendrá mucho más mérito, porque la caridad y el amor son los que dan  el valor a nuestras obras».[10] 

Sello del Vaticano de San Francisco de Sales
Sello del Vaticano de San Francisco de Sales

Con sorprendente concreción había continuado ilustrando la difícil relación entre  contemplación y acción: «Sabéis o debéis saber que la contemplación es mejor que la acción y la  vida activa; pero si en esta hay más unión [con Dios], entonces es mejor que aquella. Si una  hermana que está en la cocina manejando la sartén junto al fuego tiene más amor y caridad que otra,  el fuego material no le quitará el mérito, al contrario, le ayudará y será más grata a Dios. Con  bastante frecuencia se está tan unido a Dios en la acción como en la soledad. En fin, vuelvo siempre a la cuestión, donde se encuentre más amor».[11] Esta es la verdadera pregunta que disipa  instantáneamente toda rigidez inútil o todo repliegue sobre sí mismo: interrogarse en todo momento,  en toda decisión, en toda circunstancia de la vida dónde reside el mayor amor. No es casualidad que  san Francisco de Sales haya sido llamado por san Juan Pablo II «doctor del amor divino»,[12] no fue  sólo porque escribió un magnífico Tratado sobre este tema, sino sobre todo porque fue testigo de  ese amor. Por otra parte, sus escritos no se pueden considerar como una teoría redactada en un  escritorio, lejos de las preocupaciones del hombre común. Su enseñanza, en efecto, nació de una  escucha atenta de la experiencia. Él no hizo más que transformar en doctrina lo que vivía y leía en  su singular e innovadora acción pastoral, gracias a una agudeza iluminada por el Espíritu. Una  síntesis de este modo de proceder se encuentra en el Prólogo del mismo Tratado del amor de Dios:  «Todo en la Iglesia es para el amor, en el amor, por el amor y del amor».[13] 

Los años de la primera formación: la aventura de conocerse en Dios 

Nació el 21 de agosto de 1567, en el castillo de Sales, cerca de Thorens, de Francisco de  Nouvelles, señor de Boisy, y de Francisca de Sionnaz. «Vivió a caballo entre dos siglos, el XVI y el  XVII, recogió en sí lo mejor de las enseñanzas y de las conquistas culturales del siglo que  terminaba, reconciliando la herencia del humanismo con la tendencia hacia lo absoluto propia de las  corrientes místicas».[14] 

Después de la formación cultural inicial, primero en el colegio de La Roche-sur-Foron y  después en el de Annecy, llegó a París, al colegio jesuita Clermont, que había sido fundado  recientemente. En la capital del Reino de Francia, devastada por las guerras de religión,  experimentó en poco tiempo dos crisis interiores consecutivas, que marcaron su vida de modo  indeleble. Esa ardiente oración hecha en la Iglesia de Saint-Étienne-des-Grès, frente a la Virgen  Negra de París, en medio de la oscuridad, le encenderá en el corazón una llama que permanecerá  viva en él para siempre, como clave de lectura de su propia experiencia y de la de otros. «Señor, tú  que tienes todo en tus manos y cuyos caminos son justicia y verdad, cualquier cosa que suceda, […] yo te amaré, Señor […], te amaré aquí, oh Dios mío, y siempre esperaré en tu misericordia, y siempre  cantaré tus alabanzas. […] Oh, Señor Jesús, tú siempre serás mi esperanza y mi salvación en la tierra  de los vivientes».[15] 

San Francisco de Sales

Eso había escrito en su cuaderno, recuperando la paz. Y esta experiencia, con sus  inquietudes y sus interrogantes, para él siempre será iluminadora y le dará un singular camino de  acceso al misterio de la relación de Dios con el hombre. Le ayudará a escuchar la vida de los demás  y a reconocer, con fino discernimiento, la actitud interior que une el pensamiento al sentimiento, la  razón a los afectos, y que de ese modo es capaz de llamar por nombre al “Dios del corazón  humano”. Por este camino Francisco no corrió el peligro de atribuir un valor teórico a la propia  experiencia personal, absolutizándola, sino que aprendió algo extraordinario, fruto de la gracia: a  leer en Dios lo vivido por él y por los demás.  

Aunque nunca haya pretendido elaborar un sistema teológico propiamente dicho, su  reflexión sobre la vida espiritual tuvo una notable dignidad teológica. Aparecen en él los rasgos  esenciales del quehacer teológico, para el cual es necesario no olvidar dos dimensiones  constitutivas. La primera es precisamente la vida espiritual, porque es en la oración humilde y  perseverante, en la apertura al Espíritu Santo, que se puede tratar de comprender y de expresar al  Verbo de Dios. Los teólogos se fraguan en el crisol de la oración. La segunda dimensión es la vida  eclesial: sentir en la Iglesia y con la Iglesia. También la teología se ha visto afectada por la cultura  individualista, pero el teólogo cristiano elabora su pensamiento inmerso en la comunidad, partiendo  en ella el pan de la Palabra.[16] La reflexión de Francisco de Sales, al margen de las disputas entre  las escuelas de su época, y aun respetándolas, nace precisamente de estos dos rasgos constitutivos. 

El descubrimiento de un mundo nuevo 

Cuando finalizó los estudios humanísticos, continuó con los de derecho en la Universidad de Padua. Al regresar a Annecy ya había decidido la orientación de su vida, no obstante las resistencias de sus padres. Fue ordenado sacerdote el 18 de diciembre de 1593. En los primeros días de  septiembre del año siguiente, por invitación del obispo, Mons. Claude de Granier, fue llamado a la  difícil misión en el Chablais, territorio perteneciente a la diócesis de Annecy, de confesión  calvinista, que, en el intrincado laberinto de guerras y tratados de paz, había pasado nuevamente a  estar bajo el control del ducado de Saboya. Fueron años intensos y dramáticos. Aquí descubrió,  junto con alguna rígida intransigencia que luego le hará reflexionar, sus aptitudes de mediador y  hombre de diálogo. Además, se descubrió inventor de originales y audaces praxis pastorales, como  las famosas “hojas volantes”, que se colgaban en todas partes e incluso se deslizaban debajo de las  puertas de las casas. 

San Francisco de Sales

En 1602 regresó a París, ocupado en llevar adelante una delicada misión diplomática, en  nombre del mismo Granier y con instrucciones precisas de la Sede Apostólica, después de la  enésima modificación del cuadro político-religioso del territorio de la diócesis de Ginebra. A pesar  de la buena disposición por parte del rey de Francia, la misión fracasó. Él mismo escribió al Papa  Clemente VIII: «Después de nueve meses, me vi obligado a dar marcha atrás sin haber concluido  casi nada».[17] Sin embargo, aquella misión se reveló para él y para la Iglesia de una riqueza  inesperada bajo el perfil humano, cultural y religioso. En el tiempo libre que los negociados  diplomáticos le concedían, Francisco predicó ante la presencia del rey y de la corte de Francia,  estableció relaciones importantes y, sobre todo, se sumergió totalmente en la prodigiosa primavera  espiritual y cultural de la moderna capital del Reino. 

Allí todo había cambiado y estaba cambiando. Él mismo se dejó tocar e interrogar tanto por  los grandes problemas que se presentaban en el mundo y el nuevo modo de observarlos, como por  la sorprendente demanda de espiritualidad que había nacido y las cuestiones inéditas que esta  planteaba. En pocas palabras, percibió un verdadero “cambio de época”, al que era necesario  responder con lenguajes antiguos y nuevos. Ciertamente, no era la primera vez que encontraba  cristianos fervorosos, pero se trataba de algo distinto. No era la París devastada por las guerras de  religión, que había visto en sus años de formación, ni la lucha encarnizada librada en los territorios  del Chablais. Era una realidad inesperada: una multitud «de santos, de verdaderos santos,  numerosos y que estaban en todas partes».[18] Eran hombres y mujeres de cultura, profesores de la  Sorbona, representantes de las instituciones, príncipes y princesas, siervos y siervas, religiosos y  religiosas. Un mundo que estaba sediento de Dios.  

Conocer a esas personas y tomar conciencia de sus interrogantes fue una de las  circunstancias providenciales más importantes de su vida. Así, días aparentemente inútiles e  infructuosos se transformaron en una escuela incomparable para leer los estados de ánimo de esa  época, sin nunca elogiarlos. En él, el hábil e infatigable controversista se estaba transformando, por  la gracia, en un fino intérprete del tiempo y extraordinario director de almas. Su acción pastoral, las  grandes obras (Introducción a la vida devota y Tratado del amor de Dios), la infinidad de cartas de  amistad espiritual que fueron enviadas, dentro y fuera de los muros de los conventos y los  monasterios, a religiosos y religiosas, a hombres y mujeres de la corte y a la gente común, el  encuentro con Juana Francisca de Chantal y la misma fundación de la Visitación en 1610 resultarían  incomprensibles sin este cambio interior. Evangelio y cultura encontraban de ese modo una síntesis  fecunda, de la que derivaba la intuición de un método auténtico, maduro y listo para una cosecha  duradera y prometedora.  

En una de las primeras cartas de dirección y amistad espiritual que Francisco de Sales envió  a una de las comunidades que visitó en París, mencionaba, con humildad, un “método suyo”, que se  diferenciaba de los demás, con vistas a una verdadera reforma. Un método que renunciaba a la  severidad y confiaba plenamente en la dignidad y capacidad de un alma devota, no obstante sus  debilidades: «Me viene la duda de que a vuestra reforma también se pueda oponer otro  impedimento: tal vez aquellos que os la han impuesto han curado la llaga con demasiada dureza. […] 

Yo alabo su método, aunque no sea el que suelo usar, especialmente con respecto a espíritus nobles  y bien educados como los vuestros. Creo que sea mejor limitarse a mostrarles el mal y a poner el  bisturí en sus manos para que ellos mismos practiquen la incisión necesaria. Pero no descuidéis por ello la reforma que necesitáis».[19] En estas palabras se trasluce esa mirada que ha hecho célebre el  optimismo salesiano, que ha dejado su huella permanente en la historia de la espiritualidad y que ha  florecido sucesivamente, como en el caso de don Bosco dos siglos después. 

Cuando regresó a Annecy, fue ordenado obispo el 8 de diciembre del mismo año 1602. El influjo de  su ministerio episcopal en la Europa de esa época y de los siglos posteriores resulta inmenso. «Fue  apóstol, predicador, escritor, hombre de acción y de oración; comprometido en hacer realidad los  ideales del concilio de Trento; implicado en la controversia y en el diálogo con los protestantes,  experimentando cada vez más la eficacia de la relación personal y de la caridad, más allá del  necesario enfrentamiento teológico; encargado de misiones diplomáticas a nivel europeo, y de  tareas sociales de mediación y reconciliación».[20] Sobre todo, fue intérprete del cambio de época y  guía de las almas en un tiempo que tenía sed de Dios de un modo nuevo.  

La caridad hace todo por sus hijos 

Entre 1620 y 1621, es decir, ya al final de su vida, Francisco dirigió a un sacerdote de su  diócesis unas palabras capaces de iluminar su visión de la época. Lo animaba a secundar su deseo  de dedicarse a la escritura de textos originales, que lograran interceptar los nuevos interrogantes,  intuyendo en ellos las necesidades. «Os debo decir que el conocimiento que voy adquiriendo cada  día de los estados de ánimo del mundo me lleva a desear apasionadamente que la divina Bondad  inspire a alguno de sus siervos a escribir según el gusto de este pobre mundo».[21] La razón de este  estímulo la encontraba en la propia visión del tiempo: «El mundo se está volviendo tan delicado,  que dentro de poco nadie se atreverá más a tocarlo, sino con guantes de seda, ni a medicar sus  llagas, sino con cataplasmas de cebolla; pero, ¿qué importa, si los hombres son curados y, en  definitiva, salvados? Nuestra reina, la caridad, hace todo por sus hijos».[22] No era algo que se daba  por sentado, ni mucho menos una rendición final frente a una derrota. Se trataba, más bien, de la  intuición de un cambio que estaba en curso y de la exigencia, totalmente evangélica, de comprender  cómo poder habitarlo.  

La misma conciencia, además, la había madurado y expresado en el Prólogo, al introducir  el Tratado del amor de Dios: «He tenido en cuenta la condición de las almas en estos tiempos, y  además debía tenerla, porque importa mucho mirar la condición de los tiempos en que se escribe». [23] Rogando, asimismo, la benevolencia del lector, afirmaba: «Y si encontrares el estilo un poco  diferente del que he usado escribiendo a Filotea, y ambos muy diversos del que empleé en  la Defensa de la cruz, debes saber que en diecinueve años se aprenden y se olvidan muchas cosas;  que el lenguaje de la guerra no es igual que el de la paz, y que de una manera se habla a los  muchachos principiantes y de otra a los viejos compañeros».[24] Pero, frente a este cambio, ¿por  dónde comenzar? No lejos de la misma historia de Dios con el hombre. De aquí el objetivo final de  su Tratado: «Mi pensamiento ha sido tan sólo exponer sencilla y llanamente, sin artificios ni  aderezos de estilo, la historia del nacimiento, progreso, decadencia, operaciones, propiedades,  beneficios y excelencias del amor divino».[25] 

Carta del Papa sobre san Francisco de Sales, en San Pablo
Carta del Papa sobre san Francisco de Sales, en San Pablo

Las preguntas de un cambio de época 

En la memoria del cuarto centenario de la muerte de san Francisco de Sales, me he  preguntado sobre su legado para nuestra época, y he encontrado iluminadoras su flexibilidad y su  capacidad de visión. Un poco por don de Dios, un poco por índole personal, y también por la  profundización constante de sus vivencias, había tenido la nítida percepción del cambio de los  tiempos. Ni él mismo hubiera llegado a imaginar que en esto reconocería una gran oportunidad para  el anuncio del Evangelio. La Palabra que había amado desde su juventud era capaz de hacerse  camino abriendo horizontes nuevos e impredecibles en un mundo en rápida transición.  

Es lo que también nos espera como tarea esencial para este cambio de época: una Iglesia no  autorreferencial, libre de toda mundanidad pero capaz de habitar el mundo, de compartir la vida de  la gente, de caminar juntos, de escuchar y de acoger.[26] Es lo que realizó Francisco de Sales  leyendo su época con ayuda de la gracia. Por eso, él nos invita a salir de la preocupación excesiva por nosotros mismos, por las estructuras, por la imagen social, y a preguntarnos más bien cuáles son  las necesidades concretas y las esperanzas espirituales de nuestro pueblo.[27] Por tanto, releer  algunas de sus decisiones cruciales es importante también hoy, para vivir el cambio con sabiduría evangélica. 

La brisa y las alas 

La primera de dichas decisiones fue la de releer y volver a proponer a cada uno, en su  condición específica, la feliz relación entre Dios y el ser humano. En definitiva, la razón última y el  objetivo concreto del Tratado era precisamente ilustrar a los contemporáneos el encanto del amor  de Dios. «¿Cuáles son —se preguntaba— los lazos habituales por los cuales la Providencia divina  acostumbra atraer nuestros corazones a su amor?».[28] Partiendo sugestivamente del texto de Oseas  11,4,[29] definía tales medios ordinarios como «lazos de humanidad, o de caridad y amistad». «No  cabe duda —escribía— de que Dios no nos atrae con cadenas de hierro, como a los toros y a los  búfalos, sino mediante invitaciones, dulces encantos y santas inspiraciones, que son los lazos de  Adán y de la humanidad, es decir, los propios y convenientes al corazón humano, que naturalmente  está dotado de libertad».[30] Es a través de estos lazos que Dios ha sacado a su pueblo de la  esclavitud, enseñándole a caminar, llevándolo de la mano, como hace un papá o una mamá con el  propio hijo. Por consiguiente, ninguna imposición externa, ninguna fuerza despótica y arbitraria,  ninguna violencia. Más bien, la forma persuasiva de una invitación que deja intacta la libertad del  hombre. «La gracia —proseguía, pensando ciertamente en tantas historias de vida que había  conocido— tiene fuerza, no para obligar, sino para atraer el corazón; ejerce una santa violencia, no  para vulnerar, sino para enamorar nuestra libertad; obra fuertemente, mas con suavidad tan  admirable, que nuestra voluntad no queda agobiada bajo tan poderosa acción; nos presiona, pero no  sofoca nuestra libertad. Así, pues, en medio de toda su fuerza, podemos consentir o resistir a sus  impulsos, según nos place».[31] 

San Francisco de Sales

Poco antes había bosquejado dicha relación utilizando el curioso ejemplo del “ápodo”: «Hay  cierta clase de pájaros, oh Teótimo, a los cuales Aristóteles llama “ápodos”, esto es, sin pies,  porque, teniendo las piernas extremadamente cortas y los pies sin fuerza, no les sirven más que si  realmente no los tuvieran. Por donde sucede que, si una vez caen a tierra, permanecen como  clavados en ella, sin que puedan nunca por sí mismos recobrar el vuelo, porque, no pudiéndose  valer de sus piernas ni de sus pies, no tienen medio ninguno para tomar impulso y lanzarse de nuevo  al aire. Así, quedan allí inmóviles y hasta llegan a morir, si el viento propicio a su impotencia,  soplando fuertemente sobre la faz de la tierra, no viene a arrebatarlos y levantarlos, como hace con  otras cosas; porque entonces, si empleando ellos sus alas, corresponden a este impulso y primer  vuelo que el viento les da, el mismo viento continúa ayudándoles, impeliéndoles cada vez más a  volar».[32] Así es el hombre: hecho por Dios para volar y desplegar todas sus potencialidades en la  llamada al amor, corre el riesgo de volverse incapaz de levantar el vuelo cuando cae a tierra y no  acepta volver a abrir las alas a la brisa del Espíritu. 

Esta es, pues, la “forma” a través de la cual la gracia de Dios se concede a los hombres: la de  los preciosos y muy humanos vínculos de Adán. La fuerza de Dios no deja de ser absolutamente  capaz de restablecer el vuelo y, sin embargo, su dulzura hace que la libertad de consentimiento no  sea violada o inútil. Corresponde al hombre levantarse o no levantarse. Aunque la gracia lo haya  tocado para despertarlo, sin él, esta no quiere que el hombre se levante sin su consentimiento. De  esa manera obtiene su reflexión conclusiva: «Las inspiraciones, oh Teótimo, nos previenen, y antes  de que hayamos pensado en ellas, experimentamos su presencia, mas después de haberlas sentido, a  nosotros toca consentir, secundándolas y siguiendo sus impulsos, o disentir y rechazarlas: ellas se  hacen sentir en nosotros y sin nosotros, pero no obtienen el consentimiento sin nosotros».[33] Por lo  tanto, la relación con Dios se trata siempre de una experiencia de gratuidad que manifiesta la  profundidad del amor del Padre.  

Ahora bien, esta gracia nunca hace al hombre pasivo, sino que lleva a comprender que  estamos precedidos radicalmente por el amor de Dios, y que su primer don consiste precisamente en haber recibido su mismo amor. Pero cada uno tiene el deber de cooperar en su propia realización,  desplegando con confianza las propias alas a la brisa de Dios. Aquí vemos un aspecto importante de  nuestra vocación humana: «El mandato de Dios a Adán y Eva en el relato del Génesis es ser  fecundos. La humanidad ha recibido el mandato de cambiar, construir y dominar la creación en el  sentido positivo de crear desde y con ella. Entonces, el futuro no depende de un mecanismo  invisible en el que los humanos son espectadores pasivos. No, somos protagonistas, somos — forzando la palabra— cocreadores».[34] Francisco de Sales lo comprendió bien y trató de  transmitirlo en su ministerio de guía espiritual. 

San Francisco de Sales

La verdadera devoción 

Una segunda y gran decisión crucial fue la de haberse centrado en la cuestión de la  devoción. También en este caso, el nuevo cambio de época había formulado no pocos interrogantes,  tal como ocurre en nuestros días. Dos aspectos en particular requieren que sean comprendidos y  revitalizados también hoy. El primero se refiere a la idea misma de devoción, el segundo, a su  carácter universal y popular. Indicar, ante todo, qué se entiende por devoción es la primera  consideración que encontramos al comienzo de Filotea: «Es necesario que conozcas, desde el  principio, en qué consiste la virtud de la devoción, pues son numerosas las devociones falsas e  inútiles y sólo hay una verdadera, que, si no la conoces, podrías sufrir engaño determinándote a  seguir alguna devoción inconveniente y supersticiosa».[35] 

La descripción de Francisco de Sales acerca de la falsa devoción, en la que no nos es difícil  reconocernos, es amena y siempre actual, sin dejar fuera una pizca eficaz de sano sentido del  humor: «El que se siente inclinado a ayunar se considerará muy devoto si no come, aunque su  corazón esté lleno de rencor; y mientras por sobriedad no se atreve a mojar su lengua, no digo en  vino, pero ni siquiera en agua, no temerá teñirla en la sangre del prójimo mediante maledicencias y  calumnias. Otro se creerá devoto porque reza diariamente un sinnúmero de oraciones, aunque  después su lengua se desate de continuo en palabras insolentes, arrogantes e injuriosas contra sus  familiares y vecinos. Algún otro abrirá su bolsa de buena gana para distribuir limosnas entre los  pobres, pero no es capaz de sacar dulzura de su corazón perdonando a sus enemigos. Aquel  perdonará a sus enemigos, pero no saldará sus deudas si no es apremiado por la justicia». [36] Evidentemente, son los vicios y las dificultades de siempre, también de hoy, por lo que el santo  concluye: «Todos estos son tenidos vulgarmente por devotos; nombre que de ninguna manera  merecen».[37] 

En cambio, la novedad y la verdad de la devoción se encuentran en otro lado, en una raíz  profundamente unida a la vida divina en nosotros. De ese modo «la devoción viva y verdadera […] presupone el amor de Dios; mejor dicho, no es otra cosa que el verdadero amor de Dios, y no un  amor cualquiera».[38] En su ferviente imaginación la devoción no es más que, «en resumen, una  agilidad o viveza espiritual por cuyo medio la caridad actúa en nosotros y nosotros actuamos en ella  con prontitud y alegría».[39] Por eso no se coloca junto a la caridad, sino que es una de sus  manifestaciones y, al mismo tiempo, conduce a ella. Es como una llama con respecto al fuego:  reaviva su intensidad, sin cambiar su naturaleza. «En conclusión, se puede decir que entre la caridad  y la devoción no existe mayor diferencia que entre la llama y el fuego; siendo la caridad fuego  espiritual, cuando está bien inflamada, se llama devoción; así que la devoción nada añade al fuego  de la caridad fuera de la llama que la hace pronta, activa, diligente, no sólo en la observancia de los  mandamientos, sino también en el ejercicio de los consejos e inspiraciones celestiales».[40] Una  devoción así entendida no tiene nada de abstracto. Es, más bien, un estilo de vida, un modo de ser  en lo concreto de la existencia cotidiana. Esta recoge e interpreta las pequeñas cosas de cada día, la  comida y el vestido, el trabajo y el descanso, el amor y la descendencia, la atención a las  obligaciones profesionales; en síntesis, ilumina la vocación de cada uno.  

San Francisco de Sales

Aquí se intuye la raíz popular de la devoción, afirmada desde las primeras líneas de Filotea:  «Casi todos los que hasta ahora han tratado de la devoción, se han dirigido a los que viven alejados  de este mundo o, por lo menos, han trazado caminos que empujan a un absoluto retiro. Mi intención es instruir a los que viven en las ciudades, con sus familias, en la corte y, por su condición, están  obligados, por las conveniencias sociales, a vivir en medio de los demás».[41] Es por ello que está  muy equivocado quien piensa en relegar la devoción a algún ámbito protegido o reservado. Esta es,  más bien, de todos y para todos, dondequiera que estemos, y cada uno la puede practicar según la  propia vocación. Como escribía san Pablo VI en el cuarto centenario del nacimiento de Francisco de  Sales, «la santidad no es prerrogativa de una clase o de otra; sino que a todos los cristianos se les  dirige esta invitación apremiante: “¡Amigo, siéntate en un lugar más destacado!” (Lc 14,10); todos  están vinculados por el deber de subir al monte de Dios, aunque no todos por el mismo camino. “La  devoción se ha de ejercitar de diversas maneras, según que se trate de una persona noble o de un  obrero, de un criado o de un príncipe, de una viuda o de una joven soltera, o bien de una mujer  casada. Más aún: la devoción se ha de practicar de un modo acomodado a las fuerzas, negocios y  ocupaciones particulares de cada uno”».[42] Recorrer la ciudad secular manteniendo la interioridad y  conjugar el deseo de perfección con cada estado de vida, volviendo a encontrar un centro que no se  separa del mundo, sino que enseña a habitarlo, a apreciarlo, aprendiendo también a tomar de él una  justa distancia; ese era el propósito del santo, y sigue siendo una valiosa lección para cada mujer y  hombre de nuestro tiempo.  

Este es el tema conciliar de la vocación universal a la santidad: «Todos los fieles, de  cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son  llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es  perfecto el mismo Padre celestial».[43] “Cada uno por su camino”. «Entonces, no se trata de  desalentarse cuando uno contempla modelos de santidad que le parecen inalcanzables».[44] La  madre Iglesia no nos los propone para que intentemos copiarlos, sino para que nos alienten a  caminar por la senda única y particular que el Señor ha pensado para nosotros. «Lo que interesa es  que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal  que Dios ha puesto en él (cf. 1 Co 12,7)».[45] 

El éxtasis de la vida 

Todo ello condujo al santo obispo a considerar la vida cristiana en su totalidad como «el  éxtasis de la obra y de la vida».[46] Pero no hay que confundirla con una fuga fácil o una retirada  intimista, mucho menos con una obediencia triste y gris. Sabemos que este peligro siempre está  presente en la vida de fe. En efecto, «hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin  Pascua. […] Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves dificultades que tienen  que sufrir, pero poco a poco hay que permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como  una secreta pero firme confianza, aun en medio de las peores angustias».[47] 

Permitir que se despierte la alegría es precisamente lo que expresa Francisco de Sales al  describir “el éxtasis de la obra y de la vida”. Gracias a ella «no sólo llevamos una vida civil, honesta  y cristiana, sino también una vida sobrehumana, espiritual, devota y extática, es decir, una vida,  bajo todos los conceptos, fuera y por encima de nuestra condición natural».[48] Nos encontramos  aquí en las páginas centrales y más luminosas del Tratado. El éxtasis es el desbordamiento feliz de  la vida cristiana, lanzada más allá de la mediocridad de la mera observancia: «No robar, no mentir,  no cometer actos lujuriosos, orar a Dios, no jurar en vano, amar y honrar a los padres, no matar;  todo esto es vivir según la razón natural del hombre. Mas dejar todos nuestros bienes, amar la  pobreza, buscarla y estimarla como la más deliciosa señora, tener los oprobios, desprecios,  humillaciones, persecuciones y martirios por felicidad y dicha, contenerse en los términos de una  absoluta castidad, y, en fin, vivir en medio del mundo y en esta vida mortal en oposición a todas las  opiniones y máximas mundanas y contra la corriente del río de esta vida, con habitual resignación,  renuncias y abnegaciones de nosotros mismos, todo esto no es vivir humana, sino  sobrehumanamente; no es vivir en nosotros, sino fuera de nosotros y sobre nosotros. Y porque nadie  puede salir de este modo sobre sí mismo si el Padre Eterno no le atrae, por eso este género de vida  debe ser un rapto continuo y un éxtasis perpetuo de acción y de operación».[49]

Es una vida que, ante toda aridez y frente a la tentación de replegarse sobre sí, ha encontrado  nuevamente la fuente de la alegría. En efecto, «el gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y  abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro,  de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior  se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya  no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo  por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él  y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida».[50] 

A la descripción del “éxtasis de la obra y de la vida”, san Francisco añade dos observaciones  importantes, válidas también para nuestro tiempo. La primera se refiere a un criterio eficaz para el  discernimiento de la verdad de ese mismo estilo de vida y la segunda a su origen profundo. En  cuanto al criterio de discernimiento, él afirma que, si por un lado dicho éxtasis comporta un  auténtico salir de sí mismo, por otro lado, no significa un abandono de la vida. Es importante no  olvidarlo nunca, para evitar peligrosas desviaciones. En otras palabras, quien presume de elevarse  hacia Dios, pero no vive la caridad para con el prójimo, se engaña a sí mismo y a los demás. 

Volvemos a encontrar aquí el mismo criterio que él aplicaba a la calidad de la verdadera  devoción. «Cuando se ve a una persona que en la oración tiene raptos por los cuales sale y sube  encima de sí misma hasta Dios, y, sin embargo, no tiene éxtasis en su vida, esto es, no lleva una  vida elevada y unida a Dios, […] sobre todo, por medio de una continua caridad, creedme que todos  estos raptos son grandemente dudosos y peligrosos». Su conclusión es muy eficaz: «Estar sobre sí  mismo en la oración y bajo sí mismo en las obras y en la vida, ser angélico en la meditación y  bestial en la conversación […] es una señal cierta de que tales raptos y tales éxtasis no son más que  ardides y engaños del espíritu maligno».[51] Se trata, en definitiva, de lo que ya recordaba Pablo a  los corintios en el himno a la caridad: «Aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar  montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los  pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada» (1 Co 13,2-3).  

Por tanto, para san Francisco de Sales la vida cristiana nunca está exenta de éxtasis y, sin  embargo, el éxtasis no es auténtico sin la vida. En efecto, la vida sin éxtasis corre el riesgo de  reducirse a una obediencia opaca, a un Evangelio que ha olvidado su alegría. Por otra parte, el  éxtasis sin la vida se expone fácilmente a la ilusión y al engaño del Maligno. Las grandes  polaridades de la vida cristiana no se pueden resolver la una en la otra. En todo caso, una mantiene  a la otra en su autenticidad. De ese modo, la verdad no es tal sin justicia; la satisfacción, sin  responsabilidad; la espontaneidad, sin ley; y viceversa. 

Por otra parte, en cuanto al origen profundo de este éxtasis, él lo vincula sabiamente al amor  manifestado por el Hijo encarnado. Si, por un lado, es verdad que «el amor es el primer acto y el  principio de nuestra vida devota o espiritual por el cual vivimos, sentimos y nos movemos» y, por  otro lado, que «nuestra vida espiritual consiste toda en nuestros movimientos afectivos», está claro  que «un corazón que no tiene afecto, no tiene amor», como también que «un corazón que tiene  amor, no puede estar sin movimiento afectivo».[52] Pero el origen de este amor que atrae el corazón  es la vida de Jesucristo: «Nada urge y aprieta tanto al corazón del hombre como el amor», y el  culmen de dicha urgencia es que «Jesucristo murió por nosotros, nos ha dado la vida con su muerte.  Nosotros sólo vivimos porque Él murió; murió por nosotros, para nosotros y en nosotros».[53] 

Es conmovedora esta indicación que, más allá de una visión iluminada y no evidente de la  relación entre Dios y el hombre, manifiesta el estrecho vínculo afectivo que unía al santo obispo  con el Señor Jesús. La verdad del éxtasis de la vida y de la acción no es genérica, sino que se  manifiesta según la forma de la caridad de Cristo, que culmina en la cruz. Este amor no anula la  existencia, sino que la hace brillar de una manera extraordinaria. 

Es por ello que, con una imagen muy hermosa, san Francisco de Sales describía el Calvario  como «el monte de los amantes».[54] Allí, y sólo allí, se comprende que «no se puede tener la vida  sin el amor, ni el amor sin la muerte del Redentor; mas, fuera de allí, todo es o muerte eterna o amor  eterno, y toda la sabiduría cristiana consiste en elegir bien».[55] De esta manera puede cerrar su Tratado remitiendo a la conclusión de un discurso de san Agustín sobre la caridad: «¿Qué hay  más fiel que el amor, no al servicio de la vanidad, sino de la eternidad? En efecto, tolera todo en la  vida presente, porque cree todo lo referente a la vida futura, y sufre todo lo que aquí le sobreviene,  porque espera todo lo que allí se le promete; con razón nunca desfallece. Así, pues, perseguid el  amor y, pensando devotamente en él, aportad frutos de justicia. Y cualquier alabanza que vosotros  hayáis encontrado más exuberante de lo que yo haya podido decir, muéstrese en vuestras  costumbres».[56] 

Esto es lo que nos deja ver la vida del santo obispo de Annecy, y que se nos entrega  nuevamente a cada uno. Que la celebración del cuarto centenario de su nacimiento al cielo nos  ayude a hacer de ello devota memoria; y que, por su intercesión, el Señor infunda con abundancia  los dones del Espíritu en el camino del santo Pueblo fiel de Dios.  

Roma, San Juan de Letrán, 28 de diciembre de 2022.  

FRANCISCO 

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[1] S. Francisco de Sales, Traité de l’amour de Dieu, Préface, ed. Ravier – Devos, París 1969, 336. [2] Íd., Lett. 2103: A Monsieur Sylvestre de Saluces de la Mente, Abbé d'Hautecombe (3 noviembre 1622), en Œuvres de  Saint François de Sales, XXVI, Annecy 1932, 490-491. 

[3] Íd., Lett. 1961: À une dame (19 diciembre 1622), en Œuvres de Saint François de Sales, XX (Lettres, X: 1621-1622),  Annecy 1918, 395. 

[4] Íd., Traité de l’amour de Dieu, I, 15, ed. Ravier – Devos, París 1969, 395. 

[5] Íd., Entretiens spirituels, Dernier entretien [21], ed. Ravier – Devos, París 1969, 1319. 

[6] Exhort. ap. Gaudete et exsultate (19 marzo 2018), 49: AAS 110 (2018), 1124. 

[7] Ibíd., 57: AAS 110 (2018), 1127. 

[8] Cf. ibíd., 37-39: AAS 110 (2018), 1121-1122. 

[9] S. Francisco de Sales, Entretiens spirituels, Dernier entretien [21], ed. Ravier – Devos, París 1969, 1319. [10] Ibíd., 1308. 

[11] Ibíd. 

[12] Carta a Mons. Yves Boivineau, Obispo de Annecy, con ocasión del IV centenario de la consagración episcopal de  san Francisco de Sales (23 noviembre 2002), 3: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (20 diciembre  2002), p. 10. 

[13] S. Francisco de Sales, Traité de l’amour de Dieu, Préface, ed. Ravier – Devos, París 1969, 336. [14] Benedicto XVI, Catequesis (2 marzo 2011): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (6 marzo  2011), p. 11. 

[15] S. Francisco de Sales, Fragments d’écrits intimes, 3: Acte d’abandon héroïque, en Œuvres de Saint François de  Sales, XXII (Opuscules, I), Annecy 1925, 41. 

[16] Cf. Discurso a la Comisión Teológica Internacional (29 noviembre 2019): L’Osservatore Romano (30 noviembre  2019), p. 8. 

[17] S. Francisco de Sales, Lett. 165: À Sa Sainteté Clément VIII (fines de octubre de 1602), en Œuvres de Saint François  de Sales, XII (Lettres, II: 1599-1604), Annecy 1902, 128. 

[18] H. Bremond, L’humanisme dévôt: 1580-1660, en Histoire littéraire du sentiment religieux en France: depuis la fin  des guerres de religion jusqu’à nos jours, I, Jérôme Millon, Grenoble 2006, 131. 

[19] S. Francisco de Sales, Lett. 168: Aux religieuses du monastère des «Filles-Dieu» (22 noviembre 1602), en Œuvres  de Saint François de Sales, XII (Lettres, II: 1599-1604), Annecy 1902, 105. 

[20] Benedicto XVI, Catequesis (2 marzo 2011): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (6 marzo  2011), p. 12. 

[21] S. Francisco de Sales, Lett. 1869: À M. Pierre Jay (1620 o 1621), en Œuvres de Saint François de Sales, XX  (Lettres, X: 1621-1622), Annecy 1918, 219. 

[22] Ibíd. 

[23] Íd., Traité de l’amour de Dieu, Préface, ed. Ravier – Devos, París 1969, 339. 

[24] Ibíd., 347. 

[25] Ibíd., 338-339. 

[26] Cf. Discurso a los obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas y catequistas, Bratislava (13 septiembre  2021): L’Osservatore Romano (13 septiembre 2021), pp. 11-12.

[27] Cf. ibíd. 

[28] S. Francisco de Sales, Traité de l’amour de Dieu, II, 12, ed. Ravier – Devos, París 1969, 444. [29] «Con afecto humano [Vulg: in funiculis Adam], con lazos de amor los atraía. Fui para ellos como quien alza a un  niño hasta sus mejillas y se inclina hacia él para darle de comer». 

[30] S. Francisco de Sales, Traité de l’amour de Dieu, II, 12, ed. Ravier – Devos, París 1969, 444. [31] Ibíd., II, 12, 444-445. 

[32] Ibíd., II, 9, 434. 

[33] Ibíd., II, 12, 446. 

[34] Soñemos juntos. El camino a un futuro mejor, Conversaciones con Austen Ivereigh, Simon & Schuster, Nueva York  2020, 4. 

[35] S. Francisco de Sales, Introduction à la vie dévote, I, 1, ed. Ravier – Devos, París 1969, 31. [36] Ibíd., 31-32. 

[37] Ibíd., 32. 

[38] Ibíd. 

[39] Ibíd. 

[40] Ibíd., 33. 

[41] Ibíd., Préface, ed. Ravier – Devos, París 1969, 23. 

[42] Epíst. ap. Sabaudiae gemma, en el IV centenario del nacimiento de san Francisco de Sales, doctor de la Iglesia (29  enero 1967): AAS 59 (1967), 119. 

[43] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 11. 

[44] Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 11: AAS 110 (2018), 1114. 

[45] Ibíd. 

[46] S. Francisco de Sales, Traité de l’amour de Dieu, VII, 6, ed. Ravier – Devos, París 1969, 682. [47] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 6: AAS 105 (2013), 1021-1022. 

[48] S. Francisco de Sales, Traité de l’amour de Dieu, VII, 6, ed. Ravier – Devos, París 1969, 682-683. [49] Ibíd., 683. 

[50] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 2: AAS 105 (2013), 1019-1020. 

[51] S. Francisco de Sales, Traité de l’amour de Dieu, VII, 7, ed. Ravier – Devos, París 1969, 685. [52] Ibíd., 684. 

[53] Ibíd., VII, 8, 687.688. 

[54] Ibíd., XII, 13, 971. 

[55] Ibíd. 

[56] Discursos, 350, 3: PL 39, 1535. 

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