Testimonios en la Jornada Pro Orantibus ¡Esperanza que genera vida!

Monjas de clausura
Monjas de clausura

¿Cómo vive una persona contemplativa la esperanza que engendra y da vida? En primer lugar, nuestra vocación no nos sitúa en una posición privilegiada, fuera del mundo, sino que nosotros «gemimos» con el mundo, compartiendo su dolor, sus dramas, sus heridas, pero lo vivimos en la esperanza, sabiendo que en Cristo «las tinieblas pasan, y la luz verdadera brilla ya» (1 Jn 2,8)

Nuestra vida es una palabra «profética» que engendra esperanza, que hace presente nuestro ser de «peregrinos» caminando hacia el Padre siguiendo las huellas de nuestro Señor Jesucristo

(CEE).- «Hemos sido salvados en esperanza. Y una esperanza que se ve, no es esperanza; efectivamente, ¿cómo va a esperar uno algo que ve? Pero si esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia» (Rom 8,24-25).

El papa Francisco dice a menudo en sus audiencias y homilías: «Sin ternura y sin esperanza, no podemos vivir». Y creo firmemente en esta afirmación, porque la esperanza es el fruto de vivir con coherencia nuestra fe y nuestra ternura-caridad.
¿Y cómo vive una persona contemplativa la esperanza que engendra y da vida? En primer lugar, nuestra vocación no nos sitúa en una posición privilegiada, fuera del mundo, sino que nosotros «gemimos» con el mun- do, compartiendo su dolor, sus dramas, sus heridas, pero lo vivimos en la esperanza, sabiendo que en Cristo «las tinieblas pasan, y la luz verdadera brilla ya» (1 Jn 2,8).

Semillas de un mundo nuevo 

Esperar es, primeramente, descubrir en las profundidades de nuestros días una Vida con mayúsculas: Cristo que dijo: «¡Yo soy el camino y la verdad y la vida!». Acoger esta Vida con un sí que abarca todo nuestro ser nos lanza a poner, aquí y ahora, en medio de los azares de esta sociedad, signos de porvenir distintos, semillas de un mundo nuevo que, a su tiempo, darán sus frutos.

Para los primeros cristianos, el signo más claro de este mundo nuevo era la existencia de comunidades compuestas de personas de distintos orígenes y lenguas diversas. En nombre de Cristo, estas comunidades surgían por todo el mundo mediterráneo. Superaban todo tipo de divisiones que les impidieran estar cerca unos de otros; estos hombres y mujeres vivían como hermanos, como la familia de Dios, rezando unidos y compartiendo sus bienes según las necesidades de cada uno. (cf. Hch 2,42-47).

Se esforzaban en mantenerse «unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir» (Flp 2,2), y así brillaban en el mundo como lumbreras (cf. Flp 2,15). Desde el nacimiento de la Iglesia, la esperanza cristiana ha encendido el fuego del amor de Dios, manifestado en su Hijo Jesucristo, en toda la tierra.

Esperanza, creatividad, sencillez, humildad

En el hoy que nos toca vivir, el Señor nos llama a vivir con gozo esperanzado y creatividad, a la vez que con sencillez y humildad, la inmensa riqueza de los diversos carismas que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia. Nuestra vida es una palabra «profética» que engendra esperanza, que hace presente nuestro ser de «peregrinos» caminando hacia el Padre siguiendo las huellas de nuestro Señor Jesucristo muerto y resucitado, que nos ha abierto el cielo y nos ha sentado con él a la derecha del Padre.

La esperanza y la fe unidas dan como fruto el amor. Infundimos esperanza en nuestra humanidad marcada por divisiones, guerras, odios, afán de poder, angustias y temores y, tentada de desaliento, testimoniando la fuerza renovadora de las bienaventuranzas, de la honradez, de la ternura y compasión, el valor de la bondad, de la vida sencilla llena de significado.

Se es contemplativo allí donde el amor es activo. Es el amor el que purifica nuestros pensamientos, sana nuestras heridas, nos une, nos alivia en el sufrimiento, denuncia las injusticias y abre caminos de reconciliación. Con nuestra oración alimenta también la esperanza de la Iglesia, contribuyendo a que todos nos reconozcamos hermanos para favorecer el espíritu de comunión. Tengamos la capacidad de repetir cada día el «sí» que pronunciamos al sentir la llamada de Jesús, que se sigue escuchando, de forma siempre nueva, en cada etapa de la vida. Su llamada y nuestra respuesta mantienen viva nuestra esperanza.

¿Qué espera Dios de nosotros?

La pregunta que podemos hacernos, finalmente, no es tanto ¿qué esperamos nosotros?, como ¿qué espera Dios de nosotros? Nuestra esperanza es profecía, cercanía, alegría porque se fundamenta en Jesucristo, principio y fin de toda realidad. El presente, aunque esté lleno de precariedad, se puede vivir con entusiasmo si nos hace mirar a la meta, y si la meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino (Spe salvi, 1). La esperanza cristiana es teologal: ¡llegar a conocer al Dios verdadero, al Crucificado que ha resucitado! ¡Ahí radica nuestra esperanza!

Entre las cosas esperables, aunque de entrada nos produzca rechazo, también está la cruz del Señor. Solo siendo amigos de la cruz viviremos felices y podremos ser esperanza para los más débiles. La experiencia de Dios vivida en fraternidad nos impulsa a hacer nuestra la «misión de Cristo»: ser profetas de esperanzas y ser portadores de la luz del Resucitado en medio de las noches de la humanidad.

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