Guatemala ante el 2026: Territorio, trabajo y tierra, conflictos estructurales gestionados sin justicia
Parte II: Estado capturado, justicia postergada y democracia en disputa
Radiografía ética y política de un país que administra la conflictividad y normaliza la exclusión
Los conflictos que atraviesan hoy a Guatemala no son hechos aislados ni fallas accidentales del sistema. Son la expresión concreta de un Estado que, incapaz de gobernar las causas estructurales de la desigualdad y la violencia, gestiona sus efectos mediante la fuerza, la legalidad selectiva y la postergación de la justicia. Por eso, la pregunta de fondo en la primera parte era: ¿En qué tipo de Estado y de arquitectura de poder llega Guatemala al 2026, y bajo qué presiones internas y externas?
A continuación, se analizan los principales nudos donde esta crisis se vuelve visible y dolorosa —conflictos territoriales, política salarial, desalojos de comunidades campesinas— porque es allí donde se juega, de manera tangible, si el país seguirá administrando la herida o se atreverá a transformar sus causas. Aquí, la pregunta subyacente es: ¿Cómo se expresa esa crisis estructural en decisiones concretas y conflictos reales? A continuación, se analizan los principales nudos donde esta crisis que se vuelve visible y dolorosa sus causas.
Territorio sin derecho: cuando la violencia sustituye a la ley
El conflicto entre Nahualá y Santa Catarina Ixtahuacán, en el occidente guatemalteco, expone con crudeza una omisión fundacional: 150 años sin delimitación territorial efectiva. La incapacidad —o desinterés— del Estado para trazar una línea jurídica ha dejado a las comunidades atrapadas en una disputa donde la violencia sustituye al derecho. La escalada reciente, con armas de alto calibre y ataques a fuerzas de seguridad, no inaugura el problema; lo desnuda.
La respuesta del Estado —militarización recurrente, estados de excepción y despliegues policiales temporales— no resuelve el conflicto; lo congela hasta el siguiente estallido. La evidencia empírica es clara: la fuerza sin mediación no construye paz. Desde una lectura ética, el mensaje es aún más contundente: cuando el Estado llega solo con soldados, llega tarde y provoca terror en las comunidades. El crimen organizado no crea el vacío institucional; lo ocupa y lo explota.
Nuevamente el Estado de Excepción, con una ley de 1965, muchos antes de la Constitución, permite hacer una forma ordinaria de gobierno. Guatemala ha convertido “la excepcionalidad” en herramienta ordinaria de gobierno. Esta práctica, lejos de fortalecer la autoridad legítima, erosiona la confianza y educa a la ciudadanía en una verdad peligrosa: la ley sirve para castigar, no para proteger. Académicamente, esto deteriora el capital institucional; proféticamente, rompe el pacto social.
Cuando la mediación se sustituye por la fuerza, la violencia se vuelve lenguaje político. No es casual que los territorios con mayor conflictividad agraria, presencia de economías ilegales y pobreza estructural sean los mismos. Allí donde el Estado no gobierna con justicia, otros gobiernan con miedo.
Salario mínimo y poder empresarial: justicia laboral aplazada y veto estructural al cambio
El incremento del salario mínimo aprobado para 2026 ha sido presentado por el gobierno como una señal de sensibilidad social y de corrección gradual de los ingresos laborales. Sin embargo, su alcance real debe leerse con sobriedad y sin autoengaños. En una economía de corte neoliberal, marcada por alta informalidad, débil inspección laboral y poder empresarial concentrado y sin interés por la inversión, el salario mínimo opera más como gesto político limitado que como palanca estructural de justicia social.
Desde el punto de vista técnico, el aumento puede generar alivio parcial para un segmento del empleo formal. No obstante, la mayoría de la población económicamente activa queda fuera de su impacto, atrapada en la informalidad, el desempleo y subempleo o la precarización. Allí donde el Estado no fiscaliza, el salario mínimo no es un derecho exigible, sino una referencia retórica. La justicia laboral no se decreta; se garantiza con instituciones capaces de hacer cumplir la ley.
La reacción del poder empresarial organizado, particularmente el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras, CACIF, frente al incremento confirma un patrón histórico: resistencia sistemática a cualquier redistribución mínima del ingreso. Bajo el argumento de la competitividad, el empleo y la estabilidad, se reproduce una lógica que traslada los costos laborales a precios, despidos, informalización o reducción de derechos. Esta práctica no es accidental; forma parte de un modelo que ha convertido el bajo salario en ventaja estructural y el trabajo precarizado en norma silenciosa.
Aquí se revela uno de los nudos éticos más profundos del país: Guatemala ha construido crecimiento económico sobre la contención del salario y la fragilidad del trabajo. El empresariado que se beneficia de esta arquitectura no puede presentarse como actor neutral del desarrollo. Su influencia sobre la política fiscal, laboral y presupuestaria define los límites de lo reformable. En este sentido, el salario mínimo no enfrenta solo un debate económico, sino un veto estructural al cambio distributivo.
Sin inspección laboral efectiva, sin sanciones reales a la evasión de responsabilidades patronales y sin una estrategia decidida de formalización, el aumento del salario mínimo corre el riesgo de convertirse en una promesa que se evapora en el mercado. La experiencia histórica es clara: cuando el poder económico no asume corresponsabilidad social, la justicia laboral queda aplazada indefinidamente y el Estado termina siendo árbitro débil entre intereses desiguales.
Desde un juicio ético, el problema es aún más grave. Un modelo que defiende la rentabilidad sacrificando dignidad laboral erosiona la cohesión social y alimenta migración, violencia y desconfianza democrática. No hay competitividad sostenible donde el trabajo no permite vivir con dignidad. Empobrecer al trabajador puede ser rentable a corto plazo; es socialmente destructivo a mediano y largo plazo.
Desalojos campesinos: legalidad sin justicia social
Los desalojos forzados revelan el núcleo del conflicto agrario: la tierra como privilegio y no como derecho. El uso de la fuerza pública sin rutas de mediación ni soluciones productivas transforma la ley en instrumento de despojo. Académicamente, esto profundiza la pobreza y la migración; proféticamente, clama al cielo.
Cada desalojo rompe comunidades, empuja a la migración y fortalece economías ilegales. Las remesas sostienen el consumo, pero subsidian la expulsión. El país parece estable porque millones sobreviven fuera. Esa estabilidad es frágil y moralmente insostenible.
En Guatemala, los desalojos de campesinos de sus territorios ancestrales con un sistema de justicia cooptado son una tragedia, porque convierten un conflicto social e histórico por la tierra en un trámite de fuerza. Cuando terratenientes, tribunales, fiscalías y policías actúan bajo presiones económicas y redes de impunidad, el “debido proceso” se vuelve selectivo: se acelera la expulsión y se ignoran títulos comunitarios, procesos agrarios pendientes y el derecho a consulta. El resultado es desarraigo, pérdida de cosechas, hambre y migración, especialmente en pueblos indígenas. Y, al criminalizar la organización comunitaria, se rompe la paz social y se normaliza la violencia.
Conclusión: Cuando el Estado administra el conflicto y posterga la justicia
Los conflictos territoriales, laborales y agrarios revelan una misma matriz: un Estado que interviene tarde, con fuerza y sin mediación estructural. La ley aparece como instrumento de contención y no como garantía de derechos. En este escenario, la violencia sustituye al derecho, el salario mínimo se vacía de eficacia y los desalojos se normalizan como trámite administrativo. No se trata de fallas aisladas, sino de un patrón de gobernabilidad que gestiona los efectos del conflicto sin transformar sus causas. Este patrón se consolida —o se disputa— en el plano institucional y político, especialmente a través del presupuesto y del control de los órganos del Estado, tema que abordamos en la tercera y última entrega.