Gaudete et exsultate: una santidad creíble e increíble

El Papa Francisco, una vez más, nos ha sorprendido con una Exhortación Apostólica (Gaudete et exsultate) absolutamente cercana y comprensible, y que no debe pasar desapercibida para el Pueblo de Dios. Fundamentalmente porque va dirigida a cada cristiano que quiere vivir su vida como un camino de santidad: “Mi humilde objetivo es hacer resonar una vez más el llamado a la santidad, procurando encarnarlo en el contexto actual, con sus riesgos, desafíos y oportunidades”.

Nos recuerda que el Señor “nos quiere y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada”. Tres calificativos impresionantes y sin desperdicio. Y el camino que traza es absolutamente creíble e increíblemente concreto: “Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra”. El reto para el ideal de la santidad es la vida diaria, no las cosas extraordinarias, por eso es comprensible para la gente sencilla.

Francisco nos recuerda dos parámetros complementarios de la santidad. Por un lado, nos presenta la dimensión personal y absolutamente intransferible de la santidad: “Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él (cf. 1 Co 12, 7), y no que se desgaste intentando imitar algo que no ha sido pensado para él… Porque la vida divina se comunica «a unos en una manera y a otros en otra”. Resuenen las palabras del gran poeta León Felipe: “Nadie fue ayer, ni va hoy, ni ira mañana hacia Dios por el mismo camino que voy yo, para cada uno guarda un camino virgen Dios..…”. El Papa nos ofrece una conclusión muy esperanzadora: “Esto debería entusiasmar y alentar a cada uno para darlo todo, para crecer hacia ese proyecto único e irrepetible que Dios ha querido para él desde toda la eternidad: «Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré» (Jr 1,5). Y aterriza la santidad en cosas muy concretas de la vida cotidiana: “Esta santidad a la que el Señor te llama irá creciendo con pequeños gestos. Por ejemplo: una señora va al mercado a hacer las compras, encuentra a una vecina y comienza a hablar, y vienen las críticas. Pero esta mujer dice en su interior: «No, no hablaré mal de nadie». Este es un paso en la santidad. Luego, en casa, su hijo le pide conversar acerca de sus fantasías, y aunque esté cansada se sienta a su lado y escucha con paciencia y afecto. Esa es otra ofrenda que santifica. Luego vive un momento de angustia, pero recuerda el amor de la Virgen María, toma el rosario y reza con fe. Ese es otro camino de santidad. Luego va por la calle, encuentra a un pobre y se detiene a conversar con él con cariño. Ese es otro paso”.

Y en esta línea un apunte necesario hacia la mujer: “quiero destacar que el «genio femenino» también se manifiesta en estilos femeninos de santidad, indispensables para reflejar la santidad de Dios en este mundo. Precisamente, aun en épocas en que las mujeres fueron más relegadas, el Espíritu Santo suscitó santas cuya fascinación provocó nuevos dinamismos espirituales e importantes”.

Por otro lado, el segundo parámetro: “ El Señor, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Por eso nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo”. Y esto con la confianza de que: “Podemos decir que «estamos rodeados, guiados y conducidos por los amigos de Dios…No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría soportar yo solo. La muchedumbre de los santos de Dios me protege, me sostiene y me conduce”. Y, desde esta perspectiva también apunta líneas concretas y cercanas: “Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad «de la puerta de al lado», de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios, o, para usar otra expresión, “la clase media de la santidad”. El Papa se ha atrevido a introducir un concepto nuevo de santidad “ la clase media” para incitarnos a vivir las exigencias de la la misma con todas sus consecuencias, pero comprensible, accesible y sostenible. Nos ha ido poco a poco introduciendo en un nuevo territorio, en donde todos tenemos cabida, no sólo unos cuantos, que sin duda nos marcan el camino, pero que todos podemos recorrer. Desde el discernimiento personal, caminamos hacia una auténtica comunidad de santidad.

Y ante los temores que nos pueden sobrevenir muchas veces: “La santidad no te hace menos humano, porque es el encuentro de tu debilidad con la fuerza de la gracia. En el fondo, como decía León Bloy, en la vida “existe una sola tristeza, la de no ser santos”. Los santos son humanos, y nosotros, aunque no lleguemos a estar en el calendario, podemos estar en el corazón de Dios.

Finalmente, Jesús, nos emplaza al tema clave, las bienaventuranzas y el capítulo 25 de Mateo.

En el frontispicio del Sermón de la montaña se encuentran las bienaventuranzas: “Jesús explicó con toda sencillez qué es ser santos, y lo hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-12; Lc 6,20-23). Son como el carnet de identidad del cristiano. Así, si alguno de nosotros se plantea la pregunta: «¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?», la respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el sermón de las bienaventuranzas. En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas”. Por eso, la santidad se mide por la “la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado como, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya. Así, cada santo es un mensaje que el Espíritu Santo toma de la riqueza de Jesucristo y regala a su pueblo”.

El Papa Francisco nos dice, también: “En el capítulo 25 del evangelio de Mateo (vv. 31-46), Jesús vuelve a detenerse en una de estas bienaventuranzas, la que declara felices a los misericordiosos. Si buscamos esa santidad que agrada a los ojos de Dios, en este texto hallamos precisamente un protocolo sobre el cual seremos juzgados: «Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme» (25,35-36). Y lo concreta, de una manera absolutamente clara: “Cuando encuentro a una persona durmiendo a la intemperie, en una noche fría, puedo sentir que ese bulto es un imprevisto que me interrumpe, un delincuente ocioso, un estorbo en mi camino, un aguijón molesto para mi conciencia, un problema que deben resolver los políticos, y quizá hasta una basura que ensucia el espacio público. O puedo reaccionar desde la fe y la caridad, y reconocer en él a un ser humano con mi misma dignidad, a una creatura infinitamente amada por el Padre, a una imagen de Dios, a un hermano redimido por Jesucristo. ¡Eso es ser cristianos! ¿O acaso puede entenderse la santidad al margen de este reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano?

Y, teniendo en cuenta a los Obispos de Canadá nos dice: “no se trata solo de realizar algunas buenas obras sino de buscar un cambio social: “Para que las generaciones posteriores también fueran liberadas, claramente el objetivo debía ser la restauración de sistemas sociales y económicos justos para que ya no pudiera haber exclusión”. Esta es la gran invitación y el camino…
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