La historia de la pederastia en España

La terrible historia de la pederastia en España está por escribir. Esta es una convicción personal, compartida por muchas personas. Probablemente, existen cientos de casos de hombres y mujeres que, aunque estas experiencias hayan marcado negativamente sus vidas, estos hechos dormirán en sus conciencias y, seguramente, nunca aflorarán. Es una lástima, ya que sería una catarsis necesaria y una cura de humildad muy saludable para la Iglesia. El escándalo lamentablemente ya está amortizado. Ahora, desgraciadamente es más de lo mismo. Y, por supuesto, la luz sería un terapia liberadora para esas víctimas.

Hace unos días, en este digital se publicaba lo siguiente: “Sorprendentes, trágicas, indefendibles". Así ha calificado la Iglesia católica de Australia las cifras presentadas… a la Real Comisión anti-pederastia que revelan que entre 1980 y 2015 casi 4.500 personas denunciaron abusos sexuales a menores cometidos por 1.880 miembros de la Iglesia. Esto es, por el 7% del clero de entonces, suma que ascendió en algunas diócesis a más del 15%”. Y el caso de un obispo australiano, víctima de un sacerdote abusador, ha sido la guinda…

No olvidemos que a distintas instituciones de la Iglesia española, durante décadas, se le confiaron miles y miles de jóvenes de ambos sexos, que asistían a centros eclesiales para recibir una buena educación. Los seminarios menores y mayores diocesanos y de muchas órdenes religiosas, y los internados estaban repletos de chavales. En muchos de esos lugares, siempre estaba el personaje de turno, que, de una manera más o menos descarada o velada, y bajo amenaza, acosaba a algún muchacho, que al final no tenía más remedio que ceder a las pretensiones de aquel siniestro ser humano. Estos individuos eran de sobras conocidos, pero por miedo o por falta de sensibilidad social sus tropelías pasaban desapercibidas. o la gente miraba hacia otro lado.

Los hombres de iglesia estaban muy protegidos. La denuncia hubiera supuesto la vergüenza, la expulsión y la ignominia para el niño y la familia. El denunciante habría terminado siendo el denunciado. El efecto “boomerang”. ¡No olvidemos, que eran niños! ¿Quién osaría denunciar, en aquellas épocas, a estos insignes personajes, revestidos de un aura de bondad? ¿Quién se atrevería a denunciar a ese sacerdote del pueblo, que vivía casi en olor de santidad? ¡Cuantas historias de sufrimiento profundo escondido! Sin duda, muchas vidas truncadas como consecuencia de ese trauma, que ha marcado la psicología y el mundo relacional de las víctimas de la pederastia. ¡Ojalá esto fuera una simple especulación!

No quiero dejar de lado ese mundo más complicado, oscuro y desconocido de la mujer en este campo. Hablo de oídas, pero la iniciación temprana de niñas a la sexualidad, por parte de sacerdotes, religiosos y religiosas, también ha sido una lacra en nuestras tierras durante esa misma época. Lugares santos de la catequesis de la Palabra de Dios, sacristías e incluso rincones de Iglesias ha podido ser testigos mudos de esas atrocidades. Incluso el confesionario, en el que el “sexto y nono”, predominaban como materia, se convirtieron en el primer núcleo de ese maléfico encuentro. ¡Qué contradicción!

El sentido del anonimato público es porque la generación, que pudo vivir esas terribles circunstancias, estaba muy marcada por la represión sexual. Todo lo referente a ese campo se vivía bajo la perspectiva del “pecado”, y por lo tanto el sentimiento de lo vergonzoso relacionado con la sexualidad estaba incrustado en la psicología personal y social. Muchas de las víctimas, a pesar del paso de los tiempos, han seguido ancladas en esa mentalidad, por eso están paralizadas a la hora de denunciar sus nefastas experiencias. La vergüenza les pesa más que la verdad. Prefieren seguir con ese secreto inconfesable, a que su mujer o sus hijos o sus nietos, conozcan ese apartado de su historia. O que sus feligreses o compañeros sacerdotes o religiosos, sepan que fue víctima de un pederasta. Las circunstancias pueden ser muy variadas, pero estoy convencido que predomina el silencio…

La Iglesia, consciente de este dolor, debería plantear un mecanismo para que de manera anónima mucha gente pudiera, con nombres y apellidos denunciar los muchos casos que con seguridad, se dieron en esas décadas. Me refiero, fundamentalmente, en España, desde los años 50. Y, por supuesto nombrar una Comisión, que con el debido sigilo, verifique la veracidad de cada uno de los casos. También se pueden dar denuncias injustas o ajustes de cuentas. Sin duda, muchos de esos depredadores habrán muerto, que descansen en paz, pero tendría que quedar constancia de sus latrocinios con el hábito o la sotana.

En cualquier caso, esas injustificables actuaciones, denotan una inmensa inmadurez, una incalificable falta de respeto a la persona por parte de estos individuos; y una irresponsabilidad supina por parte de todos. El secreto de confesión convirtió a muchos confesores en rehenes de esos delincuentes. Así la confesión, porque se confesaban, era un marco de protección. Había otros medios, sin desvelar el secreto, para denunciar esas barbaridades. Mientras tantos esos señores campaban a sus anchas protegidos por muchas barreras.

Es cierto que los pederastas son víctimas de muchas cosas…, como nos recuerda el hermano Arregui en un artículo reciente en este digital, pero algún momento de lucidez y remordimiento tendrían para pedir ayuda y no seguir en esa espiral de maldad. Y esos confesores qué les decían…
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