Aliviar el sufrimiento no se hace con fastuosidad y ostentación, sino con sobriedad y cercanía EL  FUNERAL SOLEMNE, UN SOLEMNE FUNERAL

Pues sí. ¡Un solemne funeral! ¡Un funeral de pena!

Presencié, a través de la televisión, el funeral de la Almudena por las víctimas del coronavirus. A medida que avanzaba la retransmisión, me venían a la mente las consideraciones de varios artículos sobre la misa editados por los blogueros Pablo Heras y Antonio Aradillas. Y me preguntaba si la función (recalco la palabra “función”) litúrgica  se celebraba para honra  los muertos (honras fúnebres) o  para reputación de los vivos (honras honoríficas), si se trataba de pompas fúnebres o pompas fastuosas.

Lejos de mí reprobar y censurar la oportunidad y necesidad de tal evento. Lo considero un deber digno, justo, equitativo y saludable. Una deuda contraída con tantos hermanos que lamentablemente se vieron privados de la merecida y tradicional despedida familiar. Y aunque así no hubiera sido, entiendo que la comunidad cristiana debe recordar y evocar con frecuencia a los hermanos ausentes. Hacerlos presentes en una celebración en la que tantas veces “hemos comido juntos”. Pero me temo que no ha sido así.

Han primado las palabras más que los hechos. Se ha dicho que no fue  un “funeral de Estado”, que se trataba de una “liturgia religiosa” porque  vivimos en un estado aconfesional. ¿Se pueden hacer tales afirmaciones visto lo visto? Si la asistencia “honorífica” de los reyes, procesionando triunfalmente (solo ha faltado el “bajo palio”), ministros del Gobierno, autoridades del Senado y Congreso,  miembros de diferentes partidos, autoridades civiles y militares y representantes de otras confesiones religiosas, y todo el cortejo de  mitrados, con su bicornio de “quita y pon”, no constituye un funeral de Estado, que venga Dios y lo vea.

¿Nostalgia de los suntuosos faustos del nacionalcatolicismo? Claramente, sin sutiles disfraces, se ha celebrado un ambiguo funeral público institucional, que huele más a un órdago a la convocatoria laica del Gobierno que a una piadosa evocación de las víctimas. Solamente la idea de adjetivar el acto con el calificativo de  “solemne”, anunciado a bombo y platillo, ya sugiere  magnificencia, boato y ostentación. Y así se hizo. El ritualismo atávico y la monotonía rutinaria con su excesivo barroquismo liturgista, que no litúrgico, han marcado la función, decorada con las ínfulas mitraicas de los monseñores. (Alguien dijo que las mitras son el apagavelas del cerebro de los obispos ¡¿?!). Los discursos, disfrazados de homilía, no han pasado de ser disertaciones cargadas de retórica, bien estructuradas, pero plagadas de bonitas palabras y de los clichés y tópicos habituales, adaptables a cualquier celebración funeraria. El exordio de saludos a  las diferentes  personalidades presentes y la lectura del texto con voz engolada, ¿no nos remiten a un protocolo académico?

Todo se ha reducido a un acto vacío del verdadero significado, una liturgia recargada que nos ha alejado de la “Cena del Señor”. No ha sido una ceremonia privada eclesial, no unas sencillas exequias para familiares y allegados (solo asistieron 70) que experimentaron el dolor de  no poder dar el último adiós a sus seres queridos. Un funeral es un acto de despedida, el “último adiós” a un difunto, y un gesto humanitario de acompañamiento a los familiares del finado. Aliviar el sufrimiento no se hace con fastuosidad y ostentación, sino con sobriedad y cercanía. No se trata de un ritual, donde el rito se hace rutinario, sino de una celebración familiar en el entorno de “la Cena del Señor”.

¡Qué sencilla fue la “cena de despedida” de Jesús! La Última Cena no consistió  en un ceremonial litúrgico. Los gestos de Jesús fueron bien sencillos: “Tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo repartió.” Así de sobrio y escueto. Estos son los ritos propios de la eucaristía: partir el pan (Jesús),  repartirlo y compartirlo. Y cabe suponer que las comunidades, en sus asambleas litúrgicas, se referían no solamente al banquete de la Cena, sino a otras comidas que Jesús tomó en compañía de sus apóstoles. En el episodio de la multiplicación de los panes y peces, Juan coloca los mismos gestos de Jesús en su última noche: “Tomó los panes, dio gracias y los repartió a todos los que estaban sentados”. Encontramos insinuaciones eucarísticas en diversos relatos de las apariciones del resucitado; estas apariciones tienen lugar cuando están reunidos varios discípulos, “sentados a la mesa” o en el entorno de una “comida”, alusiones claras a la eucaristía. Y en el pasaje del lago, tras las faenas de pesca, Jesús les sorprende con unas brasas con “pescado y pan”, y les invita a comer: “Tomó el pan en sus manos y se lo repartió...” Por eso, san Pedro, en uno de sus discursos, proclamará que ellos son “testigos” porque “comimos y bebimos con él después de la resurrección”.

Pienso que se ha perdido el genuino sentido de las exequias cristianas. Celebrar la muerte y la vida del creyente no es  rezar “por” los difuntos, concepto que surgió por la  intimidación del severo juicio de Dios (“dies irae”) y la teoría de las ánimas benditas del Purgatorio y las indulgencias. Se trata de hacerlos presentes y partícipes de una reunión de la comunidad en la que Cristo también se hace presente en el pan y en el vino, y así rezar “con” los ausentes y con Jesús. En esto debe consistir la eucaristía y consecuentemente las exequias. Una comida hogareña donde los que nos han dejado acuden a celebrar con nosotros la Cena del Señor donde comemos y bebemos con ellos y con Él en comunidad.

Por eso, frente a la supuesta celebración en honor (honras fúnebres) de los fallecidos por el coronavirus, me pronuncio: A la comunidad lo que es de comunidad y a la Iglesia… lo que es de Iglesia.

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