Omella: "El Espíritu Santo es el aliento de Dios"

Pentecostes
Pentecostes

Es el viento que siempre va a nuestro favor, especialmente cuando creemos que todo nos va en contra. Es un viento que puede ser ligero como la brisa, pero tan fuerte como un huracán, capaz de derribar muros que impiden que avancemos. En definitiva, es un vendaval de amor que se cuela por todas partes y nos eleva

Hoy propongo un pequeño ejercicio: observemos el viento, un elemento extraordinario que nos envuelve y que todos percibimos. A pesar de que no podemos verlo, paradójicamente podemos observarlo. Nadie duda de su existencia, ya que lo sentimos en el cuerpo, lo oímos silbar y notamos sus efectos. Nos percatamos de su presencia cuando mueve lo que está a su alrededor y, aunque a veces parece que no exista, nos puede sorprender con una ráfaga repentina.

Es difícil observar y explicar lo que no vemos, pero hay realidades como el Espíritu Santo, de las cuales tenemos constancia, más allá de percibirlas o no con los cinco sentidos. El Espíritu Santo es como el viento, «[…] oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va» (Jn 3,8). En hebreo se dice Ruah, es el viento original y misterioso, imprevisible, omnipresente; es la realidad fundante, divina y numinosa. Es una realidad espiritual, una fuerza arrolladora que recibimos en el bautismo y en la confirmación, que se ofrece para acompañarnos y guiarnos. De nosotros depende aceptarlo. Para recibirlo hay que pedirlo y desearlo. ¡Abramos de par en par la ventana del corazón! Solo así lo dejaremos entrar.

Espíritu de Dios
Espíritu de Dios

El Espíritu Santo es el aliento de Dios. Es la fuerza divina que nos arrastra, nos impulsa para avanzar y nos orienta en el camino. Es el fuego que nos llena de fortaleza. Es el amor misericordioso que nos revela el mensaje vivo de Jesús. Es el viento que aviva el fuego de la fe y nos ilumina para comprender las verdades de Dios. Es el viento que siempre va a nuestro favor, especialmente cuando creemos que todo nos va en contra. Es un viento que puede ser ligero como la brisa, pero tan fuerte como un huracán, capaz de derribar muros que impiden que avancemos. En definitiva, es un vendaval de amor que se cuela por todas partes y nos eleva.

Confiemos en la sutil acción del Espíritu Santo. En el año 1968, el metropolitano ortodoxo Ignacio IV Hazim, en el discurso de la Conferencia Ecuménica de Upsala, pedía que el Espíritu Santo arraigara en nuestros corazones, porque decía que sin él Dios estaba lejos y Cristo quedaba en el pasado. Con su ausencia, las Sagradas Escrituras no serían más que letra muerta y la Iglesia se convertiría en una simple organización cuya autoridad se transformaría en dominio y su misión en propaganda. Sin embargo, añadía que con el Espíritu Santo y en permanente comunión con Él, Cristo Resucitado está aquí, el Evangelio es fuerza de vida y la Iglesia es una comunión trinitaria, cuya misión es un nuevo Pentecostés. Sí, con el Espíritu Santo todo se ilumina y adquiere sentido.

Confiar en el Espíritu Santo es confiar en Dios, como hicieron los apóstoles en Pentecostés: «De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados» (Hch 2,2). Queridos hermanos y hermanas, dejémonos llenar por el Espíritu Santo. Digamos desde el fondo de nuestro corazón: «Ven, Espíritu Santo, enciende en nosotros el fuego de tu amor. Ven y renueva la faz de la tierra».

† Card. Juan José Omella

Arzobispo de Barcelona   

El impulso de Dios

Volver arriba