¿Volvemos a la normalidad?

Desconfinamiento en plena escalada

Mientras desde Centroamérica contemplamos cómo Europa comienza a dar por superada la crisis sanitaria del Covid-19 y comienza a recuperarse una vida que sea parecida a la anterior a la pandemia, volvemos la mirada hacia nuestra situación y no cabe menos que sentir una gran frustración. Al inicio de la pandemia, prácticamente coincidió el confinamiento europeo con el que tuvimos aquí y, sin embargo, hoy Honduras presenta una gravedad de la enfermedad muy superior, con la famosa curva en permanente ascenso, como si nada de lo que hicimos por confinarnos y evitar los contagios hubiese hecho efecto.Los casos siguen aumentando, y con ellos también el número de personas que mueren, siempre inferior a lo que registran los datos, y es que no hay suficientes pruebas de detección, y mucha gente termina por pasar la enfermedad, o morir de ella, sin que una persona habilitada le diera seguimiento o, siquiera, detección. 

A la hora de valorar lo ocurrido debo iniciar por la conciencia colectiva, que poco a poco ha ido pasando de una toma adecuada de las medidas a su relajación por pura supervivencia. Un día de los muchos que llevamos con el confinamiento, tuve que pasar por la calle en la que la policía se encuentra, y pude ver cómo tres negocios (entre ellos uno en que la policía suele tomar el almuerzo y el refresco de su recreo) estaban funcionando delante de la comisaría, en pleno estado de alarma y prohibición expresa estatal de permanecer en la calle. Como este caso, fueron muchos los negocios que progresivamente fueron abriendo y, con ellos, las personas que, a causa de vivir al día, requerían algún tipo de actividad que les permitiese comer. Si en un primer momento quedó aislada la ciudad, y con ella desabastecidos los centros comerciales y prohibido todo tipo de venta, poco a poco se fue permitiendo una apertura que, con más o menos medidas de seguridad, acabó por devolvernos a una situación parecida a la anterior, pero sin que hubiésemos alcanzado un índice menor de contagios.

El gobierno, del que prefiero no hablar demasiado en esta publicación, poco o nada ha hecho por la salud de la gente, con una atención nula al colectivo sanitario y la desaparición de pruebas de detección para contener al virus. Poco más que una permanente militarización y la creación de un código penal que castiga con más severidad la participación social, la protesta y la oposición al poder, pero se muestra excesivamente benévolo con el narcotráfico y la corrupción. Con los días ha estado facilitando unas medidas que no han ayudado en absoluto a frenar el avance de la enfermedad, y, en plena lucha interna del poder dentro del partido gobernante, bien parece más preocupado por ver quién sustituye al presidente con el escándalo de su hermano condenado en Estados Unidos por narcotráfico que por resolver un problema tan grave de salud en un país donde la sanidad solo existe para quien puede pagarla.

Y en esto volvió la actividad económica. Mientras nos prohiben desplazamientos y reuniones, y nos limitan los templos a los días laborales, el gobierno ha permitido la apertura de la maquila, que emplea en nuestra zona a casi doscientas mil personas, pero a la que no parecen exigírseles medidas de bioseguridad para sus trabajadores y trabajadoras. En un país donde la mitad de la población está en pobreza, donde el paro es altísimo y en muchos hogares ha llegado el hambre por las limitaciones del estado de alarma, la apertura de la maquila es mirada como un arma de doble filo. De un lado las familias van a poder recibir ingresos a cambio de un trabajo precario que emplea a personas desde las 6 de la mañana hasta las 7 de la tarde, si bien los ingresos a penas darán para cubrir deudas y comprar alimentos, pero es preferible a depender de una caridad institucional que no siempre llega. Por otro lado, las condiciones de desplazamiento al trabajo, y aún dentro de la propia maquila, facilitan contagios por aglomeraciones que el hidrogel y la mascarilla no van a poder evitar.

¿Qué es la normalidad? ¿Un trabajo esclavo que puede costar la salud, y con ello la vida, cuya alternativa es padecer hambre y, con ello, también arriesgar la propia vida? ¿Depender de las ganancias económicas de grandes corporaciones y empresas sin que la aportación del trabajo garantice a las clases trabajadoras una vida digna? Cuando un sistema depende tanto de la economía que no duda en sacrificar la salud por complacerla, es un sistema injusto, y esa injusticia no puede convertirse en normalidad, o volver a serlo, porque necesitamos como humanidad una forma de funcionar que no ponga vidas humanas en menor valor que las ganancias de unos pocos. 

Un compañero cura me decía que vivimos en la religión falsa del dinero, y que su ídolo de oro requiere sacrificios y sangre, como se ven en los conflictos por materias primas y energía, o se evidencia en estos momentos en los que la salud de una gran parte de la población está subyugada al beneficio empresarial, algo que también se ve en que las vidas humanas puedan hundirse en el Mediterráneo sin ser rescatadas, pero la banca sí sea rescatada porque se requiere para que siga adelante el sistema. El tiempo nos mostrará hasta dónde llegaremos con esta locura colectiva y, también, la historia evaluará qué cabe salvar de una época en la que se prefiere volver a la normalidad que garantizar la salud universal. Por mi parte, seguiré defendiendo que cualquier vida humana vale más que todo el beneficio económico que se pueda ganar con su pérdida (deseada o colateral). Se avecinan tiempos difíciles, intentaré dar el bien que este sistema no nos está dando.

Volver arriba