Si se quieren, que se casen

Si se quieren, que se casen
Si se quieren, que se casen

Lo recuerdo cada vez que alguien se rasga las vestiduras porque un cura de pueblo en Huelva, un obispo de Solsona o un arzobispo de París decide dejar de ser clérigo para hacer caso a su corazón

“¿A ti qué te parece que los curas se casen?”, pregunta una parroquiana al enterarse del enésimo chisme sobre el último clérigo en colgar la sotana. “Si se quieren…”, contesta la otra yendo un paso más allá e incluyendo a los sacerdotes gays en el mismo sacramento del amor.

El chiste -que no lo es tanto- se lo escuché a uno de tantos curas buenos que ha decidido vivir en comunidad profesando los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia. Este fraile, ordenado sacerdote, tenía tan claro que lo de casarse no ponía ni quitaba nada al sacramento del orden que bromeaba e incluía a los sacerdotes homosexuales en el chascarrillo sobre el tema de los curas casados. Se me quedó grabado y lo recuerdo cada vez que alguien se rasga las vestiduras porque un cura de pueblo en Huelva, un obispo de Solsona o un arzobispo de París decide dejar de ser clérigo para hacer caso a su corazón.

Y sí, lo importante es que se quieran. Porque el cristianismo es la religión del amor, aunque algunos (y algunas) se empeñen en vivir en un estado permanente de amargura y dolor pendientes del cumplimiento (cumplo y miento) de la ley. Una ley de hombres, que nada tiene que ver con el mandato nuevo que nos dejó Jesús, ese que esperamos en Adviento y que en Navidad volverá a hacerse niño en una cuadra -o en un local abandonado de Barcelona-: “Amaos unos a otros como yo os he amado” y “ama al prójimo como a ti mismo”. Tan directo y sencillo es el mensaje de los cristianos como complicadas y alambicadas las explicaciones, hermenéuticas e interpretaciones que se escuchan y se leen por ahí. Algunas provenientes de eminentísimos y teologuísimos y doctorísimos expertos en las cosas de Dios. Y mira, no.

“El problema de los curas casados es que luego no sabremos qué hacer con los curas divorciados”, repetía en todas las sobremesas de coñac y pacharán otro clérigo -este con cargo en el tinglado católico-. El chiste dejaba clara su postura contra el matrimonio de los sacerdotes. Ni qué decir sobre el de los curas entre sí, como proponía el mosén que encabeza esta reflexión. 

Pero es que yo tampoco veo problema en que se divorcien. Porque el sacramento del orden te acerca más a Dios pero no te blinda contra el error, contra la caída, contra las vueltas de la vida, el mal y el dolor. Porque el hecho de que te impongan las manos no va a borrarte el corazón humano. Vamos, que si los curas se divorciasen habría que acompañarles y aceptarles y quererles porque bastante es ya tener que reconocer un fracaso como para que te rematen con el rechazo de tu propia comunidad de fe. 

Mi profesor de Cristología, el maestro dominico Jesús Espeja, insistía en la coherencia total del Jesús hombre que hacía todo lo que decía. Nos explicaba con sabiduría que la humanidad absoluta de Jesús era la prueba más clara de su divinidad. Sin caer en el arrianismo y sin descartar otras vías. “Sed perfectos como vuestro padre celestial es perfecto”, esa es la medida. Y el matrimonio -tan sacramento como el orden sacerdotal- también nos acerca a esa perfección de Dios, a estar más cerca suya. Pues mucho más los curas que se casan, que duplican la gracia sacramental con la imposición de manos del obispo y con el sí quiero del otro concelebrante. ¡Vivan los novios!

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