Nochebuena en El Estrecho, río Putumayo (Perú) Ser esperado, ser apreciado, ser amado

Ser esperado, ser apreciado, ser amado
Ser esperado, ser apreciado, ser amado César Caro

Los misioneros, que por definición somos itinerantes y no echamos raíces, podemos dar a veces la impresión de ser duros, afectivamente cautelosos, como soldados concentrados en su deber. Creo que es solo una pose para protegernos de cuánto implicamos nuestro corazón en las personas y los grupos humanos con quienes vivimos y caminamos. Como cualquiera, necesitamos sentirnos reconocidos, aceptados, valorados y amados.

El mismo día de nochebuena, con toda la tralla que llevaba encima, me tocaba madrugón para ir en bote a Iquitos, y de ahí en avioneta al Estrecho, que carece de sacerdote como la mitad de los puestos de misión de nuestro Vicariato. Se trataba de acompañar en la Navidad a esta comunidad, así que procuré metabolizar el cansancio y tirar palante con un golpe de riñón.

La pasada Navidad ya vine (porque escribo acá, a la orilla del río Putumayo), pero esta vez confieso que me ha costado más. ¿Por qué? Pues muy sencillo: porque en un año he creado lazos en Indiana, y por supuesto me hubiera encantado celebrar estas fiestas con la gente de mi parroquia, por quienes siento el cariño del pastor, un registro entrañable ya antes disfrutado. Un tanto pesaroso pues emprendí este viaje, además de fundido.

Pero los del Estrecho disiparon enseguida cualquier rastro de nostalgia. Roxana fue a buscarme al pequeño aeropuerto y me trajo en motocar a la misión. Sobre la pared de mi cuarto, este cartel tan sencillo y hermoso. Reconforta sentirte esperado y acogido, que se alegren de tu llegada y valoren tu esfuerzo. En mi vida demasiadas veces llego y me encuentro la puerta cerrada, topándome con el rostro desabrido de la soledad.

Meche, la ecoteóloga, la otra Misionera Parroquial, me da un abrazo. Bea no está, y las religiosas me brindan alojamiento en su casa con naturalidad. Queda un rato para la misa de nochebuena y luego han invitado a Florentina y su familia a cenar; hay chamba, ayudo a Chana en la cocina, salimos a comprar unas bebidas y recoger el pollo que la señora Narcisa ha asado. Todo fluye entre ellas y yo, espontáneamente, como hermanos que se cuidan y se aprecian.

Félix está nervioso en la puerta de la iglesia porque llego ya casi a la hora. Es misionero laico local, el responsable del puesto de misión. Un hombre bueno, hábil y trabajador, con un gran prestigio en el pueblo. Cuando se dirige a la comunidad presente me agradece por estar acá y la gente aplaude. Lo mismo a la salida, apretones de manos, “feliz Navidad” por doquier y varias personas que me dan las gracias porque he venido compartir con ellos esta noche. “Con mucho gusto” – respondo, y es la pura verdad.

Danza amazónica de adoración al Niño

Todo está listo para la cena. Por la tarde, aprovechando que internet surcaba milagrosamente bien, había llamado a toda mi familia, aquellos que me aman incondicionalmente y a los que siempre tendré, aunque hoy la distancia me duela. Es un día difícil, especialmente para quienes hace poco han perdido a uno de esos cuyo amor está asegurado, y siempre me vienen a la memoria personas concretas, como si una hebra de su desolación hiriera hoy mi sensibilidad y conectara con esa tristeza de estar lejos.

Pero es noche de Luz, llegan los invitados y hay que recibirlos como merecen. Enseguida el vino del brindis hace su efecto, el personal se relaja y emergen las risas. Pasamos una agradable velada, ahora los whatsapps ya solo son peruanos, despedimos a la familia, lavamos los platos y recogemos, pero todavía nos quedamos charlando un ratito más, y hasta aparecen regalos. Yo no he comprado nada pero recibo, claro… la generosidad de estas mujeres me deja desarmado.

Como afortunadamente el 27 es el cumpleaños de Chana, encuentro la oportunidad de corresponder de alguna manera al afecto que me dan. Las invito a almorzar ceviche con Cuzqueña negra para reponer fuerzas del trote de las últimas semanas.

Así han transcurrido estas jornadas navideñas, y me han hecho mucho bien. Los misioneros, que por definición somos itinerantes y no echamos raíces, podemos dar a veces la impresión de ser duros, afectivamente cautelosos, como soldados concentrados en su deber. Creo que es solo una pose para protegernos de cuánto implicamos nuestro corazón en las personas y los grupos humanos con quienes vivimos y caminamos. Como cualquiera, necesitamos sentirnos reconocidos, aceptados, valorados y amados. Y que de vez en cuando nos lo expresen.

Ahora que estoy de regreso y termino mi escrito, caigo en la cuenta de por qué vuelvo al Estrecho en Navidad. Se trata nomás que de eso. Feliz año nuevo.

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