Travesía en barco de carga y pasajeros surcando el Amazonas desde San Pablo a Iquitos (Perú) Un viaje de 34 horas

Interior de la lancha "Charles", en el Amazonas
Interior de la lancha "Charles", en el Amazonas César Caro

Cuando subes, tienes que encontrar lugar para colgar tu hamaca, colocando tu mochila y tus cosas debajo. El hacinamiento es quizá lo que menos me gusta de esta forma de viajar, no es ameno ir como anchovetas en lata. Y luego está la pesadez, barajar el parsimonioso y desesperante paso de horas y horas, tratando de llenar el interminable tiempo de alguna manera. Duermes, estiras las piernas, te sientas y lees, charlas, das una cabezada, tomas un café (había un pequeño bar en mi planta), vas a cotillear dónde nos hemos parado de nuevo, te conectas a internet (hay WIFI), se te acaban los temas de conversación, terminas una novela y empiezas otra…

Siempre hay que contar con que las programaciones en cualquier momento pueden irse al agua (nunca mejor dicho) y peor cuando el viaje implica a San Pablo, debería haberlo sospechado. El deslizador Zoe Alexa se malogró, yo tenía que llegar a Indiana al encuentro vicarial de pastoral social, y no quedó más remedio que embarcar una la lancha para surcar 300 kilómetros de río Amazonas.

La lancha Charles es uno de esos barcos grandes, de carga y pasajeros, que hacen la ruta ida y vuelta de Iquitos hasta la triple frontera. Son muy planas, con poca quilla, lo que les permite navegar en la época de vaciante, cuando baja el nivel del agua del río. Disponen una gran bodega y dos o tres pisos para los viajeros, con capacidad, en este caso, para unas 150 personas.

Los espacios para el público están vacíos y preparados para colgar las hamacas, de modo que, cuando subes, tienes que encontrar lugar para acomodarte, colocando tu mochila y tus cosas debajo, siempre con un ojo atento para prevenir robos, que no son raros. Y así comienza una prueba de paciencia, resistencia y aguante, una lucha contra el aburrimiento y la inactividad que esta vez duró desde el domingo 30 de marzo a medianoche hasta el martes 1 de abril a las 10 de la mañana, cuando encostamos en Indiana.

Esta motonave además es especialmente lenta porque vende cosas, como una inmensa tienda flotante: cemento, ladrillos, cerveza, abarrotes… Y así se va deteniendo en muchísimas poblaciones de la ribera. Varias veces salí al balcón delantero a mirar dónde estábamos, y así pude saludar a gente que conozco de estos años de visitas: en Triunfo, Santa Isabel de Pichana, Cochiquinas… Todo el mundo se acerca al arribo de la motonave, para comprar, descargar, para montarse o chismear; en Breo me gritaban: “¿Padre, cuando vas a veniiiir?”. Y yo: “¿Hay masatooo?”. Se reían.

Claro, cuando aparecen pasajeros nuevos, tienes que irte a ocupar tu sitio en la hamaca, porque si no, te arriesgas a que alguien cuelgue la suya a diez centímetros y todo el rato se te eche encima, haya choques de cuerpos, y no puedas dormir. Yo me colocaba sentado con mis piernas abiertas, maletín y bolsas a ambos lados, para disuadir a quienes recién ingresaban de que se acoplaran a mis costados. El hacinamiento es quizá lo que menos me gusta de esta forma de viajar, no es ameno ir como anchovetas en lata.

Y luego está la pesadez, barajar el parsimonioso y desesperante paso de horas y horas, tratando de llenar el interminable tiempo de alguna manera. Duermes, estiras las piernas, te sientas y lees, charlas, das una cabezada, tomas un café (había un pequeño bar en mi planta), vas a cotillear dónde nos hemos parado de nuevo, te conectas a internet (hay WIFI), se te acaban los temas de conversación, terminas una novela y empiezas otra… Matías dice que ahora entiende mejor lo que significa estar en la cárcel, aunque allá creo que tienen espacio para hacer algo de ejercicio.

Por supuesto, te ofrecen comida: un poco de arroz adornado con cinco tallarines más trozo de pollo microscópico para almuerzo y cena, y un vaso de avena con un pancito en el desayuno. Pero el hambre arrecia y el personal va comprando galletas, trozos de keke, gaseosa, platos de comida en serio. Los desperdicios van proliferando por el suelo entre hamacas y bolsos, a pesar de que hay tachos.  Y la mugre se acumula en los habitáculos que son a la vez WC y ducha, disminuyendo proporcionalmente las ganas de usarlos.

Dos noches amontonado entre hamacas, un bebé que llora a metro y medio, un par de mujeres que incomprensiblemente no paran de hablar en alto a la 1 de la madrugada, la lluvia que se mete por estribor y te moja, más la inactividad, el tedio, la indolencia… te agotas y terminas reventao. Pero a la vez con una especie de síndrome de Estocolmo fluvial: total, ahí no tienes que hacer nada, todo el día tirao de la vida, te alimentan más o menos, estás conectado… Mejor me quedo a vivir en la lancha. Pero no todavía; ya, si eso, más adelante.

Lancha

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