Una delegación de la Archidiócesis de Mérida-Badajoz en el Vicariato San José del Amazonas (Perú) Una visita no tan oficial

Federico Grajera, Coronada Díaz y Manuel Vélez
Federico Grajera, Coronada Díaz y Manuel Vélez

Los misioneros necesitamos que nos visiten. Al recibir el feed back de quienes vienen, sus impresiones y comentarios, podemos objetivarnos, mirarnos desde fuera con ojos culturalmente similares a los nuestros, y así apreciar en su medida cómo vivimos y lo que hacemos.  

Lo necesitamos para recordar que somos enviados por la iglesia donde nos criamos, y que seguimos siendo parte de ella. Para sentir que, aunque estemos lejos, somos queridos y significamos algo relevante. Tenemos muchas personas y comunidades detrás, que hacen posible que permanezcamos acá, que gocemos nuestra peripecia misionera y que seamos felices entregándonos lo mejor que podemos.

Estaba muy desentrenado, porque la última vez que me visitaron de mi diócesis era 2016 y yo todavía estaba en Rodríguez de Mendoza, es decir hace seis años. Pero nunca es tarde si la dicha es buena, y al fin llegaron a conocer la selva. Creo que lo han disfrutado.

En la imagen Fede, el delegado diocesano de misiones; Coro, alma mater de la delegación y mujer entusiasmada con el Perú; y con gorro Manolo Vélez, mi compañero misionero en Llacanora, un pueblito cercano a Cajamarca. Estamos en el ponguero rumbo a Gallito, comunidad donde vamos a celebrar la Eucaristía del domingo, justo la mañana del día en que regresan a Lima.

Nos espera en la bodega “Papá Piraña” la señora Nancy, mamá de Merli, ursulina misionera del Vicariato natural de acá. Nos quiere invitar a desayunar y tiene preparado juanes, que nosotros llevamos para más tarde. Gallito es medio grande, así que subimos a un strong que nos transporta rápido para avanzar. Me sorprende agradablemente que la capilla es de concreto, de bonitas proporciones, con sagrario operativo.

Con el aforo casi al completo empezamos; en este puesto de misión no hay sacerdote, pero hoy acá tienen tres curas para ellos solos. Recibimos la acogida y el cariño de nuestra gente preciosa. Inmediatamente los animadores cuentan que el tejado ya necesita una refacción, “quizás tus amigos extranjeros nos podrían apoyar”, y les sugiero que les escriban un oficio. Dos días después ya está el documento en su destino. Esta comunidad está viva, no hay duda.

Pero hubo más aventuras para mis paisanos los días anteriores. Descubrieron algunos animales de la selva en Fundo Pedrito, acasito: la anaconda, la tortuga prehistórica, el pelejo, los lagartos y unos enormes paiches con bocazas que tragaban cuantos pedazos de pan les echábamos. Probaron la gastronomía regional en “El Bufeo Colorado”, y se maravillaron de que el restaurante se mece, porque es una balsa flotante.

Sudaron de lo lindo, un tanto chocados por el calor húmedo amazónico. Montaronen canoa por un brazo del río-mar, y también en deslizador para ir hasta Indiana. Allí conocieron la historia de Monseñor Dámaso Laberge, fundador del Vicariato, rezaron en la catedral, admiraron la gran maloka escenario de las reuniones vicariales, pasearon por el pueblo y degustaron un rico refresco de calambola.

Por supuesto, hubo tiempo para conversar y compartir. Les hice muchas preguntas acerca de la diócesis porque, a pesar de que voy todos los años y leo el semanario Iglesia en camino, pasa el tiempo y me voy desconectando de las cosas de allí. “¿Y dónde está fulanito? ¿Y cómo está beltranito? ¿Y qué pasó con… etc.?”. Escuché, pero también les conté acerca de la misión, el día a día acá, las dificultades por las que atraviesa el Vicariato, cómo estoy viviendo este servicio, las satisfacciones y los sinsabores…

Los misioneros necesitamos que nos visiten. Al recibir el feed back de quienes vienen, sus impresiones y comentarios, podemos objetivarnos, mirarnos desde fuera con ojos culturalmente similares a los nuestros, y así apreciar en su medida cómo vivimos y lo que hacemos. No para envanecernos, sino para ponderar con distancia miserias y aciertos, advertir zonas de penumbra y agradecer las humildes proezas cotidianas.

Lo necesitamos para recordar que somos enviados por la iglesia donde nos criamos, y que seguimos siendo parte de ella. Para sentir que, aunque estemos lejos, somos queridos y significamos algo relevante. Tenemos muchas personas y comunidades detrás, que hacen posible que permanezcamos acá, que gocemos nuestra peripecia misionera y que seamos felices entregándonos lo mejor que podemos.

Gracias Coro, Manolo y Fede por haber pisado esta Amazonía bendita. Gracias por haber traído el abrazo de mi tierra y sus gentes, a quienes debo lo que hoy soy. Gracias por las bromas en extremeño, el pisco sour en la terraza junto al malecón, el cariño y la generosidad. ¡Vuelvan pronto!

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