Barca a la deriba

En este atardecer plúmbeo de agosto, las gentes, casi en silencio, a la sombra de la higuera, charlan y colocaban en el aire palabras de belleza incorruptible reforzadas con gestos inconfundibles. Las gentes están  ahí desde el origen de la memoria, como lluvia de sol, como madreselvas embriagadas por el roció de la mañana, con el tiempo en sus brazos como un recién nacido, azotado por un diario de recuerdos íntimos e incomunicables. Acunadas por la música monótona de las pisadas en las calles, y por una nube de ecos confusos, como “bruma de hollín de siglos”, dejan que el cuerpo cansado sea reposo del alma, olvidadas de que la vida es milicia sobre la tierra, barca a la deriva por un río turbulento. La mañana se fue, se va la tarde, se hunde el sol, y cae la noche que se traga los límites de las cosas y convierte el mundo en un continente hermético e insondable rasgado por los ladridos lejanos de perros de palleiro y los aullidos del lobo que caen rodando por la falda del Cebreiro

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