Caliz de amargura

“El día que regresé al pueblo después de tantos años me dije: este humilde caserón será la cuna de mi vejez como lo fue de mi infancia. Pero me equivoqué, aquel día comenzó el último acto de mi agonía ya sin la distracción del trabajo para adormecer la conciencia y sin una gota de esperanza para endulzar el cáliz de la amargura. Mi vida tiene trechos tenebrosos y trechos claros, sutilezas y vulgaridades. La vida es así de sencilla y de complida. Vamos mintiendo, mintiendo, pero cuando ya no podemos más nos pone las cartas boca arriba. Entonces caí en la cuenta de lo absurdo que es venir a la cuna de la infancia buscando escarbar en las raíces dolorosas y profundas del misterio de la vida. Ahora aquí me tienes con la vista puesta en el campanario que hunde sus raíces en las cenizas de mis antepasados y con los pies colgando de las paredes de la sepultura”. El único consuelo de sus últimos años fue, mirando las fotografías colgadas en las paredes desconchadas, recordar su niñez en brazos de su madre. “No lo cuentes hasta que me calcen un abrigo de pino”, me pidió. He cumplido

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