Caridad

Los viejos hemos oído a los viejos cuando éramos niños hablar de él. Don Benito, bajo, fuerte, mofletudo, un saco de probidad, de sinceridad, de candor y convicción, de aspecto casi asilvestrado, de genio apacible, de palabra persuasiva e irónica, breve, misericordioso y tolerante con las flaquezas humanas, no preguntaba nunca el nombre a quien se llegaba a él pidiendo ayuda, sin apariencia de vigor físico y de edad incierta, zarrapastroso por fuera, vestía una sotana raída, hecha jirones, llena de manchas de grasa y de pegotes de cera, y dulce por dentro. Su cama era un camastro con un jergón de hojas de maíz, sin sábanas. Anunciaba sus viajes en la homilía del domingo. Cualquier feligrés que tenía algún encargo, iba a la sacristía al final de la misa o lo esperaba en el atrio a la salida de la iglesia para hacerle los encargos. Iba a la villa y volvía con las alforjas cargadas encargos. En cuaresma y en Semana Santa, iba a la iglesia por la mañana, se hincaba de rodillas delante del Santísimo y, durante todo el día, solo se levantaba para mojar, en el aceite de la lámpara votiva, el pedacito de pan que llevaba en el bolsillo. En ese tiempo sólo salía de la iglesia para aliviarse. Por la noche, comía dos patatas mohosas cocidas el domingo para toda la semana. La clemencia es la antorcha de todas las virtudes, decía.   

Volver arriba