El atrio de la iglesia era el de las grandes fiestas. La plaza y los caminos que la vivifican llenos de coches. Antes de entrar a misa, después de saludarse y darse abrazos, la gente se acercó a saludar, recogerse, rezar delante de la sepultura de los suyos. Nuestro cementerio está alrededor de la iglesia y, de niño, antes y después de la catequesis, jugamos al balón y jugamos al escondite sobre las tumbas. El grupo de lectores habituales dejó lugar a lectores llegados de fuera a pasar vacaciones. Durante la misa, especialmente en el momento de la consagración, silencio sepulcral, absoluto. Para la comunión, el sacerdote no esperó al pie del altar, sino que se fue acercando a los bancos porque a mucha gente mayor le costaba andar arriba y abajo por el templo. Los momentos de darse la paz y de la comunión fueron de fusión emocional, espiritual. A la salida, muchos ya dijeron: “hasta el año que viene”, ¿Cómo, tan poco? La vida. Para venir hay que marcharse. Ya en la terraza del bar, tomando el apetitivo, alguien dijo: En la feria ves, saludas a mucha gente, pero cada uno va a lo suyo. Aquí íbamos todos a los mismo.