Gri gri

El sol se fue deslizando tranquilamente por las faldas del Cebreiro hasta los pueblecitos de la ladera hasta llenar el valle. Pasaron las horas, el sol subió hasta la cima del cielo, allí se detuvo un momento, volvió a retirarse del valle, fue dejando en penumbra las laderas hasta quedar solo agarrado a las cumbres más altas del monte. Un enorme carnero, con cuernos como campanarios, apareció, arrogante, en medio del rebaño que pastaba cerca del santuario, invistió al pastor por la espalda, lo golpeó y lo tendió en el suelo. Sangrando por la nariz, el pastor se levantó, quiso golpearlo con el cayado y la bestia volvió a derribarlo. El pastor se mareó, rodó y, refunfuñando, blasfemando, cubierto de sudor, pensó que el mundo se le venía encima. Los cerros se apagaron, el rebaño se durmió, el pastor se recogió delante de la puerta del santuario, dijo Virxe querida, y por las grietas de su alma, con el gri gri de los grillos, lo invadió la penumbra de incertidumbre íntima que borraba los límites y la diferencia entre las cosas.

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